jueves, enero 23, 2014

El escritor dios y las convenciones sin fin

El escritor dios (o semi dios) que encontró en la palabra escrita un medio para decir lo que quería decir, parecería condenado a no poder pensar los límites de toda convención como una pauta de eticidad: nunca más lejos de la poesía que es, antes que ninguna otra cosa, una única voz que nos habla.
Y no cuestionar los límites (mejor sobrepasarlos en beneficio de la ampulosidad de una "técnica"), representa, aunque involuntaria, una postura ética que a esta altura llena los estantes y amenaza sepultarnos en papel.
Tal vez por eso, por no haber pensado nunca en estos términos, a muy pocos les tiembla la mano (en cuanto dioses, o semidioses) frente a la disyuntiva de caer en la trampa donde quedará al descubierto, en última instancia, una actitud de vida: en cuanto la necesidad expresiva lo requiere nuestro poderoso buceador se mete, imprevistamente, en la cabeza de un personaje, recorre sus células y nos cuenta, desde ahí, lo que dicho personaje piensa en relación con lo que a él le preocupa para seguir adelante; o se mete deliberadamente en el corazón, y nos cuenta desde allí lo que el personaje siente; o de pronto se convierte en niño y habla como un niño (los traspirados esfuerzos de la verosimilitud), en una mujer adúltera y habla como mujer adúltera, en un viejo ferroviario y habla como un chico que es una mujer adúltera jubilada que sigue sin darnos la menor noticia del desopilante pretidigitador escondido detrás de una máquina de escribir.
Así, entre el cartón y las convenciones sin fin, nunca falta -en las buenas novelas- alguna descripción del paisaje, sobre todo como presentación de capítulo o descanso dramático, nunca falta la corroboración de un fenómeno meteorológico tal cual, el personaje que abre la puerta y entra vestido con esa ropa y entonces se encuentra de lleno con el otro personaje con el que a su debido tiempo hablará, impunemente, telefónicamente y hasta que sea necesario, de las cosas que piensa el que está aburrido detrás de la máquina.
La lista de convenciones flagrantes, inadmisibles como simplificación y como actividad real de un hombre, es demasiado larga. Se la sabe larga y tediosa cuanto más grande es la necesidad de limitarse (como autor, como lector) a fin de reconocer en la página escrita el significado de nuestra situación como hombres, una situación sin atenuantes. Por eso que no puede ser reducido a un problema técnico; se trata de un problema ético, mucho más complejo en la medida que se reconoce la complejidad y riqueza del instrumento que se tiene y se desprecia: el lenguaje.
Sánchez, Néstor (2013): "Márgenes" (1969) en Ojo de rapiña: monólogos sobre una experiencia de escritura, Buenos Aires, Editorial La Comarca Libros, pp. 26-28.

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