Tal vez este sea uno de los cuentos más kafkianos de Daniel Moyano. En todo caso, la fascinación del protagonista por un monstruo que no logra conocer, la postergación indefinida de esa visita y la alienación de la sociedad frente a lo excepcional son algunos de las reflexiones que se despliegan en este hermoso y moroso relato. Hacía mucho que no posteaba algo de Moyano, vaya entonces esta entrada como reivindicación de su obra, otro conjunto de relatos y novelas condenado al limbo de la literatura argentina.
El monstruo (1960) (Daniel Moyano)
La verdad es que yo me había atrasado mucho. Cuando por fin estuve en condiciones de dejar mis actividades por unos días para realizar un corto viaje al interior y ver el fenómeno que en su momento comentaron todos los diarios, ya casi nadie hablaba del monstruo. Hubiera querido ir el mismo día que apareció, hacía ya dos meses, en aquel viejo depósito de maderas, pero fue imposible obtener el permiso necesario. Para ello hablé con el gerente, pero éste se burló de mi exaltación y me dijo, entre otras cosas, lo siguiente: “Veo que está usted muy entusiasmado y que mide las posibilidades de un viaje a través de su entusiasmo. En realidad, no creo que tenga importancia este asunto. Todos hemos visto fenómenos en nuestra vida, y no es ésta la primera vez que usted va a verlos. Ya mi padre me habló alguna vez de un fenómeno semejante y se refirió también a otro que había visto mi abuelo en Europa. Como ve, no es nada nuevo. Cada uno, o cada generación, tiene en su mente el recuerdo de algo parecido. Usted habla y obra como si éste fuera el único en el mundo. Me parece que exagera un poco. Podría argüir que por sus características este fenómeno es realmente inusitado, pero yo puedo asegurarle que en el fondo es el mismo de siempre. Podrá ser todo lo raro que usted quiera, más raro aún que los monstruos vistos por mi padre y por mi abuelo, pero toda su rareza, que es lo único que tiene, no es más que la apariencia de un viejo problema. Yo me he acostumbrado a verlo todo bajo el molde que me forjé ante mi primer contacto con las cosas, y así nunca he tenido problemas de fondo. Claro está, usted ve el monstruo solamente, y comete entonces un error de percepción. Ya se acostumbrará a ver cualquier fenómeno aparentemente inusitado sin alterar en nada su vida cotidiana. Por ahora, usted ve, es imposible conseguirle ese permiso. El balance debe estar terminado antes de fin de mes. Como usted mismo acaba de decírmelo, faltan pocos días para su licencia. ¿Por qué no esperar hasta entonces? Así puede verlo todo el tiempo que quiera. Yo mismo quisiera verlo, pero no podré hasta fin de año”.
Los diarios comentaron mucho el asunto durante una semana. La última noticia que publicaron fue sobre la decisión de las autoridades municipales de colocar al monstruo en una plaza pública para que todo el mundo lo viera. Después, nada, como si el monstruo hubiese muerto. Publicaron fotografías, algunas más o menos nítidas y otras borrosas y oscuras. Ninguna fotografía me satisfacía plenamente en mi afán por saberlo todo sobre el monstruo. Eran por lo general vistas del cuerpo entero del monstruo, sin detalles que permitieran apreciar el brillo o la expresión de sus ojos o la calidad del pelo que cubría todo su cuerpo. Además, en casi todas ellas aparecían figuras humanas que cubrían muchas veces alguna parte de la figura.
Compraba todos los diarios, acechando cuidadosamente la hora de su aparición y los hojeaba primero con rapidez, luego detenidamente. Ni una sola línea sobre el monstruo. Cuando todavía las posibilidades del viaje eran remotas yo había comprado ya una serie de cosas, cuadernos de notas, instrumentos de medición, libros y una máquina fotográfica que me entregaron un día, lujosamente embalada, con un librito de instrucciones para su manejo, escrito en alemán, que traduje yo mismo con el único auxilio de un pequeño diccionario y una gramática de bolsillo. Comprender su significado me costó un sentido, pero yo pensaba que cada palabra revelada me acercaba más al monstruo que tanto deseaba ver. Recuerdo que pasaba largas horas nocturnas leyendo recortes de viejas revistas sobre monstruos reales o fingidos en las que pude confirmar a veces lo que me había dicho el gerente. Cuando encontraba a alguien que demostraba algún interés en el hecho, yo no lo dejaba hablar y lo atiborraba en cambio con mis propias interpretaciones, maravillosas y complicadas. Y llegaba siempre a un límite de exaltación que nadie estaba dispuesto a tolerarme, de modo que mi aburrido oyente se alejaba de mí perplejo y hastiado. Me preguntaba entonces si era posible la indiferencia sobre algo tan maravilloso. Durante un mes todo el mundo había hablado de ello, y después nada, el silencio.
Al fin un cine anunció que pronto pasarían una película de corto metraje sobre el “horrible monstruo”. Recuerdo que fui dos veces a preguntar cuándo sería eso, y que las dos veces me respondieron próximamente.
Un día el jefe de mi sección me encontró dibujando y me reprendió seriamente. Tomó la hoja y se puso a mirar. Era un dibujo del monstruo tal como yo me lo imaginaba. Como todo en él indicaba que la rompería, tuve el valor de pedirle que no lo hiciera. Él siguió mirando la hoja sin alterar su rostro. Después movió la lengua dentro de la boca sin despegar los labios.
Al día siguiente me sorprendí pensando que quizás las grandes bestias, marinas o terrestres, tenían de horroroso tan solo el aspecto, y quién sabe hasta dónde. Y estaba convencido de que no había ningún furor en sus almas y que en cambio estaban llenas de un gran amor que solo podían expresar a través de rugidos. Y en mis ensoñaciones me veía descendiendo a lo profundo del mar, acercándome, temblando de coraje y de miedo, a un monstruo que yacía eternamente despierto en su habitáculo abismal, y pensaba que él me entendería, varias veces, pero pensaba también que quizás no hubiera tiempo para demostrarle que yo llegaba así para entenderlo, y me devorase. Y aunque sabía que lo último era lo más probable, no e arredraba y me acercaba a él lentamente.
Después los diarios publicaron una fotografía más o menos nítida en una edición dominical y en una página posterior dedicada por lo general a notas gráficas de cine, exposiciones y modas. Se podía apreciar claramente el enorme volumen del monstruo y su rostro casi humano. Eso sí que valía la pena. Debajo de la foto había una breve explicación donde se decía que la enorme masa de carne había empezado a endurecerse, a osificarse, y añadía más abajo lo que ya se sabía sobre la disposición y forma de la lengua, que le permitía articular sonidos casi humanos. Se advertía claramente, además, que le había crecido una enorme barba sobre el rostro. En otra página del diario, dedicada a noticias del interior, publicaban una nota donde se decía que las autoridades habían resuelto poner un guardián junto al extraño hallazgo para evitar que algún malvado experimentase con él. La actitud me pareció digna de aplauso. Se sabía que un sujeto se había mofado un largo rato del monstruo, mientras éste lo miraba desde sus extraños ojos, sin gruñir como otras veces con su voz casi humana cuando alguien permanecía mucho tiempo a su lado. El individuo, acercándose y mirándolo frente a frente, le tiró los pelos de la barba y le hincó un alfiler en las aletas de la nariz. Entonces el monstruo lo escupió y el hombre empezó a aullar y a protestar arrojándole piedras. Cuando intervino la policía para evitar otras consecuencias, el monstruo, enmudecido, giró su enorme masa (sus movimientos eran cada vez más lentos y difíciles) y lloró silenciosamente. El llanto era parte quizás de su idioma inarticulado. Yo me rebelé al día siguiente entre mis compañeros, en el Banco, diciendo que poner al monstruo en una plaza pública, para mofa de los ignorantes, era una medida inhumana. Estaba en el centro de una plaza como un extraño monumento (medía unos tres metros de altura), protegido por un pequeño cerco que nadie respetaba. Me rebelé, como dije, defendiendo al monstruo y mis compañeros se burlaron otra vez de mi actitud.
Después de esa noticia no se dijo nada más. Durante la siguiente semana y no sé cuánto tiempo más, los diarios enmudecieron. Recorté la fotografía y la puse con las otras, que guardaba en una carpeta. Un viernes me invitaron a cazar en las cercanías de un pueblo del oeste, donde después pasaríamos la noche. Accedí de mala gana. Prefería quedarme a ordenar mis cosas y mis recortes de diarios, todavía sueltos en la carpeta. Como los sábados no trabajábamos, partimos ese día en una vieja camioneta. Yo tuve que ir atrás, en la carrocería, porque adelante no cabían más. Aunque yendo atrás, solo, podía dedicarme tranquilamente a mis pensamientos, recuerdo que sufrí mucho ese día a causa de mi impaciencia. Yo debía estar viajando hacia el norte, hacia mi soñada meta, y sin embargo estaba allí, en ese vehículo, rumbo a un pueblo extremo, ajeno a mis cálculos. Y el vehículo andaba siempre y me separaba cada vez más de mi objeto. Y si pensaba en el retorno, que sería mucho tiempo después, y lograba salvar ese tiempo insalvable, no variaba nada mi situación, pues regresaríamos a la ciudad, siempre lejos del hecho que yo quería ver y palpar. En consecuencia ese alejamiento momentáneo me hacía cobrar más conciencia de la distancia que siempre me faltaría para llegar hasta él.
Llegamos a una casa que habitaban un par de viejos y un chico. Por la conversación, que giró sobre temas generales, sospeché que no sabían nada del hallazgo. Como estábamos muy cansados, apenas oscureció nos acostamos. A las diez ya estaba cansado de estar en la cama. Pensaba en mis fotografías, en mis recortes. Mis amigos dormían. El viejo y la vieja murmuraban en la pieza contigua, levantados aún. Necesitaba contarles la historia del monstruo. Empecé lentamente, tratando de no turbar a aquella gente con una historia increíble. Pero poco a poco fui subiendo el tono y llegué a los límites que nadie me toleraba. Aquella gente, sin embargo, me miraba con los ojos muy abiertos y la boca inmóvil. El chico se había sentado en el lecho, quizás asustado, y se diría que oía con los ojos. Cuando acabé el relato noté que se me habían saltado las lágrimas de puro entusiasmo. Me levanté del banco donde me había sentado y vi a uno de mis amigos mirándome fijamente, con severidad. Nos acostamos nuevamente y me dormí muy tarde. Él no me dijo nada, pero su silencio era sin duda reprobatorio.
Los viejos sin duda quedaron perplejos. Yo no solo narré los hechos divulgados por los diarios sino que añadí por mi cuenta todo cuanto imaginaba. Describí la forma en que fue hallado, detrás de unos tablones enmohecidos, y el espanto que produjo al principio oírle articular sonidos casi humanos; su rostro limpio, libre de pelos, que era lo único humano, aparte de la voz, que tenía aquella enorme masa de carne, y la forma en que empezó a osificarse. Señalé el hecho de que el monstruo no comiera nunca nada, por cuya razón era lógico suponer que se nutría de sí mismo. Añadí que se consumiría lentamente y que al endurecerse por fuera se vaciaba por dentro y que acabaría devorándose íntegramente o secándose como una planta. Insistí sobre la voz, masculina y bien timbrada, y me imaginaba, e imaginaba para ellos, que quizás el monstruo tuviera la secreta esperanza de ser humano alguna vez, sabiendo que era completamente imposible y que mantenía la esperanza a pesar de esa certeza. Además creería en cierta inmortalidad, en una cierta indestructibilidad de su vida. Esto pareció no ser bien comprendido por mis muchos oyentes, y en ese punto de mi narración estaba cuando advertí a mi amigo mirándome como desaprobando mi actitud.
Faltaba una semana justa para que me concedieran la licencia. Por fin podría viajar y ver el fenómeno. Inútilmente compraba los diarios y las revistas para buscar más noticias. A veces, en breves líneas, se anunciaba que un funcionario había visitado al monstruo y publicaban sus comentarios. Pero nada más. De él, nada. La anunciada película no llegaba nunca. La gente hablaba de otras cosas. En el Banco me habían prohibido hablar del asunto: distraía al personal. Las hojas de mi carpeta estaban casi todas en blanco; no tenía qué pegar en ellas. La indiferencia de la gente me torturaba. Para todos era un asunto concluido y se entregaban a sus problemas habituales. No había pasado nada. Los hechos, al producirse, morían en el acto.
Los animales tuvieron para mí desde entonces una importancia extrema. Era amigo de un predicador que siempre tenía una respuesta atinada para cualquier problema, referida siempre a un probable mundo del futuro. Se sorprendió de mi interés y me dijo que en el mundo que estaba por llegar las fieras convivirían pacíficamente con el hombre, e incluso me mostró el grabado de una revista, a la que pretendía suscribirme desde hacía mucho tiempo, un grabado donde había hombres semidesnudos acostados junto a fieras de ojos mansos. Tomé la suscripción agradeciendo así su atinada respuesta, y a medida que los ejemplares me llegaban semanalmente los ojeaba con ansiedad buscando algo sobre las fieras. Cuando encontraba alguna cosa de interés la recortaba y la pegaba en mi carpeta.
Cuando me enteré de que un vecino mío, que apenas conocía, había estado allí, fui a verlo. Había ido en viaje de bodas y se detuvo un día en ese pueblo. Poco me pudo decir. Cuando ellos fueron a ver la maravilla, después de comer, bañarse y descansar confortablemente, no hallaron sino al guardián. Se trataba de un lugar más bien aburrido que solo se animaba un poco los domingos. La gente había escogido antes esa plaza pública con su extraño monumento como un paseo entretenido y barato pero ya estaba aburrida de él. El monstruo era simplemente un gran animal casi endurecido, inmóvil, en medio del sol, y tenía los ojos cerrados.
Los días pasaban y los diarios no decían nada. No había declaraciones oficiales o de gente autorizada. El hecho estaba allí para la mera contemplación. Yo me sentía desvalido. ¿Qué opinaban los sabios? ¿Qué decía la Iglesia? ¿Nos dejarían solos ante el hecho monstruoso? ¿No había a quién escuchar o de qué guiarse? ¿O cada uno había de interpretarlo a su manera? Había un diario que solo publicó la noticia el primer día, y con un comentario jocoso. A veces el silencio se interrumpía con noticias donde se anunciaba la visita al lugar de un sabio que se proponía estudiar el fenómeno, pero uno seguía comprando los diarios y nada se decía del resultado de las investigaciones. Yo mientras tanto me imaginaba al monstruo solo, de noche, en una plaza pública, endureciéndose cada vez más, con su barba crecida. No se habían tomado precauciones para resguardarlo de las variaciones climáticas. Durante las lluvias debía soportar el agua y el frío, y aunque su cuerpo endurecido quizás le sirviera de protección, el agua le chorrearía por la cara impidiéndole el sueño. El guardián, en cambio, poseía a pocos pasos de él una confortable casilla de madera provista de luz eléctrica.
Un día antes de mi partida el silencio continuaba. El miserable ser podía morir, como probablemente ocurriría pronto, en medio del silencio más apático del mundo. Así que de nada valdría mi espera y yo llegaría al hecho completamente desvalido, como había llegado todo el mundo. Mi partida era inminente y el silencio en torno al prodigio era total, cuando la historia debía comenzar para mí.
Pero yo mismo había empezado a callar.
Un compañero de trabajo, quizás extrañado de mi silencio, me preguntó entonces algo sobre el hecho, sabiendo de antemano que yo no podría darle una respuesta que nadie supiera ya. Pero en verdad no me hizo esa pregunta porque tuviera real interés en el monstruo, sino por mí mismo, para burlarse de mí y, remotamente, del monstruo. Otro compañero, que yo casi nunca veía porque trabajaba en otra sección, utilizaba de vez en cuando al monstruo para hacer insinuaciones capciosas sobre cualquier asunto, y la alusión cuadraba siempre, adecuada al monstruo y a mí mismo con toda mi historia personal al asunto que se le antojara.
Yo también había perdido gran parte de mi interés. Pensé que no había un hecho capaz de asombrarnos y me culpé a mí mismo de exaltarlo. Sentía una gran vaciedad y muy pocas ganas de marcharme, pero tenía todo preparado y la licencia concedida. El día llegó al fin. Llevaba conmigo todo lo que pudiera servir de interés o de guía. Cuando me asomé por la ventanilla del tren, que ya partía, los pañuelos blancos, agitados, saludaban. Pero no a mí. Nadie había ido a despedirme y muy pocos sabían de mi partida. Yo alcé la mano sin embargo y saludé a la invisible multitud como queriendo decirle algo.
Moyano, Daniel (1992): La espera y otros cuentos, Buenos Aires, CEAL, pp. 07-14.
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