Llegué a Historia de la soledad (1969), de José Edmundo Clemente, gracias a la recomendación de un amigo librero. Se trata de un breve volumen compuesto por once capítulos y un prólogo. La intención de Clemente es trazar una historia menor de esos hombres que los libros olvidaron, sumidos en la soledad y la ingratitud. Para ello, escribe esta serie de semblanzas filosóficas que, si bien puede tener alguna reminiscencia de las Vidas imaginarias, de Schwob más que de la Historia universal de la infamia, de Borges, logra echar luz sobre unos hombres solitarios, opacados por otros que han ganado el renombre y la gloria. Clemente era un especialista en estética, en filosofía y en bibliotecología; además, tenía una prosa fina y elegante como podrán leer más abajo. El humor, la reivindicación nostálgica y el comentario agudo marcan el ritmo de su Historia de la soledad. Copio el capítulo 4 de este hermoso libro y se los recomiendo con fervor.
Jonás; IV, 12 (José Edmundo Clemente)
Todo libro posee márgenes abiertos y fluyentes que exceden la quieta angostura de su caja tipográfica, los límites formales de la imprenta; como si al tacto de nuestra mirada sensual las letras se abrieran maduras, ensanchando la página que les sirve de cauce. Milagro que vuelve las ideas y sentimientos al cálido relieve original, semejante al Lázaro bíblico. Algunos libros llevan un impulso más fuerte todavía; a la presión que extiende los costados del texto agregan un envión longitudinal que sobrepasa el corrido argumental de la obra y lo prolonga a supuestas intenciones secretas y posteriores. Intenciones que cada uno descubre con la misma alegría del solitario que encuentra una fortuna oculta, aunque muchas veces el hallazgo termina en alucinada fantasía, en simple espejismo de lector codicioso. O presuntuoso. Seguramente el descubrimiento ya fue previsto por el autor; seguramente las variantes posibles son hábiles concesiones a nuestra impúdica vanidad. Seguramente mi propia ambición de interpretar a Jonás sea apenas uno de los tantos finales de Jonás.
Recordemos la secuencia visual del Libro. Jonás debe ir a predicar a Nínive. Desobedece la misión. Embarca en el puerto de Jope, rumbo a Tarsis. En viaje, la nave es sacudida por un violento temporal. Los marineros imploran a sus dioses. El mar crece. Echan suerte para saber a quién castiga el cielo. La furia del viento no cesa. La prueba señala a Jonás. Las olas tapan la cubierta del buque. Los marineros tiran a Jonás por la borda. La tempestad calma. Un enorme pez traga a Jonás. Tres días y tres noches permanece dentro del animal. Se arrepiente. El pez lo devuelve sano y salvo a tierra. Cumple el mandato de ir a Nínive. Llega luego de tres días de camino.
El resumen de las “diapositivas” es aparentemente claro; Jonás desobedece, es castigado y perdonado. Pero creo que debemos considerar al texto más allá de la caprichosa historia de un desobediente o el relato turístico por el Mediterráneo en una incómoda bodega. Cuando mucho, esto solo haría del hijo de Amittay el precursor de los viajes submarinos. Tampoco, la publicidad de un acto demagógico de la siempre dispuesta voluntad de Jehová. Por lo pronto, ciertos signos evidentes levantan claves para otras interpretaciones. Tres días y tres noches permanece Jonás dentro del pez; tres y tres, 33, simbólica cifra que luego identificaría la edad de Cristo. Tres días tarda en llegar al lugar de la prédica; tres son las ciudades mencionadas en el texto: Nínive, Jope, Tarsis. Nada es casual. El tres era considerado número mágico en la antigüedad, incluso para los católicos. San Mateo considera a los tres días y tres noches término premonitorio de la Resurrección: “Porque como estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre en el corazón de la tierra” (Mt.; XII, 40). Quizás el lector considere fáciles coincidencias a estos signos; por mi parte también prefiero otra interpretación.
La ciudad fenicia de Tarsis adelanta una sospecha; el pez que traga a Jonás, ballena según San Mateo, la completa. Igualmente, el oportuno arrepentimiento que salva a nuestro héroe de equivocar el destino para el cual había sido llamado. Llamado. Estoy acercando los hechos a mi intención; “llamado” (vocãtus) es raíz etimológica, justamente, de vocación, palabra que considero centro del libro. Todos fuimos llamados para una misión determinada; en la medida que nos acercamos a ella, nos acercamos al verdadero sentido de nuestra vida. Pero no siempre asumimos la responsabilidad de nuestra vocación; a menudo huimos de ella y caemos, como Jonás, en el fondo de la ballena. La precisión de San Mateo es oportuna. La ballena representaba en la simbología tradicional al mundo terreno, al cuerpo venoso y perecedero. Melville recurre a la increíble Ballena blanca para aludir la obstinada persecución del hombre tras de su inevitable muerte. Su destino más cierto.
Pasemos ahora al margen final del texto, al impulso que no pudo detener la imprenta y que continúa girando por inercia propia una vez cerrado el libro. Atendamos a la metáfora de la obra, ese espectro de la realidad, diría Ortega, que prosigue fantasmal y nítido el contorno de la imagen ausente. No se trata de un absurdo lingüístico. Sería muy pobre admitir la simplicidad de Jonás tragado por una ballena verdadera y devuelto intacto al día tercero. No debemos abusar de los milagros; sobre todo, cuando son innecesarios. Hagamos crédulo el relato. Jonás entra al estómago de una ballena metafórica. La ballena es él mismo; el estómago de la ballena, su propio estómago. Lo habita por unos días, igual que muchos lo hacen por siempre, satisfechos del interior de su piel, adormecidos de tedio. Jonás logra arrepentirse, pero la mayoría prosigue a escondidas de su vocación. Hombres cegados por llegar a la próspera Tarsis hasta que la muerte les recuerda, tarde, que no vivieron la vida fundamental; la vida para la que fueron llamados. Que es igual a no haber vivido nunca, porque la señal marcada en el alma se les ha borrado. En vez de Nínive, la cúpula interior de una ballena será el cielo merecido. Oscuro leviatán; universo sin estrellas. Quizás la ballena sea una inconsciente alusión al infierno, o a la impotencia. Quizás el infierno sea una metáfora de la impotencia.
Clemente, José Edmundo (1969). Historia de la soledad, Buenos Aires, Siglo XXI editores, pp. 35-39.
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