Este sitio no tiene más que tres puertas de salida, la locura y la muerte.
René Daumal
Un ámbito reducido, casi como oposición a la continuidad de la obra visible y expuesta y con un hambre infrecuente de coherencia; achicamiento de las señales que son tantas, hasta volverse nada más que una frase: desde hace algunos años parece tratarse de algo poco menos que inevitable.
Y sigue siendo así: volver a Pavese (el arranque de un texto, cierta nota de diario, su cadencia) es, paradójicamente, como volver a la memoria: algo más bien ocre —o fluyente— que hace a su obsesión central por la memoria después transformada en mito o en la presuposición del mito, pero que también representaría una distancia que un día debimos aceptar en relación con él: hablo, por supuesto, de vicisitudes más cercanas, como las que siempre terminaron por inquietarlo. Volver a una lectura incluso desatenta es recuperar un sabor que no puede olvidarse: la brazada de Pavese (sin gotas por el aire, ni estruendo) se queda sin nosotros aunque al mismo tiempo nos recupera por resonancia. Pero volver a ciertas páginas suyas, sobre todo en este caso, es volver a aquel bar con la escalera de incendio sobre el mingitorio, en la misma ciudad, entre montones de papeles manuscritos y de sobreentendidos, justo cuando acumulábamos aquel material —nuestra primera vez— para una revista sin grabados y con un epígrafe suyo que, por supuesto y tal cual la añorábamos, nunca apareció.
Sin duda, el pornográfico asunto del paso del tiempo no es más que una coordenada al pajarraco estupefacto que también lo alude como tensión, y hasta como desasosiego; si alrededor de aquella misma mesa en aquel mismo bar, al principio de casi todo, formábamos o no parte de lo que suele entenderse por una generación, resulta todavía más inexplicable.
Pero lo cierto es que nuestra finalidad por entonces precisable era dar, nada menos a partir de un momento bastante futuro, con una voz propia (la palabra voz ya parecía del italiano) que a su vez diera con un ritmo que a su vez pudiese vincularse, de cierta manera que ya nada ni nadie podría explicarnos, a la respiración de una lengua. Claro que también alentábamos la esperanza bastante comprensible —Pavese la había alentado a su modo, o simularía creerlo— de completar cuanto antes una ideología (la palabra espectacular de entonces donde cabía una estética) capaz de demostrarnos la continuidad del mundo, e incluso de descenderla hasta nuestro nivel de aprendices.
Sin embargo aquella insistencia en rastrear una noción de poesía prosperó con tanta tenacidad que poco a poco una especie de desierto literal empezaría a meterse en la ciudad, y en el bar. Pavese, a su modo, se movía a sus anchas en aquella alegoría; sin camello, con sus lecturas inconcebibles en Italia, como hombre de ideología pero al mismo tiempo como sospechoso de tedio frente a la simplificación desatada. Éramos tres, en ciertas ocasiones hasta llegamos a ser cuatro, aunque en honor a la verdad de entonces y excluyendo los amores, nunca pudimos superar esa limitación, esa capilla: años semi silenciosos y bastante cohibidos de la afonía apechugada, de intentos casi secretos por desagigantar la diversidad libresca y los hábitos de cultura comprendedora que parecían obstinarse en exceder sus límites hasta el extremo de invadir la actividad literaria específica: y el arte, según él, seguía siendo una cosa seria, a lo sumo tan seria como la moral o la política.
Entonces ya había tenido lugar lo que hoy ya es casi memoria del propósito y en aquel momento significó el primer decaimiento frontal de la mala conciencia en relación con un trabajo abiertamente específico: la edición de El oficio de poeta, título del apéndice de Lavorare stanca a que admitía la recopilación demasiado ceñida de textos originados en otro tipo de desierto: la pobreza del realismo que lo acorralara se volvía poco a poco un particular paisajista —algo irritado— de Hieronymus Bosch.
Tuvo lugar aquel no iremos al pueblo porque ya somos pueblo y ese ir ya es mala conciencia; no hay tal antinomia poesía-prosa excepto para los casos de sordera incurable; aceptar las voces que me marcaron es humildad porque orgullo quiere decir la suposición garrafal de que no me marcaron; poesía no es otra cosa que reiteración; toda escritura es una ética (o una sospecha bastante parecida a una escritura).
Muchas estúpidas barreras cayeron en aquellos días
El Borges más cercano sabe —y nada menos que aprovechándose de Swift— en qué medida un hombre, más que en la sucesión de sus días perdura para nosotros en unas pocas frases terribles. No es el caso de Pavese (y procuraré señalarlo) pero es el caso de aquel Pavese en ese bar al fin de cuentas latinoamericano mientras muchachas un poco lánguidas, con ciertas señales del porvenir en la frente, saludaban agitando novelas de Sartre en el extremo del brazo.
Al mismo tiempo Pavese fue para nosotros obstinación incorroborable y solitaria de un oficio, una historia que pudimos no conocer si se hubiese dedicado a la ebanistería, pero que no habría sido esencialmente distinta. Fue la corroboración de un ciclo total en la relación con el instrumento dado y asumido como único, querido como único, o como destino. Tal vez por esta misma causa admite —y simultáneamente excede— cualquier tipo de enfoque aproximativo: como patología, como épica del sufrimiento, como sadista tímido, como pura reducción a un ritmo y también como vida (y obra) capaz de haber demostrado sin proponérselo nunca, a causa de aquella fidelidad, todo lo precario y lo suficiente de un instrumento abrumadoramente jerarquizado, que siempre nos excede en misterio y situación.
Llevó un diario misógino, idéntico a sí mismo, pero lo llevó hasta una semana antes de convertirse en el personaje insustituible y responsable del desenlace insustituible (“estoy enfermo de literatura”, confesaba en alguna parte); llevó el balance permanente de su obra acaso dominado por la moral de la ausencia, pero nunca lo hizo a manera de prosa, sin el sentimiento último de aquel ritmo que lo volvía posible; escribió algunas novelas que empobrecían su poética y se aproximaban al contexto, pero no dejó de rumiar la poesía como nostalgia de sí mismo, como posible generosidad consigo mismo.
Aquella extraña, casi pueril conjetura de la indigencia de la propia situación en el tiempo (el fantasmón del pajarraco): un costado que no sólo tocó como vicio porque en sus páginas más luminosas surge como posibilidad incalificable de un telón de fondo, obvio y replegado, para la alegría independizada de trabajar con palabras. Entre esa alegría y el silencio que conoció, Pavese también colaboró en alentar una rara certeza: que todo poema, todo párrafo —casi toda palabra unida a otra— es la historia secreta de una carencia.
Siempre, al retomarlo, algo vuelve a sobrecogernos en su relación con la lengua: algo que no puede definirse del todo porque en este caso se desvincula de aquel bar para volverse la otra memoria de una frase que todavía buscamos, de ese punto y aparte que nos comenta: respiración —no hay otra palabra— inconfundible de lo transitorio, eso que está más acá de su gesto inevitable, de aquel vivir trágicamente que en todo caso se volvió perpetuidad de la adolescencia.
Inclinación al trabajo de cada día (“lo único que tiene un sentido y una esperanza”) a pesar de las trabas enormes del que está preso en su propia condición y, para colmo y por la misma causa de cada día, se atreve a comprobarlo. Más limpiamente emocional que Camus (siempre vuelvo a pensar en las semejanzas), es menos francés o nada francés: algo, que debió lamentar, terminó por negarle ser del todo “europeo”. Pavese está demasiado solo, o demasiado orgullosamente convencido de su humildad.
Para nosotros, en aquel entonces, fue una presencia providencial, poco a poco monocorde y sofocada, sin otros caminos posibles que el de oficiar su retórica, pero capaz de señalar como muy pocos una amplitud tácita en esa relación personal (y necesariamente apasionada) con un lenguaje evasivo que era a su vez la búsqueda de una manera de vivir, o de admitir que no vivimos.
La presente recopilación de trabajos críticos (aparte de pretender que se establezca una “discusión en sí”) procura articular una frecuencia, una frecuencia italiana y actual a manera de coro, o de eco de un coro que se merezca aunque más no sea en parte, aquella vocación.
Roma, febrero de 1971.
En AA. VV., Cesare Pavese y los intelectuales italianos, Venezuela, Monte Ávila editores, 1972.
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