Retomo la lectura de El secreto claro, un libro publicado por editorial Fraterna en 1978, con prólogo de Sara Gallardo, que recupera los diálogos radiofónicos entre H. A. Murena y David J. Vogelmann. Es un libro fresco y profundo. Digitalizo en particular este diálogo que me generó distintas sensaciones y reflexiones. Espero que les guste.
El deseo del mendigo (un diálogo entre H. A.
Murena y David J. Vogelmann)
M.: En un ensayo de un eminentísimo pensador
alemán de nuestro siglo, Walter Benjamin, sobre Kafka, se transcribe un relato
jasídico, o sea de la más pura tradición..., o impura si se quiere, pero de la
más acentuada tradición mística del judaísmo. Es el siguiente texto:
“En un poblado jasídico, según se cuenta, una
noche, al final del Sabat, los judíos estaban sentados en una mísera casa. Eran
todos del lugar, salvo uno, a quien nadie conocía. Hombre particularmente mísero,
harapiento, que permanecía acuclillado en un ángulo oscuro. La conversación
había tratado sobre los más diversos temas. De pronto, alguien planteó la
pregunta sobre cuál sería el deseo que cada uno habría formulado si hubiese
podido satisfacerlo. Uno quería dinero, el otro un yerno, el tercero un nuevo
banco de carpintería, y así a lo largo del círculo. Después que todos hubieron
hablado, quedaba aún el mendigo en su rincón oscuro. De mala gana y vacilando,
respondió a la pregunta. ‘Quisiera —dijo— ser un rey poderoso, y reinar en un
vasto país, y hallarme una noche durmiendo en mi palacio y que, desde las
fronteras, irrumpiese el enemigo, y que antes del amanecer los caballeros
estuviesen frente a mi castillo y que no hubiera resistencia, y que yo,
despertado por el terror, sin tiempo siquiera para vestirme, hubiese tenido que
emprender la fuga en camisa y que, perseguido por montes y valles, por bosques
y colinas, sin dormir ni descansar, hubiera llegado sano y salvo hasta este
rincón. Eso querría’. Los otros se miraron desconcertados. ‘¿Y qué hubieras
ganado con ese deseo?’, preguntó uno. ‘Una camisa’, fue la respuesta”.
Usted,
Vogelmann, que como especialista en el budismo Zen sabe mucho de jasidismo,
podría decirme qué le despierta esa historia en la Cábala judía, en el Islam,
en...
V.: Cómo no. Es muy rica...
M.: Hay la historia del Adán Cadmon, del Adán
primigenio que es el antepasado del hombre en el cual rige la ley de que todo
hombre debe realizar el universo entero a través de sí, de modo que usted, como
todo hombre, está en todas las cosas y cada sonido en los días diversos le
despierta cosas variadas, de modo que...
V.: Le agradezco... (vamos a ver si sale en
diapasón, ¿verdad?). Le agradezco que, tan paradójicamente, me atribuya que,
como conocedor de unas pocas cosas de Zen, sea conocedor del jasidismo, pero no
es una broma porque es la misma cosa en el fondo.
M.: Claro.
V.: …esta narración muy especialmente, porque las
narraciones Zen casi siempre tienden a producir perplejidad, desconcierto, y
este hombre con su última respuesta los desconcierta, evidentemente, a todos.
Hay un ligero tono de burla en todo ese relato... ¿no?, desde el comienzo..
M.: Pero hay algo más también, hay un acorde
solemne y patético.
V.: ¿Sí?
M.: Sí.
V.: Bueno, vamos a ver.
M.: Ese reinado...
V.: Claro, no. Creo que eso conduce a algo
especial, que está en función de algo que quisiera ver. Fíjese que...
M.: Una breve observación. Usted me dice que
eso conduce a algo especial.
V.: Le voy a decir ya a qué conduce.
M.: No, no. No me lo diga todavía. Usted
piensa, con razón, que yo no sé a qué conduce. Yo pienso también que conduce a
algo especial y pienso que usted no sabe a qué conduce. Y pienso que…
V.: …sabemos cosas distintas que son las
mismas.
M.: ... que son las mismas y que este relato,
a lo que conduce es a, entre comillas, “la especialidad”, o sea a lo inefable,
de algún modo. Pero vamos, lo inefable es infinito. Vamos a leerlo cada uno
según su cosa, que va...
V.: Sí, sí. Bien. A lo que conduce, porque es
para mí un paréntesis de lo que quería decir, se lo puedo decir ya: que esa
camisa que el hombre quería no era cualquier camisa, sino que haya recorrido
ese camino, que haya sido una camisa salvada, en la cual él se ha salvado. Pero
esto es un símbolo aparte. Creo que el fondo de la cuestión es otro. Aparte de eso
de la camisa, que tiene mucha importancia. Esa narración no es estrictamente
jasídica. Ahí no interviene ningún rabí, ningún discípulo. Es un ambiente jasídico,
evidentemente.
M.: Tiene razón.
V.: Dice…
M.: Un poblado jasídico...
V.: Claro, claro. Bien. Entonces ocurre allí
algo que todas las antiguas tradiciones proscriben en realidad. Algo que, por
otra parte, se refleja en muchos cuentos profanos, en cuentos de hadas: "¿Qué
harías, si pudieras desear? Tal cosa...”. ¿No es cierto? Digo, se proscribe,
porque se proscriben los deseos, ¿verdad?
M.: La irrealidad del desear, no el deseo
actuante que produce...
V.: Yo diría casi, la maldad del desear...
M.: Sí..., bien. Sigamos adelante.
V.: Bien. Claro. Hay bastante que decir de esa
gente. Se entretiene alegremente con los deseos. Pero sabemos que los deseos
conducen, según la tradición más elaborada en ese sentido, que es la del
budismo, al sufrimiento, inevitablemente. Y hay que llegar a no desear. No
desear es la verdadera vida. Es esa vida poética y religiosa de que hablábamos
en otro de nuestros encuentros.
M.: Así es.
V.: No desear. Bien. Luego, estos personajes
expresan cada uno lo suyo y se desconciertan ante ese ser miserable. Quería
decir descamisado y confieso que no me salía la palabra. En verdad él es un descamisado,
y no los que aparecen vistiendo camisas.
M.: Voy a leerle una nota que aparece en la
traducción de este libro, que dice que respecto de este mendigo hay que recordar
que, en la tradición jasídica, el profeta Elías se presenta bajo la forma de
vagabundo o mendigo y continúa desempeñando el papel de mensajero de Dios.
Descubrirlo bajo su apariencia y recibir sus enseñanzas es ser iniciado en los
misterios de la Torá. Es ser iniciado en algunos misterios de la tradición, es
ser iniciado en los misterios de poder leer la enigmática vida que a cada uno
de nosotros se nos presenta. Quien puede ver a Elías bajo la apariencia de un
mendigo, pero...
V.: Casi nadie lo ve. Aparece en muchos
relatos jasídicos…
M.: No lo reconocen.
V.: No lo reconocen. Algunos grandes rabíes videntes
lo han reconocido.
M.: Todos lo debemos haber encontrado, y no lo
hemos reconocido.
V.: Incluso puede haber, en cualquier momento,
entrado en cualquiera de nosotros, y sorprendido a través nuestro a nuestros
amigos.
M.: Así es.
V.: Bien. Puede que sea Elías o que no sea
Elías, pero les da, en realidad, una lección, porque él desea finalmente algo
para ellos muy desconcertante. Desea algo que no tiene, una camisa. La camisa
es bastante... simbólica.
M.: La tiene, la tiene. Esta camisa, la que
tiene, la misma camisa que tiene es lo que habría recuperado.
V.: Eso no creo que esté dicho.
M.: No..., “una camisa”…, tiene razón.
V.: No tiene camisa. Es el hombre feliz, según
los dichos de tantos pueblos, ¿no es así? No tiene camisa. Pero tendría una
camisa con la cual se habría salvado. Es una camisa de símbolo muy especial. Es
el gran refugio de la salvación, del terror de la vida mundana que él habría
atravesado.
M.: Sí.
V.: Usted dijo que también veía a qué conducía
este relato ... No sé qué vio.
M.: Yo vi esto: que, en realidad, hay dos movimientos.
Por uno, él dice que lo que tendría es una camisa que es el equivalente de la
mesa de carpintería, del dinero, del yerno, que piden los otros.
V.: Creo que es más.
M.: Pero por el otro, esa camisa es el
recuerdo del reino. Es el recuerdo del paraíso. Es decir, que todo bien
material es apreciable y querido y redimible en la medida en que esté
respaldado por el recuerdo del reino. O sea, la camisa que él iba a traer era
una camisa que implicaba la pérdida de todo el reino y había que considerarlo
así.
V.: Pero...
M.: Considere usted; le estaba diciendo:
¿usted quiere un nuevo banco de carpintería? Muy bien, pero considere que eso
es un resto del paraíso; usted es una criatura superior que tiene un espíritu
que debe cuidar. Sí, quiera la mesa de carpintería, pero esa mesa de carpintería
es el resto de un barco que se hundió, que se hundió para todos los seres
humanos cuando ocurrió la caída. Entonces, la camisa aparece contra un fondo
que es completamente distinto. El mundo creado aparece contra el fondo de la
expulsión del hombre del paraíso y entonces es vivido de otra forma.
V.: Sí. ¿No es curioso precisamente que él
haya querido ser rey, pero derrocado?
M.: Claro. Porque eso es, eso se refiere a
este hecho. Se refiere a que todos somos un anuncio, un anuncio de una
ausencia. Todos sentimos en algún momento de nuestras vidas que hay algo más,
de lo cual nosotros somos noticia. Un pre-anuncio, y que eso no llega nunca a cumplirse
y que, si recordáramos siempre eso, si recordáramos nuestra irrealidad, este
reino subsidiario que son los días de nuestra vida serían vividos de otra forma,
con una generosidad, con una grandeza...
V.: Entonces, él enseña a los demás lo que
realmente debiera desearse, no lo que ellos desean. Ahora bien, es curioso que
Benjamin encuadre esto en el mundo de Kafka. ¿Tiene un especial significado?
Usted, que lo ha leído a fondo...
M.: Tiene un significado absolutamente
coherente, en el sentido de que la literatura de Kafka, yo no diría la
literatura de Kafka, cosa que me parece ofensiva...
V.: Claro…
M.: ...la “escritura” de Kafka me parece que
es la única respuesta realmente, no digo religiosa, sino noble, a la catástrofe
del habla de los seres humanos, en el sentido de que procura que la figura de
sus narraciones sea polivalente, que tenga una multivocidad, que sea
metafórica, metafórica tratando de abarcar el mundo y de salvarlo y no lanzando
al mundo, lo que hace toda la otra corriente de literatura que se llama de
vanguardia, lanzando al mundo una serie de imágenes destrozadas que no hacen
más que proliferar, tacharla, en el lenguaje destrozado de los seres humanos.
V.: Es verdad. Ahora yo diría un poco más
directamente, en conexión más directa con este texto, que lo que Kafka tal vez
busque en muchas de sus escrituras es esa camisa de salvación.
M.: Por eso quiso quemar su obra que era el
reino.
V.: Exactamente.
En El secreto claro, Buenos Aires, Fraterna,
1978, pp. 63-70.