jueves, marzo 31, 2016

David Cronenberg, lector de Las varonesas

Este fragmento del capítulo 1 de Las varonesas (1978), de Carlos Catania podría tranquilamente haber sido el punto de partida de una de las famosas escenas de Videodrome (1983), de David Cronenberg. El deseo, el cuerpo y la tecnología se cruzan en estas líneas tal como luego se cruzarán en las imágenes oscuras de la película de Cronenberg. Vaya mi homenaje a ambas obras, radicales en su mirada sobre nuestro relación íntima con los artefactos. 


Lucía anotó en su cuaderno:
"Hoy cumplo treinta años y quiero poner algo que me ocurrió anoche, una cosa seria que todavía no me ha dejado salir del asombro. Nadie se acordó de mi cumpleaños, pero ésa no es la cosa. Seguro que mamá sí pensó en mí, pero ella ya no baja del dormitorio. Yo siempre recuerdo el cumpleaños de todos, tengo una memoria muy fuerte para las fechas y también para los nombres. Además apunto los días. Siempre fui así, desde chiquita, y aunque un cumpleaños realmente no es nada, como dice Alfredo, lo cierto es que a esta hora me siento un poco triste (escribo al otro día y pienso que ya pasó un año más en mi vida, pero no se nota y todo sigue igual).
"Anoche aguanté levantada, como de costumbre, hasta el último programa de televisión. Se me cerraban los ojos, pero me gusta oír la música de despedida, que es romántica y dulce y la voz del locutor y todo lo bondadoso que dice al dar las buenas noches. Es para mí un hasta mañana necesario, completa mi día, como si me contaran un cuento de dormir. Sin él no podría irme a la cama tranquila, la noche me parecería incompleta y el cansancio físico y las ideas me harían dar vueltas y más vueltas, porque sobre todo las ideas las tengo claritas a esa hora, y veo tan bien como se podrían arreglar las cosas, todas ellas, que soy puro nervio.
"Patricia, por suerte, se quedó dormida temprano. Está divina la pobrecita. Adela leyó un rato en la mesa de la cocina y después se acostó. Como Alfredo ahora duerme en su estudio, la casa era una tumba de silencio. Hacía bastante calor, ya que hace varios días que no llueve, y eso es perjudicial para la salud y el campo. También para mi hermano, porque últimamente no se lo puede ni hablar. Yo me doy cuenta enseguida cuando todos están dormidos en la casa, así que aproveché una propaganda para quitarme el salto de cama, acostándome tranquilamente en el sillón con un paquete de masitas al lado y una botella de soda. Me sentía liviana, como esa chica que se mueve flotando en cámara lenta en la propaganda de las toallitas femeninas.
"La película corta era un sueño, hecha para la televisión. Un personaje importante me hizo recordar a mamá y pensé cuánto le hubiera gustado a ella ver esta historia y compartir las masitas. Lloré bastante porque la protagonista representaba una maestra solterona muy bonita, pero sin suerte, como vos, lástima que no sea bonita. Atiende a todos los estudiantes con amor, a cada uno y el tiempo pasa mostrándolo con las hojas del almanaque que se vuelan. Los alumnos, ya grandes, la vienen a visitar un Año Nuevo y le traen regalos y le cantan. Ella tiene unas canas suaves que la hacen muy linda, quizá mejor que antes, y tiene el gran amor de ellos, más que algunos traen sus hijos y las esposas. Tuve un ahogo de llanto.
"Pero la última película fue rara, muy moderna, de esas que le gustan a Alfredo. Yo sé que tenía un mensaje, seguro lo tenía, pero era demasiado fuerte y desagradable. Un profesor de matemáticas vivía con su esposa en una casa de campo, y había varios muchachos, buenos mozos, que le estaban arreglando el techo del granero y que tenían muy seguido miradas pecaminosas e indirectas hacia la mujer. Pero el profesor usaba anteojos gruesos y no se daba cuenta de nada. Un día los muchachos lo invitaban a ir de cacería y después lo dejaban solo en medio del campo, mirando el cielo, esperando los patos que nunca llegan. Daba lástima. ¿Cómo se puede ser tan cruel con alguien que no ha hecho mal a nadie? Mientras tanto los malvados entran en la casa, se quitan las camisas y, en un sillón, se tiran uno después de otro sobre la esposa del profesor, haciendo eso. Se ve la expresión y el sudor de la muchacha y eso me confundió extraordinariamente, porque primero gritaba con el horror en la cara, y luego, sinceramente, no se sabe muy bien si le gustaba un poco o qué, Dios me perdone, pero así fue.
"Lo que siguió era muy enredado y no podía entenderlo porque la cara de la joven esposa impedía mi concentración (también, la expresión de los malvados que, al momento de hacer eso, parecían niños un poco tiernos pero pecadores). Total que el profesor después los mata a todos de diferentes maneras, y yo creo que ahí está el mensaje. La paciencia tiene un límite. No se puede jugar con la paciencia de la gente. Pero a mí no se me iba la cara de la muchacha con los hombres, uno después de otro, tirados encima de ella, que se veía como casi desnuda prácticamente. Ahora mismo me viene la sensación, porque se detallaba muy bien la escena con lo que hacían, aunque parezca mentira, y eso se graba.
"Después dieron el panorama cultural y dijeron los libros que hay que leer y la música que hay que escuchar. Presentaron a un escritor que está de paso, porque es argentino pero vive en otro país, y habló de literatura y alienación. Decía cosas muy elevadas, profundas, como dice Alfredo, pero creo que casi todo lo entendí bien, sobre todo cuando explicó por qué hay que escribir para el pueblo y todo eso. Varios artistas jóvenes, en una mesa redonda, discutieron sobre pintura y mostraron unos cuadros. A mí me parece que la modernidad ha pisoteado la belleza del arte. Para gustos no hay nada escrito. Yo no niego a Picasso y a los existencialistas, pero ya se exagera con tanto surrealismo. Cuadro como el que tenemos en la sala, de la viejita oyendo el reloj, ya no se pintan. Tampoco como el paisaje de la floresta, con la casita al fondo, que parece un sueño de hadas y uno siempre lo mira y puede seguir mirándolo a cada rato. El que dirigía el debate mostró mi cuadro a la cámara y dijo que era todo negro y que el punto que se veía al costado era anaranjado y brillante. Se llamaba Exégesis del Alma y busqué en el diccionario, pero no encontré nada que tuviese relación con la Biblia, como dice allí. Dice Alfredo que para gustar hay que saber, y a lo mejor es por eso que yo me quedo en babia.
"En las noticias pasaron algunas tomas de la ciudad y pude ver el centro y las calles. Me di cuenta de lo mucho que ha crecido todo, de los cambios, y de lo apartada que estaba yo de todo ese crecimiento (por suerte). Cuando una tiene un hogar como éste, el mundo desaparece y no es tan difícil adivinar lo que pasa afuera. También mostraron las fotos de una bomba que habían puesto en un edificio y dijeron las amenazas de esos asesinos sueltos. Al venir las internacionales, sentí que me agarraba el sueño, pero ahora viene lo raro que quieto anotar.
"Cuando me senté, sentí que el sillón se había mojado de transpiración. Las luces estaban apagadas y el locutor dio las buenas noches como siempre. Yo le contesté buenas noches y entonces, tal vez por lo boleada que me tenía el sueño, me pareció que la sonrisa que él hace al final, iba dedicada especialmente a mí. Esperé que la imagen se esfumara. Después vino la última música, que siempre me emociona, con el fondo del puente. La salita estaba a oscuras. Esperé. La música terminó, quedaron las rayitas moviéndose y ese ruido que de pronto viene a cortar todo lo lindo. Yo no sé, repito, si sería por el sueño, o tal vez porque estaba en penumbras y así es más fácil de imaginar, pero me quedé muy nerviosa viendo el aparato con las rayitas y, de tanto mirarlo, me pareció que se convertía en un ojo grande que me vigilaba desde la oscuridad. Era como un ojo pacífico, sonriente, pero también mandón. Tuve la sensación de que en medio del ruido que salía del ojo, había voces tratando de darse a entender conmigo, voces que me llamaban, ¡Lucia!, ¡Lucía!, mezcladas como con una música medio confusa y lejana. Me paré y caminé hasta el televisor sin quitarle la vista de encima. Estaba descalza y en ropa interior. Al moverme, las partes sudadas de mi piel se enfriaron un poco y me pusieron toda erizada. Me entró como una angustia rara en el cuerpo y supe que algo extraño iba a ocurrir. Tenía miedo y ansiedad, la garganta completamente seca.
"El ojo se agrandó y miró mi cuerpo como si lo abarcara por entero, iluminándolo y dándole formas muy redondas y blancas. Tuve un escalofrío y no me animé a apagarlo. Toqué la pantalla del aparato sintiendo que estaba tibia, casi caliente. Todo el aparato parecía moverse y querer tocarme. Entonces, no sé por qué apoyé mi vientre en él y sentí como si todas las rayitas del ojo fueran miles de manecitas que se peleaban por frotarme. Me sacudió una emoción tan grande que estuve a punto de llorar, pero también una gran felicidad, porque sentí que el aparato estaba tratando de comunicarse conmigo. Apoyé con fuerza mi cuerpo contra esa tibieza y todo el calor y las voces entraron en mí, entonces me abracé al aparato pensando que me volvía loca, y aunque parezca mentira nos hablamos, lo besé agradecida infinidad de veces, lo apreté, quise yo también darle calor, lo recorrí hasta los cables, apreté la antena, toqué el enchufe que es lugar por donde él recibe la vida, me acosté en el suelo y lo puse sobre mí. Y de pronto, como un milagro, supe, no sólo que el aparato y yo éramos una sola cosa, sino que él me estaba proyectando, que yo era una imagen viva saliendo de él, y al darme cuenta lo apreté con furia sintiendo que me moría de felicidad y pena, y lloré y reí, mientras él quería que yo fuese, y fui, la esposa del profesor de matemáticas".

Catania, Carlos (1978 [2014]). Las varonesas, Buenos Aires, Las cuarenta, pp. 91-96.

miércoles, marzo 23, 2016

Ciudad sobre el Támesis (Amalia Jamilis)

En otros 24 de marzo, recuperé un fragmento de El alimento de los héroes, de Antonio Marimón, el relato pulp "Cacería sangrienta o la daga de Pat Sullivan", de Humberto Costantini, y un texto ácido y genial de Osvaldo Lamborghini titulado "Se equivocaban de departamento". En este verano tuve la oportunidad de descubrir a una autora platense destacada pero también un poco olvidada: Amalia Jamilis. Si bien me hubiera gustado recuperar otro relato de su libro Parque de animales (1998) (pienso en "Hydrolagus Purpurescens") por falta de tiempo no llegué, comparto un relato interesante "Ciudad sobre el Támesis" del libro homónimo de 1988. En la trama el clima de dictadura se entremezcla con las clases particulares de un niño, su especial propensión a los crucigramas y el mito del minotauro. Me pareció un acercamiento original a un tema que en otros casos ha caído en la oscuridad o en el lugar común. Vaya, entonces, este cuento de Amalia Jamilis para este día de la memoria.


Ciudad sobre el Támesis (Amalia Jamilis)

Quizá, en ese momento, el sol, de un melancólico color morado, tiña la habitación, ilumine la mesa, profusamente tallada, como la tarde en que se sentó por primera vez ante el chico, entretenido en desgarrar el cintex adherido al envoltorio de los cuadernos.
—No sé qué hacer con él —le había confiado la mujer, deprimida—. No estudia, se pasa el día leyendo revistas y haciendo crucigramas.
La ventana estaba entreabierta, con la persiana baja hasta poco menos de la mitad, para impedir la entrada del calor y de la luz. Sin embargo, en la sombra, se distinguían los muebles de falso estilo imperio que llenaban la habitación. Eran muebles pesados, severos, pero, en alguna medida se establecía cierta coherencia entre ellos y las paredes, tapizadas con un papel de un lacre desteñido, sobre las cuales distintos
paisajes y naturalezas muertas de colores vivaces, colgaban, enmarcados en cedro oscuro.
Mientras escuchaba a la mujer y miraba al chico, que maniobraba ahora con los cuadernos, raspando el extremo de un lápiz contra la espiral de alambre, se dio cuenta de que experimentaba un sentimiento de abyecta complacencia, como si esa impersonalidad fuese un rasgo tranquilizador.
Sobre la gran mesa, junto a una lámpara en forma de bola, se veía un diario abierto en la página de los crucigramas y al lado un bolígrafo azul.
—También mira mucha televisión, pero no lo puedo culpar. —la mujer acarició sin convicción al niño, mediante un gesto que consistía en retirarle el pelo de los ojos.— Estamos todos muy nerviosos a causa de mi marido.
—¿El capitán? ¿Puedo preguntarle por qué?
—Ya casi no atendemos el teléfono y colocamos burletes por todas partes. Desde mañana tendremos custodia.
Él se sintió afectado y observó que, sobre la mesa, había una zona hermosa, mordida por la bruma color morado, un bello círculo, un poco más pálido que el resto.
Le explicó a la mujer que comenzarían repasando Ciencias Naturales y Matemática, que el plan sería: marchar de lo conocido a lo desconocido, por medio de lo semejante y vio, del otro lado de la mesa, al
chico, con la barbilla entre las manos, mirando el diario de soslayo.
—¿Cómo andan los crucigramas? —le preguntó cuando la madre los dejó solos. Del otro lado de la mesa, un rostro pálido, vagamente desdichado, se levantó hacia él.
—Bien —contestó, pero se lamentó de no poder llenar dos casilleros: ciudad sobre el Támesis, siete letras, vertical, y héroe que dio muerte al Minotauro, cinco, horizontal.
Ahora, el niño estaba sentado a horcajadas en su taburete, que había hecho girar hasta colocarlo en forma perpendicular en relación a la mesa.
Trató de armar una respuesta breve, mediante la cual pudiera hacerle entender al chico que lo fundamental eran las Ciencias Naturales y la Matemática antes que los crucigramas, pero se dio cuenta en el acto de que el deseo de ganarse su estima lo desbordaba.
Estaba todavía preocupado por el extremo interés del chico ante su descripción de la isla de Naxos, del navío, con su vela negra, no totalmente desplegada, del rey Egeo, deshecho en lágrimas en el muelle, cuando la puerta de entrada se abrió y, erguido en el umbral, un poco despeinado, con aspecto friolento, evaluando el sentido de lo que tenía delante de sí, su peso, su densidad, su estremecimiento, su peligro, su olor, vio al capitán.


—Ustedes dos, por allá.
Uno de los hombres echó a andar con cuidado hasta la puerta verde. El otro, más joven, rubio, de ojos miopes, muy delgado, empezó a caminar a los tumbos, como si estuviera borracho. El cabo le puso la metralleta en las costillas y, al sentir su dura presión, el rubio trató de caminar derecho.
—Pero, ¿quién...? —empezó a decir el mayor de los dos hombres.
—El capitán quiere hablar con ustedes.
Estaba sentado en una silla giratoria y garrapateaba algo con una estilográfica, como quien juega, sobre un block. Cuando entraron los miró con odio. Muchas veces se había interrogado acerca de los motivos de ese odio y comprendía que se trataba de algo que iba más allá de los razonamientos y las fobias, pero no sabía qué. Ahora sentía crecer la furia en las aletas palpitantes de la nariz, en los ojos, enrojecidos, en las manos, como de mármol.
—Aquí están, capitán.
Los miró con una sensación de demencia, como si el cuarto hubiera estado lleno de voces que le susurraban en los oídos. 
Con una señal de la cabeza hizo salir al cabo.


El aguacero de octubre redimía el calor de la tarde y los únicos sonidos provenían de los arroyos que corrían del otro lado de la ventana y de la voz monótona del chico, recitando su lección de Botánica.
—Los jueves voy a visitar a mi abuela. Tiene una enciclopedia donde, seguro, está la historia de Teseo —dijo de pronto, interrumpiéndose.
“Irá con su madre”, pensó él e imaginó a una vieja mujer en una mecedora, junto a un foco donde revoloteaban las mariposas de luz, antes de las tormentas. Miró los angostos riachos que corrían contra la ventana, casi silenciosos ahora, veloces. “Debe ir con la madre”.
—Papá y yo vamos a cenar todos los jueves. Mi abuela Leonor es la madre de mi papá. A mi mamá no le gusta ir porque juega a la canasta. En la enciclopedia de mi abuela voy a buscar la ilustración de Teseo matando al Minotauro.
No debió haberse sorprendido esa tarde cuando vio a los dos custodios junto a la puerta, pero igual se sorprendió ante lo incongruente de los dos hombres, allí parados, uno muy morocho, casi negro, con anteojos ahumados de armazón de metal, flaco, enjuto y con un aspecto curiosamente débil. Grande y gordo el otro, con unos hombros tan altos que parecían nacerle a la altura del mentón, los dos en esa calle de ocasionales mansardas, de portones verdes de cocheras, de azoteas planas con repentinas balaustradas de piedra, de sótanos de los que ascendía un leve hálito helado, de residencias de comienzos de siglo, decoradas con urnas y racimos.
—¿Y llegó a ser rey? —el niño se balanceaba, cabalgando sobre su taburete.
—Llegó a ser rey y se sentó en el trono de Egeo —le contestó él, pero no quiso entrar en disquisiciones y explicarle que, finalmente, había sido arrojado de la ciudad en llamas, al otro lado del mar, para ir a morir a la isla de Esciros.
Durante un rato miraron en silencio los ramajes, un poco disueltos por la lluvia, que se balanceaban proyectando sus rígidas sombras sobre la ventana.
De los dos, él fue el primero en regresar a la situación.
—Volvamos a lo nuestro —dijo.


—Yo no sé nada, capitán; se los dije de todas las formas, no sé nada, nada. Mátenme, si quieren, pero yo no sé nada.
El mayor de los dos hombres parecía animado por un valor efímero y la ansiedad le imprimía un acento tironeado, asmático, a la voz.
—Nosotros sabemos perfectamente que ustedes son dos infelices, que no tienen vinculación, ni encuadre con nada. Están acá, como todos los otros, por vender ballenitas. Pero ahora los mandé traer para preguntarles algo. Contéstenme a esto: ¿alguna vez, volaron? —El capitán sonreía con los ojos fijos, sin olvidar su propia geometría, la línea firme de la quijada, los ángulos delgados y precisos de la nariz, la
condición lineal de las cejas. Pero, como los hombres, perplejos, tardaban en contestar, comenzó a desmoronarse por la base: las mandíbulas parecieron hincharse, las mejillas se resquebrajaron en bolsas cuidadosamente rasuradas, la boca se volvió lisa, lívida, harinosa.
—Contesten, carajo.
—Yo volé una vez a Neuquén —dijo el más joven— pero hace mucho, era casi un chico —se veía que procuraba que su voz saliera firme, pero tenía los ojos amarillos, desorbitados, la boca abierta de terror.
—¿Y vos?
Había algo absurdo en la postura del mayor de los hombres, como si fuese a vulnerar en cualquier momento la ley de gravedad. El capitán advirtió con satisfacción el temblor en las rodillas del hombre. Tenía una pierna monstruosamente hinchada en el sector del muslo y la mano de ese mismo lado parecía un globo verde-violáceo a punto de estallar.
—Yo no. Nunca volé.
—¿Nunca? Pero, qué cosa. Esto no puede quedar así —la voz del capitán sonó extraordinariamente fuerte en medio del súbito silencio.
—La experiencia es todo en la vida. Vamos a hacer lo siguiente: esta noche van a subir a un avión, un avión sin puertas, que cruzará el Río de la Plata, pero al llegar a la mitad del viaje, una mano los empuja y ustedes, uuuommm, a volar. Y no me digan que tienen miedo, ¿eh? La pucha, gente grande, parece mentira. Un hombre sin coraje no vale una mierda.


Se miraron dentro del jeep, pero nadie habló. Él bajó y caminó lentamente hacia la esquina, sin perder de vista la fachada de la casa, con dos rectángulos de césped, atravesados por un angosto pasadizo. Pensó que se retrasaban demasiado y trató de imaginar a los que estaban aguardando en la camioneta, detrás del jeep. Allí eran ocho para rodear el auto, una vez que se detuviera, más los tres del jeep. En la oscuridad avanzó hacia la casa hasta que, adelantándose a otros vehículos que lo flanqueaban, el Ford, reluciente, dejó paso y se fue situando a la izquierda. Adelante iba el chofer y uno de los guardias, atrás el otro custodio con el chico y el capitán. Alcanzó a ver una fuente, en un ángulo del jardín, con ranas, querubines y tritones y una
especie de abanico de piedra, que protegía una herradura de flores, ya negras, en medio de la noche.
Primero bajó el custodio de adelante y fue a abrir la puerta del capitán. El chofer lo hizo después y aguardó al resto para cerrar. Cuando los que iban atrás pusieron los pies en la vereda, ya estaban rodeados. Antes de que los guardias alcanzaran a apuntarlos él se abalanzó y tomó al chico, que acababa de reconocerlo y se había transformado en una máscara despavorida, sin descripción ni forma, y corrió arrastrándolo del brazo y comprendió que estaba llorando con grandes gritos desesperados. En tanto cruzaban hacia la acera opuesta escuchó las primeras ráfagas, los vanos disparos, que constituían la respuesta de los guardias, y un último tableteo.
Mientras se agazapaba con el chico en el interior del jeep, que ya iniciaba la marcha, recordó, de golpe, el crucigrama sin resolver, el único casillero en blanco: ciudad sobre el Támesis, siete letras, vertical. Después partieron a toda velocidad.

Jamilis, Amalia (1988): Ciudad sobre el Támesis, Buenos Aires, Legasa, pp. 19-25.

lunes, marzo 21, 2016

Lo que se viene (III) (Entropía / Ediciones Winograd / Palabras amarillas)

Lo que se viene en 2016 (I) (Fiordo / La Comarca / Metalúcida)
Lo que se viene en 2016 (II) (hecho atómico ediciones / 17grises / Ediciones Godot)

Seguimos con esta serie de posts. Van otras tres editoriales: Entropía, Ediciones Winograd y Palabras amarillas.

Novedades 2016 en Entropía


Se vienen varios títulos en esta editorial genial. Arrancaron el año con Los incapaces, de Alberto Montero, una novela extraña e inesperada; la recopilación Neblina / Tren / Colores verdaderos / Museo, del grupo teatral Piel de Lava; y un esperadísimo libro, que los lectores agradecemos infinitamente: Niño enterrado, de Edgardo Cozarinsky.
Otra novedad interesante será la nueva y esperada novela Acá, todavía, de Romina Paula. Después de ¿Vos me querés a mí? y Agosto, la tercera novela de Romina Paula vuelve sobre algunos de sus temas preferidos: el amor, la identidad sexual, las relaciones de familia (y en este caso también la enfermedad de un padre).
Dos novedades más para 2016. La primera es Malicia, de Leandro Ávalos Blacha. Se trata de una novela delirante y sumamente graciosa ambientada en el mundito de los teatros de Carlos Paz (vedettes, apriciones sobrenaturales y asesinatos en serie, entre tantas otras cosas). La segunda es La noche es el proyecto de todas las cosas, de Gonzalo Castro, una historia de hermanos que va y viene entre Buenos Aires y el Amazonas.
Finalmente, dentro del género novela, se viene un texto extraordinario: París y el odio, de Matías Alinovi, una de las prosas más sorprendentes de los últimos años. 
Otros nombres que suenan para este año en Entropía son Pablo Ottonello, María Negroni y Marcelo Cohen...

Novedades 2016 en Ediciones Winograd

Este proyecto continúa con su trabajo filosófico-arqueológico con estos tres títulos para 2016:

-El asno de oro o Metamorfosis. Libro I, de Apuleyo.
Traducción, introducción y notas: Marta Royo (coord.), Karina Brosio, Sylvia Nogueira y Leonor Valerga Aráoz

"La curiosidad que siente por la magia lleva al joven Lucio a emprender un viaje a Oriente. Durante el transcurso de ese viaje se topará con gente de variada índole y condición, tendrá todo tipo de experiencias y caerán sobre él sinnúmero de calamidades, incluída su propia y mágica metamorfosis. Novela célebre desde que se hizo pública a mediados del siglo II, aplaudida, interpretada, imitada y discutida a través de los siglos, el interés que despierta El Asno de Oro o Metamorfosis se renueva permanentemente.
La presente edición, bilingüe y anotada, presenta el Libro I de la novela. Susceptible de ser leído con independencia del resto, en él se configuran los principios estructurales de la obra. El lector encontrará en él las claves temáticas de lectura de la novela: la credibilidad de los relatos, la distinción entre verdad y verosimilitud, el valor de lo que no se dice, la tensión entre esencia y apariencia, los riesgos de ser excesivamente curioso, los vaivenes de la fortuna y la práctica de la magia destinada sobre todo a inspirar el deseo amoroso".


-Arte breve y Vida coétanea, de Ramón Llull
Traducción, introducción y notas: Julián Barenstein

"Ramon Llull (1232-1316), autor de centenares de obras, es conocido sobre todo por su Arte magna, un método lógico-ontológico, expresión de una ciencia universal que le permitía convertir racionalmente a los infieles al cristianismo. El Arte breve, que hoy presentamos en versión bilingüe y anotada, es el último compendio que el autor hizo de su obra y uno de de sus trabajos más leídos y comentados. En él se exponen los principios del Arte, las claves para aprenderlo y enseñarlo y las reglas a seguir para abordar cualquier investigación. El texto, que estuvo en las manos de Nicolás de Cusa, Pico della Mirandola, Marsilio Ficino, Cornelio Agrippa, Giordano Bruno y René Descartes, tiene hoy una vigencia esperanzadora pues establece las condiciones para el diálogo y el entendimiento con el otro".

-La tiniebla de la ignorancia. Comentario a La teología mística de Dionisio Areopagita, de Alberto Magno
Introducción y notas: Giuseppe Allegro y Guglielmo Russino
Traducción y notas complementarias: Ezequiel Ludueña

"Las obras conocidas como “corpus areopagiticum” se presentan como si hubieran sido escritas en tiempo de los apóstoles. El autor, que dice llamarse Dionisio, fue identificado con aquel juez del Areópago de Atenas, a quien san Pablo convirtió al cristianismo. El corpus devino uno de los ejes sobre los que se construyó el mapa metafísico medieval y el breve tratado La teología mística, que forma parte de él, dio a la mística cristiana un origen legendario. En los últimos años, el texto ha ganado una renovada actualidad gracias a Jean-Luc Marion y Jacques Derrida.
Alberto Magno (1193-1280), el célebre maestro de Tomás de Aquino, comentó toda la obra de Dionisio. Fue bajo su égida que el opus del Pseudo Areopagita devino por primera vez texto de estudio en un curso de teología, en la escuela de la Orden de los Predicadores que fundó en Colonia en 1248. Presentamos aquí en edición bilingüe y anotada su lectura y explicación de La teología mística, seguidos por una traducción al castellano de ese fundamental tratado dionisiano".

Novedades 2016 en Palabras amarillas


Cierro este post con esta editorial amiga que hace un par de años me deslumbró con una pequeña y cuidada edición con relatos de José Sbarra. Copio info sobre los títulos que se vienen, el ensayo de Thonis será una gran novedad:

-Lxs que luchan, de Gustavo Calandra, desvela, en seis relatos cronicados y delirantes, la lingua salvagem del capitalismo. ¿Quiénes luchan, cuándo, dónde y por qué? Esa es una de las preguntas que despliega el libro. Cubanos, africanos, árabes, Catamarca, Cadiz, Balvanera y el Mediterráneo. Épicas en tiempos de crisis verde Washington. Es un libro donde el humor, la estética y la denuncia se cruzan en rumbas idiomáticas y neopicaresca criolla. En estos relatos de Calandra resuena la arenga de Étienne de la Boétie por la libertad y el desafío de pensar que toda servidumbre es voluntaria.

-El sueño del pantano, de Antonio Oviedo. “Me levanté y dí algunos pasos, un mundo cercano a veces nos llama, vamos a su encuentro, e incluso podemos atravesarlo, pero sin motivos aparentes renunciamos a hacerlo”. Estas palabras del narrador de esta novela corta, publicada por primera vez en 1991 y reeditada veinticinco años después, parecen introducir dudas desde las cuales insinúa lo que evitará hacer. Como si su acción individual fuera expulsada por circunstancias si no hostiles al menos inciertas. Sin embargo, ese mismo narrador no deja de visitar ese mundo próximo, puede examinar sus particulares registros, escuchar peroratas o participar en ocasionales conversaciones, descubrir ocultos matices de las conductas, adentrarse en acontecimientos que una ciudad libera a medida que su pequeña aventura traza la cronología donde aquéllos se producen. Mientras tanto, escribe al pasar unas notas en las que ciertas historias tienden a desviarse de las palabras que intentan describirlas, tal como ocurre con ese sueño que el título de esta novela localiza en un territorio inestable cuyos límites se han disuelto.

-Un guante para Osvaldo Lamborghini, de Luis Thonis. El polémico autor acomete un ensayo sobre Osvaldo Lamborghini para hablar a su vez sobre la ideología argentina. El pretexto de hablar de Osvaldo Lamborghini y evocar una amistad para poder hablar de la época en la que le tocó vivir y escribir: 
"En la sobremesa estaban la gauchesca, Arlt y el peronismo. Artl: un evangelio de yeso y masturbación. Había que transferir algo de esa materia prima haciendo retornar las voces de la gauchesca en su estrategia de transmisión. La obra de Osvaldo Lamborghini trata de una guerra interminable entre cosas –ideas, palabras, emociones– que ya están muertas y para darse un signo de vida entran en colisión. Si se vive en un Fiord lo primero que hay que hacer es sin pedir permiso salir afuera. Si se adopta la posición de Sebastián y se quiere saber de antemano si alguien figura en “el libro de los verdugos” o en “el libro de las víctimas” se termina ensartado. (…) Nunca la verdad estará demasiado verde para un perverso, escribió Osvaldo Lamborghini. Pero ese verde enverdeció y la sociedad abunda cada vez más en contratos sadomasoquistas que son los que más se sostienen porque Nadie los firma. Naides, diría él. Hasta se podría decir que fue el primer engordado pero bajo el silencio del santuario en el que establecía su primer piedra angular donde la perversión se constituía en ley primera. La perversión suena a algo “sexy”, pero reduce a los sujetos a lo que son y todo silencio trabaja para un dios nacido de lo peor de los tres monoteísmos: el de los milagros infames que a diario se cometen. Y hay que hacerle ofrendas repetidamente".

martes, marzo 15, 2016

Semen indio, un relato de Osvaldo Baigorria


Cuando terminé de escribir la primera versión de mi autobiografía Secretos de una estrella porno-indigenista me puse a revisar los fragmentos que había desechado y rotulado como “descartes” en una carpeta de la computadora a ver si alguno podía ser tardíamente incorporado al texto. Rescaté la transcripción de una leyenda oral que había grabado en una charla de fogón en Agua Corriente cierta noche de aquellas en las que recorría las antiguas rastrilladas en busca de datos sobre mis ancestros nativos. Leyenda es aquí una expresión peyorativa; mejor decir que se trata de la historia de amor entre un cacique manosanta y una cautiva voluntaria de nacionalidad holandesa, quienes habrían desarrollado en los alrededores de Trenque Lauquen, entre 1860-70, métodos de vanguardia para las operaciones de cambio de sexo y la reproducción transgénero. Pero me pareció que romperían con excesiva violencia el pacto de lectura del libro. Aun así, a esos fragmentos los “pasé en limpio” (expresión equívoca incluso después de ponerle comillas, porque da a entender que hubo suciedad, manchas, residuos y que ahora no los hay). Y aquí están. Pueden ser considerados como el mito de origen de una tribu ancestral, una utopía erótico-política en las pampas del siglo XIX; en fin, un mundo.
Así arranca "Semen indio", un relato genial de nuestro amigo Osvaldo Baigorria, que cruza el siglo XIX con la liberación sexual. Hermoso. Sigue acá.

miércoles, marzo 09, 2016

Presentación Propiedad horizontal, de Damián Lamanna Guiñazú



1
ya no vivo acá
voy soltando el ritmo, las distancias
que tallan la forma de una nueva casa
ya no vivo acá y sin embargo
vuelvo en cada órbita
a llevarme a mis fantasmas
convencerlos del peligro
de ir dispersos entre perros y escaleras
que no sienten, será eso
la vida en mil fragmentos
decir quién soy desde cero
cuando piso un barrio nuevo
sonreírle a todo el mundo, ya no
vivo acá y un caracol emerge
desde el agua, las macetas, con sus voces
soy mi propia casa
la que siempre está pendiente
la que nunca está vacía

El libro Propiedad horizontal es publicado por años luz editora.

viernes, marzo 04, 2016

Estación Borges (Bernardo Kordon)

De la obra de Bernardo Kordon, además de sus cuentos y nouvelles o de sus diarios de viaje a la China maoísta, persisten una serie de textos de tono autobiográfico que nos devuelven la itinerancia, la frescura y la aventura que el autor de "Alias Gardelito" quiso devolver a la literatura argentina. En 1978, Kordon publica dos libros hermosos y raros: Adiós Pampa mía y Manía ambulatoria. Del primero, recupero un texto titulado "Estación Borges" que de alguna manera funciona como reflexión sobre el peso de la figura de Borges en la órbita literaria nacional pero también, y sobre todo, como condensación de la narrativa de Kordon: el viaje y la aventura como movimiento exterior-interior. Disfruten.

Estación Borges (Bernardo Kordon)

 
Dijo pocas y reiteradas cosas —a igual que otros grandes escritores. Últimamente, por ejemplo, en algunas entrevistas televisadas, amaga con decir algo y finalmente lo deja así no más, con un balbuceo que supone contenidas revelaciones. Porque gracias a los años (cuando no transcurren al cohete) la palabra elemental y llana suplanta al palabrerío profesional, y al final el gesto suplanta a su vez a la palabra, y ahí queda el hombre cansado de hacer y decir cosas, limitándose a expresarse con su sola presencia —a semejanza de Dios, quien no debe esforzarse mayormente en hacer méritos: ya hizo todo lo que pudo.
Borges es, pues, aquel que escribió tantos poemas dominicales y también algunos cuentos —género artístico por excelencia, al punto que ningún escritor es capaz de escribir más que algunos buenos cuentos en toda una larga vida, ¡al revés de la novela y otras redundancias!
Borges: presencia y mención y adjetivizaciones repetidas y vueltas a repetir en esta pampa húmeda de ciudades iguales, con las mismas calles y plazas con idénticos monumentos repetidos al infinito. ¡Qué tediosa es la gloria (y otras cosas) en nuestro país!
Antes hubo otro Borges que maravilló mi lejana adolescencia. En mis primeros viajes, rigurosamente ferroviarios y suburbanos, me marcó una estación Borges, que en lo alto de un terraplén señalaba el comienzo del recorrido mágico de un ramal ferroviario que bordeaba el río de la Plata. De tal modo Borges es una palabra que guarda para mí el prestigio emocional de ese sonar de atabaque que es Tombuctú en el corazón de África, o el golpe de gong de Pekín en la exacta antípoda de Buenos Aires. Estación Borges fue, pues, el comienzo de todos mis viajes, hasta ese largo y sin vuelta que espero con esa inquietud que ya perdí para otros recorridos.
Un tren de pocos vagones, generalmente vacíos, arrastrado por una vieja locomotora 4-6-2 de brevísimo ténder y agudo silbato, se detenía chirriando en Estación Borges para permitir el descenso de casi todos los pasajeros —pues pocos o nadie en días de trabajo y a la hora de mi rabona matinal viajaban a esas soledades ribereñas (estaciones Barrancas, Anchorena, el Bajo de San Isidro, Canal de San Femando, hasta llegar al apartado y casi oculto puerto de Tigre), un recorrido de tal belleza que no tardó en ser condenado a muerte por la administración de turno.
Desde Estación Borges viajaba generalmente solo en el vagón. Me sentía Vito Dumas, el navegante solitario, a quien vi desfilar triunfal en un coche descubierto, por Florida, sonriendo y levantando los brazos a la multitud que lo aplaudía después de dar la vuelta al mundo, o venirse solo de Europa, no recuerdo bien, pero sí tengo presente su amplia frente gloriosamente quemada por el sol tropical que yo aspiraba a conocer: la culpa la tenía Emilio Salgari y todo lo que vino después: libros y más libros, sin contar las películas que veíamos de a tres en el cine Londres Palace, más conocido en el barrio como El Chinche. Libros y películas me arrastraban a esos viajes realizados en desmedro de las clases en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda.
Cualquier viajero ya lleva consigo todo aquello que le revelará el viaje. Desde Ulises extraviado por los dioses hasta el turista conducido por Exprinter, todos ven solamente aquello que llevan adentro. Prueba de ello son las caprichosas o delirantes toponimias que nos propina-ron los primeros llegados a este rincón del mundo: Buenos Aires (¡con este clima!) y Río de la Plata al estuario donde nunca se encontró la menor partícula de cualquier metal, y menos esa plata que traían los navegantes en sus mentes desvariadas.
Pues todo viajero sólo ve aquello que lleva consigo, del mismo modo que en las posadas españolas, según los franceses (antihispanistas por excelencia) sólo se pueden comer las viandas que traen los huéspedes.
Por eso yo, solo en el vagón, era Vito Dumas, un navegante solitario dominando el río que se extendía bajo los rieles del entonces Ferrocarril Central Argentino, sumamente prestigioso porque llegaba hasta el trópico tucumano. Esas cuatros letras F.C.C.A. eran solamente comparables a esa enorme O del Ferrocarril Oeste que marcó mi infancia en Ramos Mejía y en el barrio de Almagro. Con la diferencia que ahora no veía solamente pasar el tren, sino que viajaba en él, munido de mi correspondiente medio pasaje. Apenas me faltaban los pantalones largos para sacar pasaje entero y viajar más lejos, a Rosario, y hasta Tucumán.
Digamos entonces que Borges en grandes letras blancas sobre un tablero negro señalaba el comienzo de la aventura y la poesía del viaje, que yo recreaba varias veces por semana, saltando de la ventanilla del horizonte de chocolate del río a las barrancas con palacetes con bos-ques y parques, como quien deja una lectura para seguir otra que la complementa en contenido e intensidad.
Si es bueno que una estación perdure el nombre de un escritor, resulta mejor que la fama universal de un escritor perdure la gloria de la desaparecida estación Borges de mi adolescencia.

Kordon, Bernardo. Adiós Pampa mía, Caracas, Monte Ávila editores, 1978, pp. 65-68.