J. RODOLFO WILCOCK
La sinagoga de los iconoclastas
Historia Augusta
MARCEL SCHWOB
Vidas imaginarias
Volviendo a tomar La sinagoga de los iconoclastas para escribir acerca de él—tras haberlo leído hace unos diez días— experimento algo así como una ligera sensación de terror. ¿Cómo es eso? Cuando lo leía me había divertido mucho, incluso a veces reía en voz alta, a solas, como un locuelo. Ahora mi mirada recorre estas páginas, reconoce estos nombres y estos apellidos, estos títulos de libros, estas fechas de ediciones: y una sutil desazón me da como una sensación de náusea, un deseo de olvidar.
Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino acaba con esta frase: «El infierno de los vivientes no es algo que será; si es que hay uno, éste es el que ya hay aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y formar parte de él hasta el extremo de ya no verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje constantes: buscar y saber quién y qué cosa, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que duren, darles espacio».
Pues bien, estas dos maneras de entablar relación con el infierno para no sufrirlo, no prevén el caso de Wilcock. Ciertamente él no pertenece a aquella mayoría, digamos silenciosa (en realidad habla el lenguaje de los motores, de las radios portátiles y de las televisiones), que acepta el infierno, forma parte de éste y ya no lo reconoce; pero tampoco pertenece a la élite afortunada que en el infierno busca algo que no es infierno.
Más aún: Wilcock sabe, antes que cualquiera otra cosa, desde siempre y para siempre, que no hay otra cosa que el infierno. No se plantea ni siquiera de la manera más vaga y genérica (como Calvino) la hipótesis de que haya algo fuera de éste. Ni siquiera sueña remotamente que pueda haber alguna manera, incluso ilusoria, de no sufrirlo o, por lo menos, de ignorarlo. Entonces, ¿qué es lo que distingue a Wilcock de la mayoría silenciosa? Está claro, aunque sea terrible: él acepta el infierno, como la mayoría silenciosa, pero, contrariamente a la mayoría silenciosa, no forma parte de él y por lo tanto lo reconoce. He aquí delineada una condición de «extrañamiento». El aceptar un hecho por pura y simple objetividad, y no formar parte de éste aún reconociéndolo, obliga a Wilcock a mantener con este hecho una relación trágica de extraneidad: a la que no le está permitida solución alguna, ni siquiera provisoria o irrisoria. Cuando la tragicidad se reduce a carecer tan completamente de ilusiones, no puede sino transformarse en comicidad.
Visitante-condenado del infierno, Wilcock, ardiendo entre las llamas o debatiéndose en la brea hirviente, observa a los otros condenados: pero, pese a sufrir —como es natural— de manera salvaje, en este observar suyo los encuentra ridículos. Su riente mirada cadavérica se posa sobre todo en los condenados que de alguna manera se le parecen, pertenecientes a su área, a su especialización. Pero su irresistible comicidad de condenados no lleva a Wilcock a mofarse demasiado, ni a sentir clase alguna de piedad por ellos. Describiéndolos, simplemente concretiza su propia condición de «extraneidad»: la concretiza en una forma de distanciamiento lingüístico que, efectivamente, es casi filológico; y decididamente filológico lo es en su aspecto de «ficción» narrativa.
Pero ya es hora de explicar con palabras más pobres de qué se trata. Wilcock ha simulado ser un enciclopedista, armado de una erudición pavorosa, capaz de todo y, al mismo tiempo, capaz de simplificarlo todo. Para decirlo mejor, he aquí: Wilcock ha simulado ser un enciclopedista al que un editor ha encargado redactar determinado número de «voces» para una enciclopedia divulgativa. Estas voces se refieren a hombres de ciencia, inventores, utopistas, ensayistas y filósofos. Y Wilcock redacta estas «voces» suyas con tanto escrúpulo, diligencia, vestimenta profesional, que, si he de decir la verdad, al abrir el libro he creído que se trataba de nombres verdaderos, de hechos realmente ocurridos. La página sobre la que se había posado mi mirada era la siguiente: «Según Charles Carroll de Saint Louis, autor de El negro es una bestia (The Negro a Beast, 1900) y de ¿Quién tentó a Eva? (The Tempter of Eve, 1902), el negro fue creado por Dios junto con los animales con la única finalidad de que Adán y sus descendientes no careciesen de camareros, lavaplatos, limpiabotas, encargados de las letrinas y proveedores de servicios análogos en el Jardín del Edén. Como los demás mamíferos, el negro manifiesta una especie de mente, algo así como un intermedio entre el perro y el mono, pero está completamente desprovisto de alma. La serpiente que tentó a Eva era en realidad la criada africana de la primera pareja humana. Caín, obligado por su padre y por las circunstancias a casarse con su hermana, eludió el incesto y prefirió casarse con una de aquellas monas o sirvientes de piel oscura. De aquel matrimonio híbrido han brotado las diferentes razas de la tierra...».
¿Acaso no es atendible como teoría racista de primeros del siglo XX? Posteriormente Wilcock describe a teóricos y utopistas más espantosos aún, provistos de nombres centroeuropeos, anglosajones, latinoamericanos, absolutamente absurdos, casi de teatro de variedades, e inventores de artilugios, maquinarias, sistemas filosóficos todavía más absurdos: y, sin embargo, ninguna de aquellas figuras y ninguna de aquellas invenciones es más ridicula y estúpida de lo que lo hubieran sido en caso de ser reales. Una vez cerrado el libro, hemos leído una verdadera antología de biografías de hombres de pensamiento.
¿Qué es lo que da a este libro tan fuerte sensación de realidad? Es, sobre todo, el surrealismo: efectivamente, es en el surrealismo donde Wilcock invierte la vena cómica con que hace que sea aceptable la patética maldad que le hace identificar el mundo en su totalidad con el infierno. En otras palabras, él aprovecha las teorías de sus héroes para hacer de ellas unas piezas de magistral literatura onírica: de manera que dichas teorías no son ya cosas sencillamente alocadas, propias de genialoides destinados al manicomio, sino que, convirtiéndose en «visiones» a través del estilo de quien las describe, recuperan una realidad poética que se proyecta sobre ellas restituyéndolas a la universalidad que habían perdido en la miseria de la locura. Se convierten —si queremos— en unas perfectas metáforas de análogos descubrimientos, invenciones, ideologías reales. Naturalmente —así como un cuadro surrealista está pintado con la pinceladita preimpresionista que, con académico cuidado, tiende a la fiel reproducción del modelo— así también la escritura de Wilcock es una escritura perfectamente normal, llana, convincente. Y no solamente por broma (dado que, en tal caso, no nos ocuparíamos del libro), sino con el rigor de una elección estilística que no se ha de transgredir: «... un estilo llano e impersonal es concesión que se brinda a unos pocos, y ciertamente no a un escritor de éxito», escribe Wilcock en la única reflexión directa sobre su propia manera de escribir que hay en La sinagoga.
En este plano de reflexión metalingüística, lo que más sorprende al lector que lee el libro de Wilcock, todo él formado por una serie de piezas breves, cada una de ellas bajo el título (como, precisamente, en una enciclopedia) del nombre propio del pensador, es la curiosidad con que se devora el texto, casi como si se tratase de una intriga policíaca. El suspense que mantiene tan morbosamente la atención es, precisamente, de naturaleza metalingüística, y consiste en la pregunta: «¿Qué inventará el autor en la próxima "voz"?». Y el autor, en nuestro caso, no traiciona jamás, ni siquiera las expectativas más ingenuas (cada una de estas biografías suyas podría ser una magnífica película cómica).
Ciertamente se trata de una coincidencia casual, pero junto con el libro de Wilcock han aparecido por lo menos otros tres libros que se devoran a causa del interés que provoca la misma pregunta: «¿Qué inventará el autor en el próximo fragmento?».
Se trata, ante todo, de la… Historia Augusta, es decir de las biografías —escritas en el siglo IV d.C.— de los emperadores romanos que se sucedieron desde el 117 hasta el 284-85. Son breves novelas en las que la historia está completamente soñada. La acumulación de los sucesos y detalles—debida a la medida breve del relato—acrecienta esa sensación de sueño. He leído, ante todo, en homenaje a Arbasino,* la vida de Heliogábalo: ¿será posible que, en tiempos de Constantino, el «Bajo Imperio» apareciese ya en todo su gusto decadente, como se nos muestra a nosotros? Aquellos siglos que fluyen amontonados, arrastrando pueblos enteros y vidas enteras en menos de un abrir y cerrar de ojos?... Aquellas épocas históricas que tienen menos consistencia que un banquete... Aquellos ordenamientos de pueblos en los que una vida humana parece haber sido substraída a la ley del tiempo, o estar regulada por la ley del tiempo que vale para las mariposas que sólo viven un día... Yo tiendo a abrazar la teoría de Dessau (parece un personaje de Wilcock), que, en Ueber die Zeit und Persönlichkeit der S.H.A., demuestra que la Historia Augusta ha sido escrita por una sola persona, de manera que los seis autores tradicionales (Elio Lampridio, Elio Esparciano, etcétera) habrían sido inventados sin más por aquel autor único, que se ha mantenido anónimo (tal vez por extremado refinamiento).
El segundo libro es un clásico, es decir Vidas imaginarias de Marcel Schwob. También aquí la pregunta que mantiene viva la atención de «vida» en «vida» es la misma. Pero cierta ordenada distribución cronológica, desde la antigüedad clásica hasta el siglo XIX, arruina un poco el placer de encontrarse ante posibilidades imprevisibles. Mejor no leer este libro de cabo a rabo. O, mejor, ir directamente a los relatos más bellos, los últimos, las historias de la adorable puta Katherine la Encajera y del adorable asesino Alain le Gentil, y de ahí en adelante.
También aquí la característica es la acumulación de los casos —a veces aparentemente mínimos— debida a la concentración del relato (una vida entera en dos o tres páginas): el montaje destruye las reglas del tiempo, sustituyéndolas por reglas morales; una vida lo es, no ya en la medida en que es una continuidad, sino en tanto que es una serie de acontecimientos significativos, incluso cuando aquello que los pone en evidencia es una luz de sueño. Pero el tiempo, anulado, se venga incubando su ausencia como una terrible nostalgia, una insoportable sensación de posibilidades no realizadas.
El tercer libro es Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino. Pero de éste hablaré en el próximo número.
14 de enero de 1973
* Alberto Arbasino, escritor italiano pocos años más joven que Pasolini, publicó en 1969 una obra titulada Super-Eliogabalo. (N. del T.)
Fuente: Pasolini, Pier Paolo (1997): Descripciones de descripciones, Barcelona, pp. 27-32.
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