Existe una zona de textos que, por obvias cuestiones editoriales, quedaron afuera de las Obras completas de Rozenmacher (Ediciones Biblioteca Naciona-Colección Jorge Álvarez, 2013). Como mi interés por su vida y obra no cesa, pude recuperar algo de ese material (algunas entrevistas; textos sobre GR y su obra) para publicarlo en este blog. En esta primera oportunidad, va una nota publicada en Primera Plana poco tiempo después de su muerte en 1971. Se trata de una serie de declaraciones que Rozenmacher brindó a Néstor Tirri para el libro Realismo y teatro argentino sobre diversos temas: la generación de autores de 1960, el peronismo, la "literatura comprometida", el teatro argentino, etcétera. Que la disfruten!
Testamento de Rozenmacher
El viernes 6, en Mar del Plata, mientras dormía, murió Germán Rozenmacher. Su esposa había llevado a su hijo menor al hospital; allí descubrieron después de varias horas, que el niño estaba intoxicado por emanaciones de gas. Corrieron al domicilio, pero ya habían fallecido Germán y su hijo mayor, de 5 años.
En 1963, inauguraba la editorial Jorge Álvarez con su libro de cuentos Cabecita negra. Antes, había sido periodista, cantante en un coro, tipógrafo.
En 1964 estrenó Réquiem para un viernes a la noche, una pieza teatral. Seis años después, en 1970, Buenos Aires veía dos sketchs suyos en El avión negro. En esta temporada presentó su adaptación de El lazarillo de Tormes.
Muy pocos sabían que Germán cantaba. Lo hacía en la intimidad, casi en secreto. A fines de 1969 estuvo a punto de debutar en Tua, una pizzería de Ramos Mejía, pero la sofisticación del local, y la de sus dueños, le hicieron abandonar el intento, “porque lo pensé bien y me parece que mientras la gente mastica es difícil que pueda deglutir arte”, dedujo.
Hace unos meses, el redactor Néstor Tirri cerraba un capítulo de su libro, Realismo y Teatro Argentino, con un testimonio de Rozenmacher, obtenido de una conversación grabada por ambos. Artesano del teatro, dejó pautas en donde contemplar, una vez más, sus derrotas e iluminaciones. Actualmente se desempeñaba en el semanario Siete días. Tenía 35 años.
Tengo la sospecha de que nuestra generación de autores y escritores se ha visto resentida y perjudicada por una mala interpretación de lo que se llama “literatura comprometida”. Después de un período de literatura “literaria” (la línea Borges-Cortázar) viene un reflujo, en el que de muchas maneras estamos implicados nosotros, o yo, o una parte de mí que me gusta y no me gusta. Y viene el impacto de lo que está pasando fuera de mí (y de nosotros) con toda su fuerza: el 55, el 60, el 65, de cómo el país sigue al descubierto. El advenimiento del peronismo de algún modo desnuda al país, y nuestra generación tiene el “privilegio” de ver al país descuartizado, y verlo casi desde afuera, sin estar comprometida totalmente con el peronismo ni con el antiperonismo.
No me arrepiento de nada, pero retrospectivamente hay un hecho que es un canto de sirena muy grande: cuando se asume el compromiso como sustituto de la acción, ahí uno mezcla la literatura con la política y con todo, y el único perjudicado es uno, que no es un militante sino un escritor, que no es lo mismo (a lo mejor se puede ser las dos cosas por separado, a pesar de que son oficios muy absorbentes). Si la realidad se ofrece como crónica, se deja de ser un escritor para ser un periodista, y se registran los aspectos más exteriores y más acuciantes de la realidad, que en ese momento son los que sacuden. Pero eso es lo más contingente (palabra tomada con pinzas) del asunto, lo menos esencial. Yo no quería que pasara eso con Réquiem para un viernes a la noche por ejemplo; yo tengo una formación religiosa que quiero asumir no como redención sino como un hecho que tengo que incorporar, y que me hace ver la vida como un transcurrir de 40 ó 60 años pasajeros, en los cuales se lucha inútilmente contra el hecho de que hay que morir. Y se puede justificar o no ese paso por acá. Y, para mí, la literatura es eso, y la revolución es eso también (cambiar el reino de este mundo en último caso), y esto no lo sabía hace diez años, cuando asumimos una literatura comprometida mal entendida.
El hecho de no estar en el peronismo ni en el antiperonismo, a propósito de la experiencia grupal-autoral de El avión negro (junto con Cossa, Somigliana y Talesnik), me coloca en un plano de desigualdad respecto de mis compañeros, porque algunos de ellos podían albergar tendencias antiperonistas, pero en mí no cabía ni siquiera la consideración de esas tendencias, ni en un sentido ni en otro. Yo no era peronista ni antiperonista: era sionista, una especie de ser lunar (no puedo decir que fuera terrible: simplemente era así), lo cual me situaba en la posición casi de un turista frente a lo que estaba pasando. En los demás autores hay una revalorización de aquel proceso que habían enjuiciado y criticado, tal vez desde la vereda enfrente. Pero en todos los casos (incluido yo) había una necesidad de volver a ese fenómeno y meterse en él. Yo no rememoré lo que me había pasado hace quince años, frente al peronismo del 55, y ninguno de los autores incurrió en eso: se trataba de ver qué pasa ahora. En la pieza, se trata de diluir algo que, nos guste o no, está congelado, y que es una lucha de clases, en última instancia; la vuelta del “negro” es fundamentalmente, la reaparición de la clase obrera, con todos los matices y la complejidad que el fenómeno tiene acá. Aunque quepan las objeciones y limitaciones, acerca de hasta qué punto esa clase fue la dueña del poder desde el 46 al 55, es evidente que, como imagen, sí participó del poder, sobre todo para la clase media, y en el balance de ese juego entre ilusión y realidad de la participación, se mueve la pieza, actualizando el fenómeno. Lucho (el del bombo) es un personaje casi trágico, el único con envergadura de personaje (en El avión negro) que tiene vigencia; lo que pasa es que no tiene poder ni capacidad de decisión, y su condición demuestra una falta de organización revolucionaria que encauce y que permita que él se exprese y haga cosas. Pero esa falta de organización tiene que ver también con los esquemas mentales con que Lucho maneja, y ahí aparece un círculo cerrado, sin solución.
Pero mientras El avión negro sigue su curso y establece sus reglas de relación con el público (en un trabajo de actores que esta vez no han modificado ni enriquecido, sustancialmente, las expectativas previas del texto), nosotros, el Grupo de Autores, seguimos trabajando en creaciones nuevas: preparamos materiales de piezas que estamos escribiendo y los leemos y discutimos en cesiones de labor. Yo hice una lectura de borradores de El caballero de Indias, una nueva obra mía, y recibí críticas muy útiles para definir con claridad objetivos de la pieza que no estaban del todo claros (fundamentalmente, para mí). Si no tuviera el grupo para probar la resonancia del material, perdería un tiempo enorme, porque en mi trabajo aislado yo podría suponer que la pieza está terminada, y la llevaría a un director que la vería con otros ojos, y sería muy importante que la viera así, pero sólo cuando mi idea hubiera alcanzado un grado de claridad suficiente. Entonces, en un primer paso, es importante la confrontación con los autores, lo que no supone, de ningún modo, descartar la revisión del material en talleres actorales, pero en una etapa posterior: lo que intento destacar es la importancia de un rigor crítico en la fase inicial de la creación, avalado por el diálogo entre autores de una generación común y provenientes de una extracción afín. La conveniencia de este método de trabajo es, quizás, una de las conclusiones resultantes del camino recorrido en la pasada década, plena de experiencias de desiguales resultados.
El reciente fue un período interesante, porque ocurrieron muchas cosas en pocos años. Es cierto que existe un emparentamiento de muchos de nosotros con el teatro de Gorostiza, y esto se da a través de una actitud frente al lenguaje. Con las salvedades que se puedan formular a la aplicación de la palabra “realismo”, hay un intento por desmitificar nuestra realidad a partir del lenguaje (no sólo como palabra, sino como la forma de que disponemos los escritores para actuar sobre las cosas). Lo que ocurre con el proceso de ésta que se ha dado en llamar “generación del sesenta” es que —creo— nunca llega al fondo, a las últimas instancias de los temas que se tratan. La actitud se consolida, a mediados de la década, y casi inmediatamente después aparece un fenómeno radicalmente distinto, pero coetáneo y paralelo: hacia 1965 se crea el Instituto Di Tella, que tiene una media docena de experiencias saludables, que se salvan del fárrago infernal de los miles de espectáculos totalmente inútiles que se hicieron allí. Y es un nuevo modo de asumir nuestra actitud de país colonizado.
Entre nuestro mal llamado realismo y la “vanguardia” que comienza a practicarse allí, se intenta crear una disyuntiva, artificialmente provocada por los falsos críticos: son simples “gacetilleros” (yo mismo escribo esas “gacetillas”, de modo que conozco ese oficio y tengo derecho a hablar despectivamente de él), que dan una opinión sobre lo que vieron, según cómo les venga. Pero crearon una conciencia artificial del fenómeno, y en rigor no había ningún camino, ninguna escuela, ni nada; había un tanteo, simplemente, y no una bifurcación de rumbo en dos direcciones, como se empeñaban en establecer los gacetilleros. Las influencias tardías de Tennessee Williams y Arthur Miller, a principios de la década, y las de Artaud y Genet, a fines de la década, pero también tardíamente, ahora tienden a confundirse (lo cual, felizmente, confunde también a los falsos críticos), y en la síntesis que un autor, individualmente, puede hacer de estas influencias, creo que está el camino: no desechar nada, admitirlo todo, incluso nuestra propia experiencia, la de este grupo que conserva una línea más o menos coherente, desde Soledad para cuatro hasta El avión negro.
Yo creo que sí, que el setenta es importante, porque la riqueza de sus producciones demuestra que el abanico de posibilidades se abre mucho. Y se abre hacia algo bastante imprevisible, que creo puede ser lo mejor: una síntesis personal donde no quepan los reparos porque algo “salió” naturalista o porque aquello otro se parece a Artaud. Por ser una consecuencia de lo colonial, quizá la única posibilidad de nuestro teatro sea llegar a lo monstruoso, es decir, obras que no sean académicas y que rompan con reglas que llevamos adentro: no nos las han enseñado, pero hay una servidumbre interior frente a lo que uno supone que es bueno. En general, existe la creencia de que, en todas partes, se ha roto con las Poéticas, y no es cierto: pesa el rigor de una Poética permanente, sea chejoviana o sea artaudiana, que en el fondo sigue siendo un esquema peligroso. En la medida en que uno rompa con eso y encuentre el mundo personal (aquí volvemos al replanteo de la literatura de compromiso mal entendida, porque fue una especie de “deber”, frente a lo que se esperaba que el escritor dijera, lo que hizo perder de vista la necesidad de expresar lo personal), y en tanto encuentre, además, la forma monstruosa de mezclar todas esas influencias y transformarlas en algo propio, yo creo que se puede producir una obra perdurable. Me parece muy lindo, por lo demás, que entre los primeros intentos realistas del 61 ó 64, y las otras pocas experiencias que hubo en terrenos diferentes, hacia el final de la década, ahora se vislumbre la posibilidad de una síntesis, de un sincretismo.
Fuente: Primera plana, Buenos Aires, 17 de agosto de 1971, n° 446, p. 46.
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