Detrás de un título espectacular, Aquí se restauran niños y vírgenes, Verónica Barbero arranca una serie de relatos incómodos, violentos y extraños. El libro, publicado por Minibus ediciones en 2018, tiene un gran mérito a veces olvidado en la literatura argentina actual: la creación de un mundo con sus propias reglas.
Ese pequeño mundo está poblado por objetos y personajes asfixiantes que recuerdan a Silvina Ocampo pero también a Héctor Lastra y a Amalia Jamilis. El cejijunto, el cuadro del Sagrado Corazón, el chico de la honda, el gato Porfirio, el mameluco hechizado son algunos de los elementos narrativos que otorgan densidad a la propuesta de Barbero.
Si Aquí se restauran... arranca de un modo desconcertante, luego una trama se va urdiendo ante la lectura y ese mundo provincial y fantástico, añejo y atrapado en un eterno presente, inocente y violento se vuelve autónomo. ¿Cuándo perdieron los escritores argentinos la confianza en la literatura como máquina creadora de universos?
Verónica Barbero intenta recuperar ese gesto demiúrgico en su primer libro de cuentos Aquí se restauran niños y vírgenes. Al cerrarlo esa atmósfera de tensión inocente queda incómodamente mezclada con nuestra propia realidad y miramos abajo de la cama con miedo de encontrar al cejijunto que acomoda sus cuchillos con paciencia y desconfianza.
Muy amablemente Verónica Barbero cedió este, uno de los mejores cuentos de Aquí se restauran..., titulado "Mameluco".
Mameluco (Verónica Barbero)
La abuela acercó su cara a la mía, pensé que iba a darme un beso pero le dijo al botón: —¡Listo! —mientras lo abrochaba en la base de mi cuello. La palabra activó la tela que se ajustó a mi cuerpo, cubrió mis manos y mis pies, también mi boca dejando afuera mis ojos que se llenaron de lágrimas y mis pelos desgreñados. La etiqueta con la marca, cosida sobre la prenda, presionó mi nuca obligándome a agachar la cabeza. Ese lunes, y sé que era lunes por el portazo de mamá al irse a trabajar, lo último que vi a la altura del horizonte fue el mameluco de la abuela igual al mío. De haberme dicho que iba a usarlo siempre, yo hubiera elegido un vestido que haga juego con mis aros. Recuerdo la cara de mamá al verme, aseguraba que me quedaba hermoso aunque estaba sucio con manchas de sangre y olor a cebollas, igual al de ella.
—Todas lo usan desde que cumplen seis —dijo—. Le pongamos un nombre para que se hagan amigos —y se quedó mirando al mameluco sin que se le ocurra ninguno. Yo ya lo conocía de antes, colgado en una percha juntos a otros iguales adentro del ropero de la abuela o paseándose por la casa, siempre sucio, siempre azul, con la forma de otros cuerpos. Me quedaba como cosido sobre la piel, yo tenía la esperanza de que, cuando me haga grande, las costuras cedan y me permitan usar ropa diferente con telas menos duras, con confecciones menos tensas. Tan ajustado lo sentía en las rodillas que desde ese día me deje llevar por él, caminando con pasitos cortos. Aquella tarde salí a la puerta de casa para presentar el mameluco a mis amigos. El chico que me gustaba clavó su mirada en la prenda, estábamos solos en la vereda, se acercó con su mano extendida hacia mi cara. De un bolsillo del mameluco asomó un papelito escrito en letra de molde: “HAY QUE ABRIR LA BOCA Y CERRAR LOS OJOS.” Yo, por el olor, sabía que el chico no me ofrecía un caramelo pero el mameluco dejó al descubierto mi boca.
—¡Aca seca! ¡Comiste aca seca de gallina! —se rió el chico y después salió corriendo. Volvió dispuesto a atacarme con una pata de pollo a la que todavía le colgaban unas hilachas de carne. Mamá y la abuela me recibieron con orgullo cuando llegué a casa con los primeros garabatos de grasa sobre el mameluco.
—Tu madre nos arruinó la vida, era una mujer insoportable —le dice mamá a la abuela—. Mirá lo que se le ocurrió regalarte para tu cumpleaños —y señala el ropero que es una molestia en el centro del living porque la abuela no quiere que lo muevan, está ahí desde que lo trajeron hace años.
—No pienso abrirlo —dice mamá. Ojalá explote.
La abuela no le hace caso, sigue concentrada en la cocina revolviendo una olla. Yo no tengo miedo de abrir, allí guardo mi colección de moños, aunque la tengo abandonada hace tiempo porque tengo que hacer lugar a los papelitos que salen del bolsillo. Al comienzo las instrucciones brotaban de a tres o cuatro por día pero la frecuencia va en aumento según pasa el tiempo. Deben guardarse una vez cumplidas, están escritas en forma muy prolija sobre rectángulos de papel blanco que miden siete por siete por lo que es fácil apilarlas en columnas que, a medida que crecen, van desplazando a mis moños hacia un costado. Alguna vez he pensado en tirar algún papelito pero de inmediato aflora una orden del bolsillo y aleja ese pensamiento: “HAY QUE REPASAR, HAY QUE REPASAR.” Releo las instrucciones una por una y vuelvo armar las torres. Tengo la certeza de que las reglas no son elegidas al azar; son parte de un código que sólo el mameluco conoce y deben cumplirse urgente. Las prescripciones parecen de una naturaleza antigua porque pueden ser feroces, como desollar vivo a alguien, o delicadas como no torcer el cuello de una gallina delante de los niños. Las que le tocan a la abuela dicen: “HAY QUE CUIDARLOS.” Ella no las cumple, por eso le salen repetidas, ya que los bebés se le mueren en brazos invariablemente. Ella deja sus cuerpitos bajo el cuadro del Jesús que te mira, el que ella dice que los convierte en ángel.
Las hileras de papelitos crecen tanto que tocan el techo del ropero. Apoyo sobre la primera pila la orden cumplida de hoy temprano: “HAY QUE COGÉRSELO AL VIEJO.” Eran las nueve de la mañana, yo estaba en la cola de la caja del súper, parada detrás de un señor con tos. Calculé que tendría unos ochenta años, me pareció muy viejo pero otro papelito insistió: “HAY QUE COGÉRSELO A ESE VIEJO.” El mameluco tomó de la mano al viejo y lo llevó tras una góndola; se desabotonó solo sin que yo pueda evitarlo. Me dejó ver desnuda e hizo entrar al hombre. Fue un sexo quieto, entre los tres: el mameluco abrazándonos, el viejo escupiéndome mientras tosía y me besaba. No pude evitar limpiar con mi lengua la flema que chorreaba de su boca.
Guardo en el ropero esta prescripción cumplida durante la mañana, tratando de no desordenar la hilera. Los moños se resbalan hacia afuera, casi no les queda espacio. Como si hubiesen cobrado vida, se desparraman por el piso de la casa en un intento de no ser devorados por las torres de órdenes monstruosas. La abuela los levanta de a uno mientras barre y los prende con un alfiler de gancho a mi mameluco del que cuelgan marchitos, descoloridos.
Ya olvidé cómo es mi cuerpo desde aquel lunes en que la abuela me regaló la prenda. Sólo la mirada sobre él de Gertrudis, la vecina, me recuerda que lo llevo puesto. Ella pasa mucho tiempo asomada sobre el hueco donde se desmoronó la tapia. La abuela dice que no hay que tenerle miedo, que no lo hace para espiar, sino porque ahí lava la ropa y de paso nos cuida la casa. Yo no le tengo miedo a ella sino al lunar sobre su frente donde palpita una idea fija sobre la que no quiero preguntar porque incomodaría a mamá y a la abuela, estoy segura que la respuesta implicaría una explicación larga y, desde hace un tiempo, ellas optaron por hablar poco, con frases cortas ya que sus voces y la mía retumban adentro de los mamelucos y casi no nos entendemos entre nosotras.
Ya tengo la altura suficiente para mirar qué hay al otro lado de la tapia, el mameluco lleva mis pasos hacia allí. Puedo ver un pasillo angosto con una pileta de lavar y una ventana en penumbras donde no se ven focos ni lámparas, la sombra de Gertrudis sobre la pared se agranda a la luz de las velas. Su vestido se abre abajo como paraguas, deja al descubierto sólo su cara lisa y sus manos. Las paredes del lugar están llenas de estantes con rollos de una tela áspera como la de mi mameluco, sobre uno de ellos descansa la gata negra, la de los techos como la llama la abuela. Por ella, duermo tapada hasta la cabeza porque entra por las noches en mi cuarto y no hace ruido cuando brinca sobre mi cama.
—¿Acaso me han abandonado? ¿Dónde están mis sirvientes? —Gertrudis habla con voz grave haciendo sonar las eses como zetas, es la única persona que conozco que hable así—. Vaya novedad, hojeando esas fotonovelas en horario de trabajo. ¿Quién te has creído que eres? ¡Vuelve a tu labor! —le dice a la costurera wichi y le planta un varillazo en la espalda, parece que no le duele porque ella se inclina y canta.
Roza con sus trenzas negras la tela que cubre la mesa y corta siguiendo los contornos de unos moldes con distintas formas, unos de manga y otros de cuello de camisa. Gertrudis se sienta a la par, toma una tira larga de papel que después corta en rectángulos y apila a un costado. Su cara es una luna llena, resaltan sus labios pintados de rojo y el pelo negro tirante hacia atrás. Cuando la costurera wichi eleva su voz, el lunar late en la frente de Gertrudis y, con esa cadencia, escribe sobre los papelitos. Si el canto es violento así son los trazos que imprime, en otros momentos, se vuelve dulce y los ojos achinados de Gertrudis se ablandan. El trance concluye cuando la costurera wichi termina de cortar las piezas. Ambas descansan en silencio. La gata de los techos se despereza y restriega su cuerpo contra uno de los rollos.
—He asumido el compromiso de lograr la verdadera transformación, la que jamás pensamos presenciar, con toda la carga de responsabilidad que eso conlleva. Por eso se debe tratar con sumo cuidado el género, sus filamentos son inteligentes y muy sensibles, con muchísimas virtudes para ejecutar tareas que exigen esfuerzo, sacrificio, claridad de ideas, guiadas por una gran energía que la encauza mi sentido de prudencia y equilibrio —Gertrudis habla como si estuviese subida a una tarima ante una multitud—. He aceptado toda responsabilidad de la carga de la creación de las normas que nos permitirán desarrollar las vidas que aspiramos, fortalecer las capacidades y dar contenido real. Existen fuerzas poderosas que me guían, sabemos que el esfuerzo para crear bases estables pasa justamente en superar las deformaciones asentadas en la mentalidad colectiva, en superar lo antinatural, con el deseo esperanzado, con la cabeza y el corazón y la mirada hacia el futuro. ¡Pero tú qué puedes saber de esto! No has imaginado algo así en tu vida. Tú sólo piensas indecencias como las que empleaste para seducir a mi hijo.
La gata de los techos lame un pedazo de tela que cuelga de la mesa como si quisiese comprobar lo expuesto por Gertrudis. Ella la aparta de un manotazo.
—Este animal nunca duerme. Anoche no la echaste afuera y no me dejó dormir. Aunque sea muy cariñosa no la quiero adentro.
Es raro, la gata no se despegó de mí en toda la noche, creo haberla bajado entre sueños varias veces.
La costurera wichi suspira.
—Aquí no puedes quejarte, en mi casa no tienes ni voz ni voto —dice
Gertrudis—. Qué equivocada estabas empeñada en casarte con un noble hidalgo español para lucirte. Lo persuadiste, creías que tu descendencia vestiría encajes, india infeliz! ¡Toma y cose sus atuendos! —le tira un nuevo rollo sobre la mesa. —Será mejor que no olvides que sólo a mí responde la unidad de procesamiento que recibe los datos, así se lo he pedido al fabricante, soy la viuda del noble hidalgo, tengo mis influencias. Todo está bajo mi control, tanto la recepción de los datos como su procesamiento, la información que resulta es interpretada según mi criterio —camina de una punta a la otra del pasillo con una sombrilla que la cubre del sol, elevando tanto el tono de su voz que seguro la escuchan mamá y la abuela dentro de mi casa—. Es imposible que escapen de la maldición. Tu estirpe está condenada al dolor y al constante sometimiento hasta la séptima generación. Así lo digo.
El mameluco presiona levemente mis antebrazos como una caricia. ¿Sabrá de quién habla? Yo prefiero no conocer tanto acerca de su esencia además me da vergüenza que ella se refiera a él de esa manera.
La costurera wichi toma la tela, la extiende sobre la mesa y se ponea cantar otra vez.
Gertrudis apoya la punta del lápiz sobre el papel pero se detiene, las palpitaciones del lunar no siguen el ritmo.
—Se me ocurre un experimento para comprobar la resistencia de la tela. Hay que seguir las ideas, las ideas quedan, debemos evocar las certidumbres, esa es mi función. Por favor, deja ya tu canto.
Mi bolsillo hace ruido al asomar un papel, la costurera wichi levanta la vista, no le da tiempo al mameluco a esconderme, ella me mira con una sonrisa desanimada y tierna. “HAY QUE ENTRAR, NADIE TE VA A CUIDAR COMO ÉL.” El papelito resbala de mi mano y cae al piso. Mis pasos me alejan de la tapia para llevarme hacia la calle, hasta una casa pintada de rojo en la misma cuadra. Sobre la fachada, un tipo espera apoyado contra la pared, cuando me ve chasquea sus dedos como llamando a un animalito. Mi corazón se acelera cuando me invita a entrar y pone la tranca en la puerta. Lame mi mameluco dejándolo pegoteado. Después me pega en la cara, me escupe y dice que soy su puta. Se enoja cuando se le quiebran las uñas al arañar el género áspero que me cubre. En algún lugar, los labios pintados de rojo de Gertrudis sonríen por el éxito de la prueba. El mameluco me lleva a descansar sobre mi cama. Esta vez lloro, lloro dentro de mi amigo, la tela roza mi piel. Me duelen los brazos y las articulaciones, sólo quiero dormir aunque mis pensamientos jamás llegan a la superficie. Vomito sobre la almohada.
Está oscuro todavía, me despierta un griterío desde el living.
—¡Traigan una ganzúa! —Gertrudis y la costurera wichi tironean la puerta del ropero que está trabada. Cuando ellas entran por las noches a colgar los mamelucos, nosotras hacemos como que no las vemos lo que hoy es imposible por el escándalo que armaron.
—¡No rompan la cerradura! Ya abro —hago girar la manija, hace un sonido leve en el pestillo, algo salta desparramando en el piso los papelitos. La gata negra de los techos choca contra mis piernas y se mete debajo de mi cama. Un cono de luz se filtra por la puerta entreabierta, ilumina sus ojos amarillos que miran mi mameluco con una extraña fascinación.
“HAY QUE DARLE DE COMER.” dice un papelito en mi bolsillo.
—Yo no escribí eso —Gertrudis mira la lapicera que empuña en su mano derecha la costurera wichi—. ¿Quién te imaginas que eres? ¿Cómo te atreves? —levanta su brazo amenazándola. La otra mujer la empuja y ruedan juntas por el piso de la casa.
Mamá y la abuela, levantadas por los gritos, las ven pasar.
—Ya es hora de que alguien les avise que están muertas —dicen entre ellas.
“¡NO HAY QUE DARLE DE COMER A ESA BESTIA!” Sale un papelito con esa leyenda.
—¡No es una bestia! —mi voz se pierde hacia adentro del mameluco.
Camino dos pasos y aparece otro papel: “¡HAY QUE DARLE DE COMER AHORA!” y otro papel: “NO, NO HAY QUE DARLE.”, salen uno, dos… seis.
Gertrudis y la costurera wichi han abandonado la pelea para escribir papelitos que desaparecen, pero no salen ya de mi bolsillo, como si algo adentro se hubiese roto.
—Vamos a darle de comer —digo. Me parece extraño, las palabras se escapan entre las rendijas de las costuras y se propagan por el aire. Traigo la olla de la abuela con la sopa y la apoyo sobre el piso junto a mi cama. El humo de la comida caliente flota alrededor de la gata de los techos haciendo formas estrambóticas que al separarse dejan ver sus miembros huesudos con llagas. No come, su boca está llena de papel y respira con dificultad. Coloco mi mano sobre el lomo, siento su corazón que late agitado parece estar muriendo.
Ya amanece. Del ropero viene un llanto de bebé.
—¿Qué es esto? ¿Ya me morí y estoy en el limbo? —dice mamá.
La gata negra acaba de parir en el interior, descolgó de las perchas los mamelucos y los deshilachó para formar el nido. Se comió la mayor parte de las torres dejando unos cuantos rectángulos aplastados entre pelos y sangre.
—Hay que matar a esa gata inmunda y a su hijo, traigan el veneno —dice Gertrudis.
—Me mato si no la dejan que se quede. Estoy cansada y decepcionada. Menos gastos para todos —dice mamá detrás de mí, saca la corbata que usa bajo su mameluco y estira su brazo hacia arriba como si fuese a colgarse de alguna viga imaginaria—. Hay que irse de esta casa. Está maldita.
La abuela con sus brazos abiertos se interpone entre Gertrudis y el ropero, le recuerda es de su propiedad y que no es asunto suyo lo que pasa ahí adentro. Ruega que no maten a la gata y al gatito porque ahora son de la familia y se desmaya.
Introduzco mis dedos en la boca de nuestra gata redentora para extraer los bollos de papel atorados en su garganta. Todavía quedan trazos desteñidos, parecen jeroglíficos que dan cuenta de la caída de algún imperio. Lanza un maullido débil y toma una última bocanada de aire antes de quedar inmóvil bajo mi cama. Gertrudis se apodera del gatito gris en el ropero.
—Tráiganlo aquí que le doy el pecho. ¡Ay me muerde! Qué lindo bebé, deben quedarse con éste, van a llamarlo Porfirio y sus ojos grises no se cerrarán jamás —ella lo esconde bajo su miriñaque. El gatito araña sus piernas y lame su sangre.
Barbero, Verónica (2018). Aquí se restauran niños y vírgenes, Tucumán, Minibus, pp. 11-17.
No figuran sus libros en la web y en lugar de ella sale una diputada española.
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