Cuando uno revisa la exigua bibliografía crítica sobre la obra de Rozenmacher (pongamos el texto de Romano sobre la cuentística argentina de los 60 o el capítulo de El habla de la ideología argentina de Andrés Avellaneda) suele encontrar citada una entrevista de los años 70 que un joven Ricardo Piglia le había realizado al autor de Cabecita negra. La entrevista era difícil de hallar, no en demasiadas bibliotecas se encuentran los números de El Cronista Cultural; pero, bueno, el que busca, encuentra, y acá aprovecho y pongo a disposición del interesado/a la famosa entrevista. Por varias razones es valiosa: en sus líneas Rozenmacher vuelve a opinar sobre el peronismo y su significado para la generación de la que forma parte y también agrega, en las otras entrevistas no aparecían, opiniones sobre Borges y su literatura. Vaya entonces la entrevista publicada en 1975, hecha en 1967 (como reza el copete) en la que se cruzaron Piglia y Rozenmacher para hablar sobre Borges, el boom, Faulkner, Cabecita negra y el peronismo.
Germán Rozenmacher: el eco de su voz
En 1967 Ricardo Piglia dirigía una colección de narrativa en la editorial Estuario. La serie incluía relatos de escritores contemporáneos precedidos por un reportaje al autor. Juntos con textos de Onetti, Walsh, García Márquez, Salinger, estaba programado un cuento de Rozenmacher: “Blues en la noche”. Piglia y Rozenmacher se encontraron en septiembre u octubre de ese año y produjeron la entrevista que a continuación se reproduce. La editorial solo alcanzó a publicar tres o cuatro títulos, de modo que el relato de Rozenmacher quedó postergado y el reportaje se mantuvo inédito hasta ahora. De las apasionadas respuestas de Germán —trágicamente desaparecido en agosto de 1971— cabría decir, en su homenaje, que se prestan y suscitan el más amplio debate. La identificación del autor de Cabecita negra con una generación peronista de escritores, el extrañamiento que le adjudica a Borges en el espectro de la literatura argentina, son tópicos de una fecunda polémica que recorre, en profundidad, nuestra cultura. Pero, además, el lector rescatará sus opiniones sobre el “boom” —esa conspicua artificialidad suscitada por una peculiar, conjunción de medios y falsas expectativas—, el lenguaje y la denostación del compromiso como un acto de mala fe. Y podrá advertir, entonces, su lacerante actualidad, a casi una década de distancia.
—¿De qué modo se produjo tu acercamiento a la literatura?
—Por tradición familiar, quizás. En mi familia son todos artistas, mi padre es cantor, mi abuelo también y en realidad soy un cantor de jazz frustrado. Mi padre está realizado como cantor y supongo que yo me realizo en la literatura. Si bien a veces todavía pienso que cantando, cantando un blues, uno dice cosas que, para describirlas, necesitaría trescientas páginas. Digamos que de algún modo me resigné a “cantar” con la máquina de escribir; una máquina de escribir que me regaló mi padre por otra parte, una máquina que es la misma que todavía uso. A veces me acuerdo de aquel tiempo, yo tenía 18 años cuando mi padre me regaló esa máquina, porque ahí, creo, fue como si hubiera decidido que iba a ser un escritor. Me acuerdo de aquel tiempo porque uno siempre tiene que volver a decidirse a ser un escritor, el hecho de sentarse a escribir cada relato es como si nunca se hubiera escrito nada en la vida, es una tortura y es un deslumbramiento porque siempre hay que volver a empezar. Quizás esa sea la única compensación posible frente a los sufrimientos que implica sentarse a escribir. En el fondo yo creo que eso es lo único que justifica para mí que yo esté vivo. A veces parece tan irreal que uno se ponga a inventar historias pero el problema está en que de pronto uno se da cuenta que lo irreal no es lo que se está haciendo sino todo lo otro, lo que empieza cuando uno deja de escribir.
—Y en aquel momento, esa decisión de convertirse en un escritor ¿qué sentido tenía?
—Yo ahora lo veo como un desafío. Tenía 18 años, había terminado el colegio secundario, de algún modo venía escribiendo cosas, pero recuerdo ese momento porque para mí tiene el sentido de una apuesta contra lo imposible. La decisión de ser un escritor, independientemente del talento, independientemente de las posibilidades reales, eso me parece lo único valedero, en el fondo. Yo creo que en un sentido eso es lo que más me interesa en la gente; incluso el nudo dramático que obsesionadamente siempre busco es el de aquellos personajes que de alguna manera deciden enfrentar lo no enfrentable, las circunstancias, la muerte, y de pronto son derrotados, inevitablemente. Ese hecho de decidirse a derrotar la muerte es como si hubiera estado presente, sin que yo me diera cuenta, en la decisión de convertirme en escritor. Y eso me parece lo único valioso, en el fondo.
—Y cuando ese decisión se materializó, es decir, cuando apareció Cabecita negra, tu primer libro ¿cuál fue la experiencia?
—La primera edición es de diciembre del 62. Yo mismo lo edité y me acuerdo que íbamos con mi mujer por Corrientes repartiendo los libros por las librerías. La segunda la hizo Jorge Álvarez en el 63 pero para ese momento yo había escrito Réquiem para un viernes a la noche y apareció una imagen mía como autor teatral, una imagen que no termino de aceptar del todo, porque me siento ante todo un narrador. El asunto es que me fue muy bien con el Réquiem: se vio bastante, tuvo buena crítica y de golpe me sentí muy exigido, muy comprometido, incluso me sentí un poco asustado. Había escrito dos libros esperando, simplemente, bueno, que se leyeran, que se vieran y me encontré con esa especie de ‘boom’, a los cuales acostumbramos. Me dejó un poco seco, no tenía nada que decir, era algo horrible, una especie de suicidio. Me sentía como si ya estuviera totalmente agotado. Eso duró todo el año 64, casi hasta finales del 65. En ese tiempo, mientras el Réquiem seguía en cartel, todos me pedían obras, me pedían cuentos y yo cuanto más me pedían, menos podía dar, cada vez menos, era una cosa casi matemática, la proporción inversa a las posibilidades de respuesta. Me costó mucho salir de esa crisis.
—¿Y qué pensás de ese fenómeno, el llamado ‘boom’ de la literatura argentina? ¿A qué se debe esa especie de inflación?
—Es una especie de necesidad subdesarrollada de tener “valores”, de tener mágicamente grandes escritores; es lo que pasa un poco con esas revistas semanales que inventan y defenestran valores todas las semanas. Creo que eso es muy peligroso para los escritores y supongo que también para el público implica una urgencia, un apuro, una ansiedad por parte del público y en el juego el escritor nunca tiene que entrar. Parece que el público argentino está pidiendo sus grandes escritores, sus grandes artistas y de algún modo se lo están inventando. Por ejemplo, lo que pasó con el ‘boom’ del teatro argentino en el 64, se puede decir que lo impusieron un par de críticos de algunas revistas semanales, que evidentemente tenían un poco de razón en el sentido que de pronto había tres o cuatro autores que por absoluta casualidad habían coincidido en la fecha de estreno y en cierto estilo. A partir de ahí se inventa el fenómeno, lo que implica vernos como si tuviéramos una obra hecha y tuviéramos 60 años. Ese es un poco el problema: una ficción, una serie de leyes falsas, en las que también entra a jugar el público. Creo que esto también tiene que ver con otra ficción: la ficción de que somos un país latinoamericano, sí, pero un país muy especial, un país de primera. Bueno, no somos un país de primera, en principio estamos produciendo cosas de segunda, lo que no quiere decir que no tratemos de mejorar. Pero hay una cierta expectativa pública, como una necesidad de considerarnos una gran metrópoli. Dentro del juego de los imperialismos somos un país importante en la estrategia norteamericana en el Cono Sur, con toda su implicancia, no pretendo simplificar la situación argentina que es bastante compleja, no es un simple país subdesarrollado, pero tampoco deja de serlo. En el fondo no hay mucha diferencia entre nosotros y cualquier país africano o de Centro América, aunque parezca un escándalo decirlo. Entonces parece que queremos diferenciarnos del Tercer Mundo por nuestra cultura. Tenemos que diferenciarnos y salir del subdesarrollo, pero no por una actitud así culturalista, sino a través de un proceso político, económico, mucho más complejo. Producir escritores “desarrollados” no es abolir el subdesarrollo. Es una forma de escamotear el mal olor. Y precisamente lo mejor que nosotros podemos hacer como escritores es destapar el mal olor y probar que cada vez apesta más.
—¿Esa debe ser la función del escritor?
—Aparentemente por lo que yo digo se me podría vincular con ciertos escritores “sociales” de la década del 30 o con la llamada literatura comprometida, pero a la vez yo no estoy para nada de acuerdo con esa tendencia. Porque la literatura comprometida implica una especie de mala fe, el escritor se compromete porque siente que está en falta, porque es un pequeño burgués y entonces se acerca al pueblo. Es un movimiento de “generosidad” del escritor que “condesciende” a comprometerse con la realidad, como si eso no fuera fatal. Por ejemplo, yo pienso que Cortázar o Borges están profundamente comprometidos, como cualquier escritor que escribe en serio. Borges está comprometido con el solipsismo, ya que su manera de asumir el país es negarlo. Borges es un poco el niño prodigio, el meteco (aunque parezca panfletario decirlo, hay que tomarlo con cuidado, yo respeto a Borges, trato de describir su situación, nada más). Es un meteco y en Europa no lo consideran otra cosa, no nos engañemos: es el que va a Oxford y saca 10 puntos y es tan bueno como cualquiera de ellos y además ellos lo consideran así. Estoy describiendo una situación, insisto, no estoy acusando a nadie. Un poco todo esto es consecuencia de una larga tradición liberal. De allí viene esa dicotomía entre civilización y barbarie que ellos crearon y que no se da en ningún país latinoamericano con la fuerza con que se da aquí, precisamente por ese tipo especial de vinculación que tenemos nosotros con Europa, con los centros de cultura imperialista. Entonces en ese marco general tenemos a Borges, tenemos a Cortázar. Fijate Cortázar, se va en el año 51 o 52 pero se va quizás porque honradamente no tenía otra cosa mejor que hacer aquí, se sentía muy ahogado, como mucha gente en aquella época; yo tengo la fatalidad cronológica de no haber vivido eso porque era muy pibe, pero evidentemente se creó una si-tuación muy peculiar para los escritores liberales que en el tiempo del peronismo no podían digerir el fenómeno, porque además se trataba de un proceso muy complejo y no era fácil integrarse a él tampoco.
—Desde esa perspectiva, para vos Borges sería también una especie de exiliado.
—Yo creo que Borges y todo el mundo que él representa son exiliados, porque además este país está lleno de exiliados; en un sentido y por otras razones, estamos todos exiliados dentro del país. Fijate que los peronistas y los obreros no pueden asumir el país como suyo totalmente, porque de algún modo sienten que los están explotando y les están negando el derecho a la expresión. Los viejos liberales conservadores no terminan de digerir al país tal como es y ésa es la mejor explicación de los golpes gorilas. De algún modo hay una serie de exiliados y de mundos así autónomos que se mueven y que se quieren ignorar mutuamente y que sin embargo conviven y se chocan. Pero volviendo a Cortázar, fijate que cuando él dice, mejor cuando Oliveira dice: “Yo soy un refrito de la cultura europea”, sin que yo pretenda que esa sea una declaración autobiográfica, creo, sin embargo, que en alguna medida Cortázar se asume como una especie de producto argentino de la cultura europea. No sé hasta qué punto él se siente argentino; hay una activo solipsista que en Cortázar implica al mismo tiempo un acercamiento a la realidad. Por ejemplo el lenguaje cotidiano. Pero ¿cómo se acerca Cortázar al lenguaje cotidiano? Emulando el ‘Brutoski ilustrado’. Es decir, juega con el lenguaje popular tomándolo un poco en solfa, desde afuera o desde arriba. Intenta abrir ese mundo solipsista que le viene de Borges pero sin romperlo; como si esa fuera la mayor apertura hacia la realidad que puede tener un tipo con tradición, En ese sentido “Casa tomada” sigue siendo un cuento espléndido como demostración de esa actitud: la realidad desagradable, fea, difícil de describir, va conquistando poco a poco a los personajes de ese cuento y los va expulsando de sí mismos, por decirlo así.
—En un sentido todo esto nos lleva al problema de la condición del escritor en nuestro país.
—En nuestro país el escritor tiene la ventaja de saber que no escribe para un mar de analfabetismo; evidentemente eso no existe y entonces se crean otro tipo de compromisos y de exigencias. El escritor tiene un gran público potencial, 40 ó 50 mil lectores que de alguna manera lo están esperando, pero al mismo tiempo vive una vida muy difícil. El escritor no es el maldito de antes, pero evidentemente en su vida cotidiana, en sus condiciones de existencia la situación es grave, se debe alienar en el periodismo, en las cátedras o en la TV. Eso justifica una vez más aquella genial frase de Arlt sobre la prepotencia de trabajo, pero al mismo tiempo esa exigencia del público crea esa expectativa de la cual hablábamos antes. El público quiere que el escritor sea un poco el oficiante que denuncie, la voz colectiva de los que no tienen voz que denuncie las grandes injusticias. Por esa vía uno puede caer muy fácilmente en lo que se puede llamar oportunismo de buena fe. Hacer cierto tipo de literatura “realista” entre comillas, “naturalista” entre comillas, que viene a dejar sano el buen nombre y honor del escritor como ciudadano, olvidando que precisamente el escritor es el peor de los ciudadanos. Entonces, de esa manera, ese oportunismo de buena fe provoca las obras de la literatura comprometida entre comillas. Aparece así un dilema falso entre la evasión y el compromiso, que solamente puede ser resuelto en dos niveles: a un nivel cotidiano con una lucha que a veces es totalmente desgastadora y que en algunos casos justifica que muchos escritores vivan en Europa, se exilien. Eso no me parece ni bien ni mal, quien puede hacerlo que viva en Europa si lo puede hacer. O en Bariloche que debe ser un lugar fenómeno para trabajar. Y a nivel de la obra implica un riesgo, el riesgo de las falsas seguridades. Es el ejemplo de la literatura indigenista que reduce la realidad para hacer posible la denuncia, pero fracasa como literatura y también fracasa como denuncia porque la realidad es mucho más compleja que los libros de Ciro Alegría, por ejemplo.
—Para volver a tu obra, ¿cómo ves, hoy, Cabecita negra a cinco años de su publicación?
—Me aparece claramente como un tanteo, un comienzo; un tanteo de varios temas, de varias vertientes que de algún modo quiero seguir desarrollando. Por ejemplo, Cabecita negra lo veo ahora cada vez más como un tanteo marginal de ese gran tema que es el peronismo. Tema en el que yo no entré del todo, no me metí del todo y en el que no se metió nadie y yo me quiero meter y otros supongo que también lo harán. Porque en el fondo yo creo que me voy a salvar como escritor en la medida en que sea capaz de escribir sobre el peronismo. Creo que nosotros somos una generación peronista y esto nos diferencia mucho, incluso de la generación a la que, por perspectiva literaria, más nos podemos parecer y con la que tenemos más contacto, como puede ser la generación de Viñas. De algún modo (yo tengo un gran respeto por Viñas y espero mucho de él) creo que a la vez nuestra diferencia con ellos es muy tajante. Nosotros somos una generación peronista, porque el peronismo nos formó, lo vivimos en la infancia, mientras ellos lo vivieron muy activamente y eso implicaba una toma de posición frente a un problema no resuelto.
—De todos modos, en tu obra se puede hablar también de otra vertiente. La presencia de un mundo más o menos onírico, conectado con cierta tradición judía. Lo que va digamos de “Un gato, dorado” a “Blues en la noche”.
—En ese mundo yo encuentro mitos y fantasmas muy cargados de fuerza, de poesía, que me ayudan a escribir. De allí que en un sentido es más fácil para mí escribir “El gato dorado” que “Raíces”. Sin embargo, al mismo tiempo lo vivo como una búsqueda inútil y asfixiante, eso implica una voluntad de salir de ese mundo y allí se liga la otra vertiente que es un trabajo con lo cotidiano, en el que trato, sin embargo, de conservar la fuerza que tiene para mí ese universo onírico. Yo soy argentino, hijo de inmigrantes judíos, de algún modo vengo de una mentalidad muy cerrada, hermética y mi única manera de realizarme es entrar en diálogo con una serie de realidades que identifico como mías y trabajar como escritor a partir de ellas. Y en este sentido creo que me estoy jugando dentro de la porción de realidad que me ha tocado como escritor argentino y latinoamericano. Yo vengo con una serie de cosas que me guste o no son mías. Y muchas veces no me gustan pero son mías. Por ejemplo, en Réquiem he tratado de reelaborar ese material. De algún modo esa obra se apoya en lo que hice antes y en lo que pienso hacer en el futuro. Es decir lo que me interesaba en esa obra era una familia donde había un conflicto muy trágico, uno de los pocos conflictos trágicos que uno puede encontrar en la vida contemporánea. Moravia, por ejemplo, dice que la tragedia ha muerto. Creo que tiene relativa razón: pero en América Latina no ha muerto. Los fusilamientos, las acciones guerrilleras, las acciones contraguerrilleras, el código de honor de los militares, es decir, estamos casi en la tragicomedia. Sin duda hay una serie muy fuerte de elementos, en mi caso yo traté de trabajar a partir del conflicto que plantea la tradición judía, lo que significa el judaísmo para esa familia. Como te dije antes, lo que más me fascina y me conmueve en un individuo es su capacidad de resistir la muerte y desafiarla y enfrentarla. Aquello que decía Hemingway “Un hombre puede ser destruido pero no vencido”. Eso me parece fundamental. Un poco lo que aparece en García Márquez: el general Aureliano Buendía que peleó en 32 guerras y las perdió todas y peleaba igual. Eso era lo que me interesaba en esos personajes. Por eso no entiendo a los críticos que hablan de naturalismo o de costumbrismo respecto de mi obra. Eso no tiene nada que ver, el naturalismo me parece más bien una receta que usan los críticos cuando no entienden. Lo que me interesa, sí, es hacer una aproximación al lenguaje cotidiano y este es uno de los problemas específicos de nuestro teatro. Un poco la continuación de la más vigorosa tradición de nuestro teatro en cuanto a lenguaje se refiere: Laferrére, Discépolo, donde de algún modo se asume nuestro lenguaje, que es muy peculiar en el mundo hispanoparlante. Creo que tenemos que asumir ese lenguaje porque es un gran arsenal creador.
—Esto nos lleva a una problemática más específica, no tanto los materiales, los ‘temas’, sino las técnicas, el lenguaje.
—Exacto. Porque esta realidad debemos mostrarla con toda su riqueza de matices, en su complejidad, sin pensar en la reproducción fotográfica, en la copia. Creo que este es un momento de ruptura de géneros, de búsqueda, de experimentación; la literatura experimenta absolutamente siempre, pero quizás hoy la experimentación adquirió un carácter institucional. Creo que nosotros podemos asumir con muchas ventajas todo ese instrumental que es producto de la cultura europea pero para revertirlo, para descubrir realidades inéditas que nunca fueron escritas, que nunca fueron vistas antes o, si no, fueron vistas con cierto tipo de anteojeras. En ese sentido debemos usar todas las técnicas, absolutamente todas las técnicas a nuestra disposición. Por otra parte yo creo que en este momento estamos en una etapa de revaloración y de elaboración de toda esa catástrofe que es la literatura contemporánea, en cuanto a lo que piensa de sí misma, en cuanto a sus métodos, y a sus ins-trumentos, en cuanto al uso de los materiales y los temas. Todo eso siempre y cuando apliquemos las renovaciones a nuestra realidad, porque los materiales que vamos a usar son tan nuevos y tan ricos que con seguridad van a incidir sobre los métodos de trabajo, sobre las técnicas y los van a transformar y nos van a dar métodos propios y un lenguaje propio. Eso me parece un poco la clave.
—Se trataría de integrar las influencias y transformarlas.
—Eso mismo. Creo que en relación con esto el ejemplo de Carpentier sirve mucho, Carpentier tiene una serie de elementos muy especiales, su formación europea, su vinculación con el surrealismo, incluso su formación de músico y todo eso está puesto al servicio del intento de atrapar la realidad latinoamericana. En esto es la contracara de Borges: en un sentido pertenecen al mismo mundo refinado, al mismo tipo de escritor muy culto, pero lo que en Borges es solipsismo y es negación de la realidad, en Carpentier es asunción de la realidad. Él es un ejemplo de que todos estamos buscando, a través de nuevas técnicas, la expresión de realidades absolutamente inéditas. Realmente somos todos un poco Cristóbal Colón, no que estemos descubriendo la pólvora, pero sucede que en América Latina se están dando procesos de ruptura, grandes cortes y todo eso hace que de pronto uno tenga más contacto con Faulkner que con Asturias, independientemente que se reconozca el aporte de un Asturias, pero lo cierto es que existe un corte, una ruptura. Del mismo modo uno se puede sentir cerca de Arlt, pero no se puede sentir cerca del mundo literario de nuestra generación del 25 o del 30. Estamos absolutamente separados porque además las influencias literarias nos llegan a través de Europa o de EE. UU. con una especie de deformación, de vasos comunicantes que rompen la continuidad nacional.
—Según vos, Faulkner sería una de las claves para entender algunas de las principales líneas de la literatura latinoamericana actual.
—Creo que Faulkner es la marca, el sello de fuego que tenemos todos los escritores latinoamericanos desde la generación del 30 para acá, pasando por Onetti que es un poco el hilo conductor.
—¿Y por qué Faulkner?
—Bueno, yo pienso que Faulkner es un ejemplo de lo que ahora estamos tratando de hacer todos desde México a Buenos Aires. Primero Faulkner implica la denuncia de la crisis del 30. Por un lado Faulkner es la respuesta elaborada a esa crisis y por otro lado es la primera gran respuesta autónoma y de madurez literaria frente a la cultura europea. Una respuesta ya que tiene dos o tres antecedentes, como pueden ser Mark Twain, Melville y sobre todo Sherwood Anderson, que es un poco el maestro de Faulkner. Yo creo que Faulkner, curiosamente, plagiando y parafraseando a Joyce (que es la culminación y el apocalipsis de la narrativa europea del siglo XX), no rompe con la cultura europea, no la niega, la revierte, usa todo eso para hacer un primer ejercido sanativo como es Mosquitos hasta que de pronto descubre en Yocnatapawha su salvación, comienza a utilizar el buril, el instrumento joyceano pero lentamente va dejando de ser Joyce y comienza a ser cada vez más norteamericano, más del sur y más del Mississippi.
—Por otro lado integra también todo el pasado y la tradición puritana; el estilo del Viejo Testamento está siempre presente en el tono y el ritmo de la prosa de Faulkner.
—Pero fijate como en Nathaniel Hawthorne ese tono todavía tiene una relación estrecha con los escritores ingleses, de alguna manera Hawthorne es un escritor inglés, casi no es un norteamericano, pero en Faulkner todo eso adquiere una singularidad que en el fondo es lo que estamos buscando todos, lo que nosotros queremos hacer: simplemente una pequeña o gran porción de realidad que nos toque descubrir y sobre la cual seamos reyes y que de algún modo enriquezca la realidad de la gente.
—Para terminar quisiera que me contaras tus proyectos actuales
—Pienso que después de esos primeros tanteos de los que te hablaba, después de Cabecita negra y de Réquiem para un viernes a la noche, ahora viene un segundo libro de cuentos, Los ojos del tigre, que bueno yo creo que es un segundo tanteo. Lamentablemente tengo 31 años, quisiera haber escrito una gran obra, pero simplemente estoy tanteando. De algún modo en este segundo libro se continúan algunos temas del primero. Por ejemplo, este mismo cuento, “Blues en la noche”, se vincula con la temática del Réquiem y con la temática de un par de cuentos del primer libro. Cuando deje listos estos cuentos voy a hacer algo que no sé si finalmente va a ser una obra de teatro, tengo un acto y medio ya escrito, pero nunca se sabe en qué va a terminar. Tengo algunas otras cosas más que quiero hacer, varios proyectos, quizás todo eso forme un gran paquete que pueda corresponder a mis primeras cinco o seis obras.
Fuente: El Cronista Cultural, n° 16, 22 de noviembre de 1975, p. I-III.
Gracias por esta joya, Matías. Rozenmacher es interesantísimo, uno de esos tipos más o menos olvidados que cada tanto resurgen y pegan sopapos al sentido común de la construcción histórica de esa época y de la literatura argentina y latinoamericana. Algo de eso tiene que ver con su muerte temprana, y haber sido parte de una generación jodida por la dictadura: Walsh, Gleyzer, Urondo, Conti, Bustos, Oesterheld...(generación en un sentido muy amplio, de comunión intelectual). Y todos los que quieran agregar. Acaso recuperar sus palabras, sus testimonios de época, sea parte de una tarea más grande como es sacar el veneno de la herida y arrancarles un pedazo a la muerte y al olvido. Abrazo.
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