Gracias a la ayuda de mi amigo Lucas M. recupero este poema de Tulio Carella titulado Los mendigos. Se publicó en un librito de tirada limitada de 1954, firmado por Carella y el artista Raúl Veroni (actualmente se vende a un precio desorbitado y es difícil de encontrar). Es tan bueno que sobran las palabras. Disfruten.
Quid tamen expectant, Phrygio quos tempus erat
iam more superuacuam cultris abrumpere carnem?
Juvenal, Sat. II
Los mendigos transitan día y noche
por la deshabitada inmensidad
del sexo indiferente.
Este cuenco de manos insaciadas,
insaciables, ansiosas,
que busca en la entrepierna de los vientos
el cerúleo desecho del orgasmo;
este cuenco ofrecido a cada instante
para llenarse con la turbia espera
y con la turbia espera;
este cuenco solícito, sudado,
ardiendo por la tea encarnizada,
cuenco siempre vacío, porque pide
la fuerza que se gasta por sí misma
en su propio ejercicio acompasado.
Los mendigos transitan noche y día
por la deshabitada inmensidad
del enemigo sexo.
En tropel anhelante se declaran
por caminos y plazas y cloacas,
y ensenadas remotas de la escoria,
contra los senos duros de la noche:
allí tropiezan con la carne tensa
—el coral y el marfil de ardiente caño
de donde escancian el licor siniestro.
Los mendigos se acercan tumultuosos,
invaden la ciudad.
Vienen del pozo donde reina el hambre
—hambre de clavel duro—
pozo insomne, sin ángeles ni estrellas.
Estos mendigos que parecen hombres
y ostentan un bigote inoportuno
y pantalones y corbatas tristes,
son mujeres que el sexo han recobrado
en el umbral paterno:
la refractaria vestimenta errada
no duele ya en sus vidas.
Aúllan y suplican, exhibiendo
las carnes en suplicios femeninos
(si: cejas depiladas, colorete,
perfumes incitantes,
invisible el corsé, la falda ausente
envolviendo al mendigo en su ropaje
legítimo, legítimo).
Su gemido lastima las braguetas
y ni la miel ni el vino los consuela:
pocas veces consiguen
el racimo embriagado con sus uvas.
¡Oh, paso enardecido de la hembra,
oh, risa que penetra en los sobacos,
mientras se abre de piernas el crepúsculo!
¡Oh, embriaguez de bacantes
que se esconde en el hueco más remoto
para imitar pudores de doncella
mientras la tarde se recuesta y llora!
¡Qué ardor invulnerable se desata
en esa carne indócil, no fecunda!
¡Qué fuego se alza y gime
y reclama otra carne más secreta!
Suplicio de vinagre que corroe,
incendio inextinguible que no arde,
y compás que procura el equilibrio
en jadeo, sudor y llanto dulce.
¡Y cómo se retuercen los mendigos
implorando la piel que no los calma,
el olor de los cuerpos deslumbrados,
la caricia con porte de neblina,
el tímido placer,
la mirada de amor incandescente!
Los mendigos se emboscan
en los hondos recodos de la sombra,
e imploran a los padres de los vicios
el gusto ignominioso del deleite.
Por las calles indagan, desgarrados,
se asoman a los cuerpos, sin recato,
observan la algazara de las ingles
y piden esponsales fugitivos.
¡Qué rosas tristes su camino agosta!
¡qué indignación sensata
despiertan en los cuerpos reclamados
para gozar del estallido sumo!
Poderosos señores con su cuenco
mendigan al obrero de la carne
—mercaderes que cambian sus lascivias—.
Mendigan periodistas y pintores,
empleados y frailes y ministros,
y el pobre con su gracia picaresca.
Trafican con dinero, con pasión,
con la esperanza que se yergue inmóvil
en el centro celeste de sus seres,
y un sólo afán los acompasa: el ritmo
silencioso que exigen
a Venus en la arena del deseo.
Hay también los mendigos subrepticios
que accionan con el cuerpo interrogante,
o acercan la furtiva mano helada
al cuerpo inaccesible,
o piden desde lejos, temerosos,
con ojos transitorios.
Y aquellos fariseos, embozados,
que empuñan sus mujeres y en secreto
el frenesí prohibido solicitan
y en el solaz viscoso, solitarios,
agotan a gendarmes y lacayos.
Por negros prados los mendigos crecen,
por terrazas de llanto se revelan,
por playas lentas se decoran de algas
y por asfaltos y cornisas vuelan
y bordan en la brisa sus anémonas.
Envidian a Julieta y aún a Ofelia
en la pálida orilla de la muerte,
y a Desdémona amada
por el celo asfixiante del marido,
y a la mucama con preñez reciente,
y a las mujeres que se pierden, hoscas,
por el hombre indudable.
Sus telarañas por las calles tejen
los mendigos y acechan
al atleta de torso sobrehumano,
al boxeador con llamas en el golpe;
buscan el muslo ardido del ciclista,
el cuerpo soñador de los muchachos,
del rústico dormido,
del viajero en los trenes negligentes
y todo pantalón con sexo propio.
La tiniebla del cine los ampara
y el marinero, el soldado, el provinciano,
el esposo imprudente o fugitivo,
el inocente joven con su fuego,
el novio apasionado en los zaguanes,
con fiebre desdeñosa les responden
a veces, otorgando negligentes,
la calavera de la flor abierta
para el polen nupcial de una quimera.
Agazapados los mendigos piden.
En vano, amor, en vano te reclaman;
te ocultas al pedido del durazno
y al corazón que se derrite siempre:
el fuego serpentino que ilumina y
aproxima los cuerpos a los cuerpos
llevándolos al cielo y a la estrella,
los despierta en el lodo inextinguible.
Si: los mendigos de sinuoso andar
en las corolas de la sombra piden,
inclinan la testuz,
se arrodillan al monstruo apetecido,
sagrado monstruo que los preña de odio
con el líquido amargo del error
y les deja en la lengua gusto a infierno.
El estéril bajío ya inundado
por las salobres aguas del amor,
no se calma: es la espuela que lacera
y otra vez los empuja hacia el camino,
a la deshabitada inmensidad
del sexo indiferente,
con los cuerpos abiertos de codicia.
Y la invisible cola de sus trajes
de novias inmutables
con paso remolón o paso esquivo
arrastran falsamente pudorosos,
mostrando la mujer que se dibuja
en el perfil —angustia— del deseo.
tendebantque manus ripae ulterioris amore.
Virgilio
Referencia: Ediciones del Agua (Francisco A. Colombo editor), Buenos Aires, 1954.
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