viernes, diciembre 30, 2011

(Fast Food) (Edgardo Cozarinsky)


"De estas ciudades sólo quedará lo que una vez pasó a través de ellas: el viento."
Bertolt Brecht
"Sobre el pobre B.B.", Manual de piedad

"Everubody knows these cities were built to be destroyed..."
Caetano Veloso
Maria Bethania

1

Mi padre ejercía la reprobación moral de las especias: «Si el alimento es bueno no necesita ninguna de esas macanas»; también: «Tenían sentido en la época en que la gente debía comer carne podrida». Sin saberlo, respetaba así una ideología dominante en la vida argentina, que la clase media sorbió mansamente de sus superiores. Tan esforzada confianza en las bondades del sustantivo, más bien de unos pocos sustantivos, me revelaba una desconfianza no menos tenaz ante la modificación, el simple matiz que puede inocular un adjetivo: versión, perversión, inversión.
Tales manifestaciones no impedían a mi padre gustar de la vainilla en el flan, del azafrán en el arroz, del orégano en el tomate; pero el bife y la ensalada iluminaban su gastronomía con autoridad casi mosaica. Aún hoy, paladares y olfatos argentinos que no aspiran al esnobismo rehúsan gozar del ajo, cuyas connotaciones de pobreza inmigrada (así como la capacidad de hacer presente al cuerpo con todos sus poros) ostracizan socialmente: una niña de buena familia modifica el itinerario de su visita a España y no se detiene en un pueblo andaluz porque huele a ajo; un señor menos costoso lamenta que su cuñada genovesa no sepa prescindir del ajo en la hebdomadaria invitación a cenar.

2

Raros, lejanos, disputados objetos de deseo, las especias debían convertirse en dinero. Impuestos y justicia por igual serían medidos y pagados por su peso en pimienta. Esta capacidad simbólica había de desatar cruzadas menos sangrientas, más tenaces que las supuestamente dirigidas a liberar el Santo Sepulcro. A medida que, siguiendo a las capitales del comercio, los centros del poder político se desplazaban hacia occidente, caminos cada vez más intrincados y aventurosos para alcanzar la riqueza fueron tramados con rapacidad siempre renovada: la ruta de la seda cedió lugar a la ruta de las especias, a Marco Polo sucedió Cristóbal Colón, nuevos y belicosos imperios fueron construidos sobre los escombros sucesivos de imperios previos. Franceses e ingleses pulularon sobre ruinas holandesas que una vez fueron construidas por portugueses. Elevadas, suntuosas arquitecturas de la ley y el idioma, estos imperios no resultaron menos frágiles y perecederos, ni su naturaleza menos simbólica, que la del papel moneda, pasado de mano en mano como un chisme, su única identidad una mera convertibilidad.
(Clavo de olor y nuez moscada perfumaban el viento que orientaba a las naves. Malabar, Malacca, Bengala, Colombo, Martabán, Batavia... nombres encantatorios de puertos y factorías prefiguraron los de las islas de especias, las deliciosas Molucas: Ternata, Motir, Timor, MaMan, Matchian...)
Si es cierto que el oro americano con que Cristóbal Colón llenó las arcas españolas serviría para pagar las especias hindustanas descubiertas por Vasco de Gama, el pimiento, única ofrenda del nuevo mundo al paladar europeo, iba a ser despojado de su identidad americana al borrarse su nombre original, latinizado en pigmentum, vulgarizado como pimienta española, turca, india, de Calicut o de Guinea, occidente y oriente mismos confundidos en el nombre de esas indias para las que se halló lugar en los mapas mucho después de implantadas en la imaginación que alimenta el deseo.
La conversación de trata de esclavos y comercio de especias comunicó a los pueblos de África occidental ese pimiento transatlántico por el que hoy pagan sus descendientes en los mercados de Belleville y Menilmontant: ya no esclavos sino mano de obra inmigrada en la tierra prometida del Mercado Común europeo; sus patrias ya no colonias sino tercer mundo, ficción de estadistas e intelectuales ávidos de exportar tecnología, diplomacia o revolución, sólo atentos a ese esquivo gesto de asentimiento que la Historia suele conceder demasiado tarde y nunca definitivamente.
Nuevos amos, nuevos nombres. Siempre: descubrir, cubrir, encubrir.

3

Recuerdo que el 18 de abril de 1974, entre las estaciones Tribunales y Callao del subterráneo de Buenos Aires, de pronto me pareció evidente la fundamental hipocresía de toda operación ideológica. Mientras las llamadas sociedades capitalistas alientan una imagen idealista de la Historia, que proteja la maquinaria social y sus groseras operaciones materiales de las poco halagüeñas candilejas de la escena pública (¿a qué escolar se le enseñan, aun sumariamente, los principios de la actividad bancaria y de la economía de rendimiento?), en el llamado mundo socialista el materialismo ha sido entronizado como fatum filosófico sólo para imponer la rígida moralidad de un evangelio proletario, con la Historia en el papel de redentor y la igualdad, esa deslustrada Edad de Oro, como dudosa recompensa.
También recuerdo que al anochecer del 13 de enero de 1967, en mi primera visita a Berlín, reconocí con emoción muchos nombres luminosos: Bahnhof Zoo, Kurfürstendamm, Marmorhaus, Fasanenstrasse, Kempinski. Me daban la bienvenida a una ficción que mi memoria había compuesto por su cuenta, con recortes de Döblin e Isherwood. (A la mañana siguiente vería por primera vez el muro y lo cruzaría en Checkpoint Charlie. Aún no conocía Kreuzberg, aún no había oído una palabra de turco.)
Al llegar a Lehniner Platz me asaltó un vaho de fritura y cardamomo. Algunos hombres, que no formaban un grupo, se agitaban sin desplazarse, daban pasos en el mismo sitio, alzaban reiteradamente los hombros, se frotaban las manos, giraban en torno a un centro de luz y calor en medio de la nieve: el primer Schnell-Imbiss que veía, mucho antes de familiarizarme con los hoy ubicuos MacDonald's, de preferirles los Taco Rico de Nueva York. Ofrecía gulasch y shaschlik. Tan atraído por esta modesta encarnación de cocinas y fonemas que en Buenos Aires investía un prestigio exótico, como por ese esbozo de sociabilidad (no menos contaminado de literatura) en medio del desamparo urbano, me animé a una de esas brochettes de origen supuestamente tártaro, cuya popularidad, como las huestes de sus antepasados, se detuvo en la Europa central. «Curry oder Senf?» Una amplia señora sin edad, envuelta en un guardapolvo manchado de rojo y ocre, me conminaba a elegir una de las salsas, humeantes en tachos metálicos, esperando la inmersión del fierro que ensartaba algunos trozos de cebolla, de ají y de carne no identificada. «Natur» sugerí, pero su réplica, inmediata, cortante, más que responderme parecía corroborar a través de los años las más pesimistas convicciones de mi padre: «Natur gibt's nicht. Curry oder Senf?»

(1979)

Cozarinsky, Edgardo ([1985] 2002): Vudú urbano, Buenos Aires, Emecé, págs. 143-147.

jueves, diciembre 29, 2011

Wake me up, before you go

Este blog, Weekmeup, tiene una idea bien piola: algunos dibujantes e ilustradores se someten por semana a un tema y lo expresan a su manera. Los temas tienen su vuelta de tuerca, además de que los muchachos (Tumburús, Giacobino, Totitno Tedesco) y sus invitados son geniales, pasaron "4 jinetes y 4 estaciones", "Venus", "Arcade", etc. El tema de esta semana, a lo CS, es "Head Shot". En fin, pasen y vean.




martes, diciembre 27, 2011

La web, los libros, el mundo


Existe, cada vez más, un mundo flamante en el que el número de descargas virtuales y el número de ventas físicas se suma; sus autores dicen: «qué bueno, cuánta gente me lee». Pero todavía pervive un mundo viejo en el que ambas cifras se restan; sus autores dicen: «qué espanto, cuánta gente no me compra».

El viejo mundo se basa en control, contrato, exclusividad, confidencialidad, traba, representación y dividendo. Todo lo que ocurra por fuera de sus estándares, es cultura ilegal.

El mundo nuevo se basa en confianza, generosidad, libertad de acción, creatividad, pasión y entrega. Todo lo que ocurra por fuera y por dentro de sus parámetros es bueno, en tanto la gente disfrute con la cultura, pagando o sin pagar.

Dicho de otro modo: no es responsabilidad de los lectores que no pagan que Lucía sea pobre, sino del modo en que sus editores reparten las ganancias de los lectores que sí pagan. Mundo viejo, mundo nuevo. Hace un par de semanas viví un caso muy clarito de lo que ocurre cuando estos dos mundos se cruzan. Se lo voy a contar a Lucía, y a ustedes, porque es divertido:
La respuesta de Hernán Casciari, director de la flamante revista Orsai(que lentamente va cambiando las formas de distribución, de producción y de reflexión en torno a las revistas, los libros y la web), a Lucía Etxebarría, que se desgarra las vestiduras, anunciando que no publicará más libros porque se los bajan de la web, sigue acá.

Visto en Acuarela libros.
Agradezco a mi amigo EM, quien poco a poco me entera de Orsai, el proyecto y sus idas y vueltas. Gracias, che.

lunes, diciembre 26, 2011

Wet dreams: Little Ego



Como si Little Nemo, convertido en mujer, hubiera tenido sueños eróticos, sueños húmedos, la serie Little Ego de Vittorio Giardino, publicada en la revista Heavy Metal, recupera un mundo onírico sensual que sigue la misma lógica que la vieja tira de Windsor McCay. Una joyita. Más acá.

Visto en Grantbridge Street and other misadventures.

domingo, diciembre 25, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (XXIV)

HENRY BUCHER

A la edad de 59 años, el belga Henry Bucher sólo tenía 42. Los motivos de su contracción temporal se leen en el prefacio a sus memorias, Souvenirs d'un chroniqueur de chroniques (Lieja, 1932): «Conseguida la licenciatura y habiéndome entregado con todo el ímpetu de mis verdes años al placentero estudio de la historia, no tardé en darme cuenta de que la tarea de buscar, traducir y comentar todo el corpus de los cronistas medievales —los oscuros precursores de Froissart y Joinville, del gran Villehardouin y de Commines— que me había fijado como compromiso absoluto y preeminente, superaba con mucho las medidas previstas: no me habría bastado una vida, tal vez, para llevarlo a término. Aun abandonando el trabajo de búsqueda de los textos extraviados, en gran parte ya realizado —y admirablemente realizado— por mi reverenciado maestro Hébérard De La Boulerie, la sola traducción del latín al francés (de un latín no pocas veces bastardo al elegante francés de nuestros días) me habría exigido el arco entero de los años que presumiblemente me reservaban todavía las Parcas; añádanse a ello las notas, las concordancias —pero en el caso específico sería mucho más justo llamarlas discordancias—, el trabajo de dactilografía así como las diversas tareas relacionadas con la impresión, corrección de galeradas, ensayos introductorios, respuestas polémicas, correspondencia con las diferentes Academias, etcétera e imprevistos, y entenderá el lector con qué embarazo y perplejidad el joven que yo era entonces, en el umbral de los veinticinco años, debía considerar la gigantesca fatiga que se le presentaba, y la urgente necesidad de un plan razonado de trabajo.
»Ya conocía y poseía el conjunto de las crónicas históricas que debía traducir y anotar, salvo nuevos descubrimientos entonces improbables aunque siempre posibles; por otra parte, me había impuesto una posterior limitación, la de ocuparme exclusivamente de las obras redactadas entre los siglos IX y XI. Del siglo XII ya se había apoderado, tal vez un poco demasiado brillantemente, mi colega Hennekin de Estrasburgo; y la Iglesia custodiaba avaramente en sus catacumbas (dans ses caves) las perlas más prometedoras del octavo. Aun así, aquellos tres escasos siglos me habrían exigido —según cálculos tal vez generosos por defecto— al menos treinta años de traducción; si a ello se añaden los restantes trabajos, no conseguiría coronar la obra antes de los ochenta años. Para un joven ambicioso e impaciente, la estática condición del octogenario puede en ocasiones aparecer, diría sin motivo razonable, escasamente atractiva, y sin brillo los laureles que indefectiblemente —pero no siempre— la adornan. Así me pareció entonces; elegí por consiguiente un procedimiento, si no de vencer el tiempo, sí al menos de retenerlo.
»Ya había observado agudamente que a una persona especialmente activa no le basta una semana para llevar a cabo las obligaciones de una semana; las tareas aplazadas se acumulan (contestar cartas, poner orden entre papeles y calcetines, revisar los textos para la voraz imprenta, sin olvidar viajes, matrimonios, defunciones, revoluciones, guerras y pérdidas de tiempo semejantes) de modo que en determinado momento haría falta poder detener la catarata de los días para ser capaces de atender correctamente las obligaciones dejadas de lado. Después de lo cual sería fácil volver a poner en marcha el tiempo, libre de atrasos: sueltos, resucitados, ágiles, sin lastres.
»Y eso fue lo que hice, con la ayuda de un calendario personal: un día cualquiera, supongamos un 17 de julio, terminaba, por ejemplo, de traducir el Tercer Libro de Odón de Treviri. Paraba la fecha; ipso facto era libre de pasar a máquina el manuscrito, de corregir las galeradas del Primer Libro, de participar personalmente en el Congreso de Historia de Trieste, de redactar las Notas del Segundo Libro, de dar un salto a la Sorbona para desenmascarar un Apócrifo, de poner al día mi correspondencia, de llegarme hasta Ostende en bicicleta; y todo esto manteniendo siempre fija la fecha del 17 de julio. En determinado momento, libre ya de compromisos u obligaciones, cogía el Quinto Libro y retornaba al trabajo. Para los demás, habían pasado casi dos meses, comenzaba el otoño; para mí, en cambio, seguía siendo julio, exactamente el 18 de julio.
»Poco a poco tuve la clara sensación, corroborada después por los hechos, de estar quedando por detrás del tiempo. Cuando los prusianos invadieron nuestras amadas provincias, cortando los senos de las mujeres embarazadas y, lo que es peor, los hilos de la corriente eléctrica, yo seguía todavía en 1905; la guerra del 14 concluyó para mí en 1908. Hoy que he llegado finalmente al 14, mi pobre patria ha llegado a 1931 y atraviesa, por lo que dicen, una molesta crisis económica; de hecho, me he dado cuenta de que cada vez que detengo el calendario; el precio del papel experimenta un considerable aumento. De cualquier modo, gracias a esta especial manera de administrar mi tiempo, no me he cansado; me siento joven, mejor dicho, soy joven; los historiadores de mi edad tienen casi sesenta años, yo recién acabo de superar el umbral de los cuarenta. Mi simple sagacidad se ha demostrado doblemente eficaz; diez, doce años más, y habré completado la obra, la edición conjunta en correcto francés moderno, con comentario no menos correcto, de las 127 crónicas de los tres siglos; con sólo cincuenta años conoceré, si no la gloria, el admirado estupor de mis colegas, y, ¿por qué no?, de las damas.»

sábado, diciembre 24, 2011

Secuestrar a Papá Noel



Kidnap Mister Sandy Claws?
I wanna do it.

Kidnap the Sandy Claws,
lock him up real tight,
throw away the key and then
turn off all the lights.

Kidnap the Sandy Claws,
throw him in a box,
bury him for ninety years
then see if he talks.

Kidnap the Sandy Claws,
tie him in a bag,
throw him in the ocean then
see if he is sad.

Kidnap the Sandy Claws,
beat him with a stick,
lock him up for ninety years,
see what makes him tick.

Kidnap the Sandy Claws,
chop him into bits,
Mister Oogie Boogie
is sure to get his kicks.

Kidnap the Sandy Claws,
see what we will see,
lock him in a cage and then
throw away the key!

viernes, diciembre 23, 2011

Hotel de citas (Copi)

Nota: para leer las páginas en un tamaño amable a la vista sólo tiene que abrir las imágenes con la opción de "Abrir en nueva pestaña" en el menú desplegable del botón derecho del mouse. De otro modo, sus ojos se esforzarán por leer una letra minúscula y unos trazos delgadísimos. Queda dicho.

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Recuerdos de circo
La última disputa
Kang
Los viejos sentimientos
Se han comido a papá
Mister Morton





En Revista Fierro, nº11, 2da época, septiembre de 2007.

jueves, diciembre 22, 2011

Una filosofía de lo roto

13. Entre 1924 y 1926, el filósofo Sohn-Rethel vivió en Nápoles. Al observar la actitud de los pescadores que luchaban con sus barquitos a motor y la de los automovilistas que intentaban hacer arrancar sus viejísimos autos, formuló una teoría de la técnica que definía graciosamente como "filosofía de lo roto" (Philosophie des Kaputten). Según Sohn-Rethel, para un napolitano las cosas empiezan a funcionar sólo cuando son inutilizables. Esto quiere decir que el napolitano en realidad empieza a usar los objetos técnicos sólo desde el momento en que dejan de funcionar; las cosas intactas, que funcionan bien por su cuenta, lo irritan y le causan odio. Y sin embargo, clavándoles un trozo de madera en el punto justo o dándoles un golpe en el momento oportuno, logra hacer funcionar los dispositivos según sus propios deseos. Este comportamiento, comenta el filósofo, contiene un paradigma tecnológico más alto que el de uso corriente: la verdadera técnica comienza sólo cuando el hombre es capaz de oponerse al automatismo ciego y hostil de las máquinas y aprende a desplazarlas hacia territorios y usos imprevistos; como aquel muchacho que en una calle de Capri había transformado un motorcíto roto de motocicleta en un aparato para hacer crema batida. De algún modo, aquí el motorcito continúa girando, pero con vistas a nuevos deseos y nuevas necesidades; la inoperosidad no se deja a sí misma, sino que deviene el pasaje o el "ábrete sésamo" de un nuevo uso posible.
 Agamben, Giorgio (2011): "El cuerpo glorioso" en Desnudez, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, pp. 146-147.

martes, diciembre 20, 2011

Volver a las bases (sobre Introducción a la narratología de Martínez y Scheffel)


Hace algunos años, uno de los varios proyectos inconclusos y efímeros de los que formé parte consistió en un grupo de estudio en torno esa sistemática disciplina: la narratología (queríamos imitar el precursor ejemplo de los muchachos y muchachas de la actual Luthor, desde ya). Todavía recuerdo el nombre, en el que ya se colaba el afán conceptual de este campo de saber, un afán conceptual declinado en consigna “Diégesis o muerte”. En las reuniones de nuestro querido y fugaz grupo, nos proponíamos recuperar formas de acercarnos al relato, a la narrativa conjuraran con su concreción y su especificidad a la abstracción de la teoría literaria, queríamos como se diría en la política vernácula: volver a las bases.
La publicación de un libro como Introducción a la narratología: hacia un modelo analítico-descriptivo de Matías Martínez y Michael Scheffel (Las cuarenta, 2011; trad. Martín Koval) nos hubiera venido como anillo al dedo pero lamentablemente no estaba traducido en la Argentina en ese entonces y tuvimos que conformarnos con la famosísima e inconseguible introducción de Mieke Bal (Teoría de la narrativa). La Introducción… de Martínez y Scheffel, si tuviéramos que compararla con la de Mieke Bal, se destaca por su acercamiento actualizado a una teoría de la narración y por su incorporación de otras perspectivas extraliterarias para abordar los relatos (la semiótica de Lotman; la sociolingüística de Labov; o la metaficción de White, por ejemplo). En todo caso, si algún otr@ interesad@ quisiera “volver a las bases” del análisis narratológico, nada mejor que este nuevo manual de uso de doble perspectiva: una propuesta propia y un acercamiento a otras propuestas (canónicas, como la de Genette, y no tan canónicas).
La Introducción a la narratología de Martínez y Scheffel es un acercamiento prolijamente sistemático que parte de una diferenciación precisa entre el relato ficcional y el relato factual (“Características de la narración ficcional”) para, desde esa base, dedicarse a dos grandes áreas de análisis con sus determinados elementos y conceptos: por un lado, cómo se narra (“El cómo: representación); y, por otro lado, qué se narra (“El qué: acción y mundo narrado”). En “El cómo”, Martínez y Scheffel se centran en la problemática de los modos de narrar una historia (representación) y para ellos discutirán y desbrozarán algunas cuestiones mediante la propuesta de los siguientes aspectos: Tiempo (orden; duración; frecuencia); Modo (distancia; focalización); y Voz (presente de la narración; lugar de la narración; posición del narrador respecto de los acontecimientos; sujeto y destinatario de la narración) (más dos apartados en los que discuten el alcance de la tipología de las “situaciones narrativas” de Frank K. Stanzel y el tópico, interesantísimo, de la narración fidedigna). En “El qué”, en cambio, los autores de esta Introducción... pasan al campo de lo que se narra (contenido representado) y se detienen en: Elementos de la acción; Mundos narrados; Estructuras profundas de los relatos y Perspectivas de modelos de acción narrativos por fuera de la teoría literaria. En estos últimos apartados es donde se nota, para los que fracasamos en la tarea de estudiar el fascinante mundo de la narratología, la actualización de Martínez y Scheffel en el momento del pensar una teoría de la narración de mayor alcance e interdisciplinaria.
En definitiva, habiendo disfrutado de la lectura de esta Introducción a la narratología de Martínez y Scheffel, creo que el logro del libro es que sus autores construyen una propuesta narratológica propia, discutiendo los conceptos de los anteriores teóricos de la narración y tomando lo más útil para trabajar los diversos aspectos del relato ficcional, utilizando, además, ejemplos de la más variada literatura, muy claros y trabajados con precisión (muchos de ellos de la literatura alemana (Mann, Broch pero también aparecen Kafka, Cervantes, Cortázar) y no escatimando cuadros para sistematizar la proliferación de conceptos a la que es afecta la narratología. Ante la imposibilidad de la resurrección de “Diégesis o muerte” (bah, quién dice…), me solazo en la lectura de esta Introducción... y la recomiendo para todo aquel que cansado de la abstracción y de la reflexión metaliteraria, quiere volver a las bases (las bases del relato ficcional, claro).

lunes, diciembre 19, 2011

Presentación Conversaciones con el profesor Y de Louis-Ferdinand Céline


CONVERSACIONES CON EL PROFESOR Y
de Louis-Ferdinand Céline

con Mariano Dupont y Guillermo Piro

Martes 20 de diciembre – Librería Eterna Cadencia (Honduras 5574) - 19 horas

Copio la gacetilla:


Hacia fines de 1943, los panfletos antisemitas que Céline había publicado le vuelven como boomerangs en forma de amenazas de muerte: cartas, pequeños ataúdes, granadas y navajas habían empezado a formar parte de la correspondencia que le llegaba a su departamento en París. Céline huye con su mujer a Copenhague, donde es arrestado y sentenciado a pasar dieciocho meses en prisión en el pabellón de los condenados a muerte. Cumplida la pena, con pelagra, eczemas, reumatismos y varios dientes menos, se recluye en una choza al borde del Mar Báltico, y desde allí escribe y prepara su golpe de retorno al centro de la escena literaria francesa.

A comienzos de los años cincuenta, Céline regresa a Francia con el anatema de “desgracia nacional”. Las novelas que lo relanzarían después de siete años de exilio obtienen una pésima recepción crítica y pocas ventas: para la amplia mayoría de la escena cultural francesa, Céline es mala palabra, un personaje execrable sobre el cual debía pesar, como mínimo, la reprobación del silencio. En ese contexto, acechado, escribe las Conversaciones con el profesor Y como estrategia de promoción de sus escritos y defensa de su persona. En diálogo con un personaje imaginario, un típico fantoche celiniano con función de punching ball, Céline explicita cuál fue su contribución decisiva a la literatura francesa: devolver a la escritura la emoción del lenguaje hablado, ventilando el olor a podrido que levanta el cadáver de la lengua. Panfleto cómico y exaltado, megalómano y paranoico, Conversaciones con el profesor Y es el arte poética de Céline, a la vez que un extraordinario contraataque dirigido a un campo literario que lo consideraba acabado, perdido en las brumas de la irrealidad.

Traducción y prólogo / Mariano Dupont

Caja Negra Editora
http://www.cajanegraeditora.com.ar

Piglia sobre Rozenmacher

Hacía bastante que no me pasaba por la página sobre la obra de Rozenmacher en El ortiba. Pasé y me encontré con una reseña que escribió Ricardo Piglia en una revista efímera, Revista de la Liberación, sobre Cabecita negra, el primer volumen de relatos de Rozenmacher (unos veinte años después, Piglia volvería a escribir sobre "Cabecita negra", el cuento, en La Argentina en pedazos; corriéndose bastante de la lectura realista-marxista de su primera reseña). La reseña se publicó en 1963 y gracias a El ortiba, podemos releerla online. Genial.

Reseña de Cabecita negra de Germán Rozenmacher

Un gato dorado que vuela; un hombre que lleva al hombro su ataúd; "los pájaros de panzas húmedas y escamas de lagarto y colas como víboras y grandes alas de águila y caras de pumas feroces y ojos de sangre y dientes y garras heladas y nocturnas del calor de la luna" revoloteando sobre la niña rubia; el señor respetable, rota su normalidad: "dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio" y después comenzaban a "golpearlo", a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado"; son los habitantes de un universo cotidiano y a la vez (y sobre todo) inédito en el que la realidad está puesta en el que el más acá termina. Al borde de los símbolos.
También dos solitarios, dos tristes solitarios de Buenos Aires conversan, caminan, toman café, van al cine y hacen el amor. Y varios seres humanos (Luis que sabe que si se va todos lo "llevan por delante, por payuca, y en cambio aquí" en Tartagal, es alguien, pero no puede quedarse. Manuel que "tocaba Bach para las gallinas" y que alguna vez había intentado irse "a estudiar piano en serio, y pintura con maestros, para componer música, y había pasado años afuera pero había vuelto" y Raúl "que estuvo por irse como veinte veces de aquí". Y los que nunca se irán, todos) que viven en el Norte, en Salta, monótono, repetido, que no intentan otra cosa que irse. Irse, pero no pueden, y ya no lo intentan. Y en esa imposibilidad, en esas vueltas repetidas, a la plaza, todas las tardes a las siete, están las "Raíces". Las raíces que los fijan en el desarraigo, en una dialéctica del intento frustrado, entre el irse y quedarse. Una especie de rebelión inútil, cansadora.
Los judíos tristes, extranjeros; los "cabecitas negra" que quitan la tranquilidad al Sr. Lanari, que miran ladinamente, que piden cincuenta pesos más porque "Perón no quiere que cobre menos". Desarraigados en un país en el que todos somos un poco extranjeros. Los judíos, los cabecita negra, el Sr. Lanari con "la fuerza pública y el ejército" para tranquilizarlo. Sin "raíces".
Una atmósfera que envuelve lo cotidiano, un clima narrativo que documenta lo real (salvo en "Raíces") a partir de una cierta irrealidad (irrealidad de lo real, si se permite la paradoja). Todo esto hace, de Cabecita Negra, un libro revelador. Con él, Rozenmacher se inscribe a toda una corriente narrativa argentina que a partir de Payró y Arlt —superado el naturalismo de Boedo— trata de hacer, desde la izquierda, no una "literatura de izquierda", sino una literatura (una narrativa) que documente el país, que intente (como definía Lukacs) una "aprehensión consciente de tendencias reales en la profundidad de la esencia de la realidad". Que comprenda el país, narrándolo. Una narrativa que se enriquece con los aportes de las corrientes contemporáneas (los norteamericanos del 30, los italianos de la post-guerra, Kafka) que actualiza por fin el realismo en un país en el que siempre (salvo algunos libros) se ha confundido realismo con panfleto, con costumbrismo, con obrerismo y mediocridad. Rozenmacher (y no está solo en eso) demuestra que una literatura argentina empezará a partir de una integración con todo lo que la literatura universal puede aportar técnicamente. Con una comprensión clara de lo que significa el compromiso, aceptado, sí, pero redefinido a partir de las obras y no antes. Como tendencia y no como "a priori". Desde el lector y, no en el escritor. Un compromiso que parta de aquello dicho por Engels: "el novelista cumplirá honestamente su tarea cuando mediante una fiel descripción de las relaciones sociales auténticas, destruye las ideas convencionales sobre la naturaleza de esas relaciones, debilita el optimismo del mundo burgués y obliga al lector a dudar de la perennidad del orden existente aunque no indique claramente una conclusión o ni siquiera tome perceptiblemente partido". Porque después (como el Cabecita Negra) se sabrá si el hombre (y su libro) están comprometidos con el país (con alguna parte de él). Antes, sólo se inventarán cánones.
"Tristezas de la pieza de hotel", "El gato dorado" y especialmente el universo que recrea "Raíces" (en su primera mitad) nos parecen un ejemplo de lo que Rozenmacher puede concretar no bien integre su capacidad de crear "clima", de construir verdadera poesía narrativa con su estilo seco y directo. No bien supere cierto afán de tesis (sobre todo en el final de "Cabecita Negra"), cierta irrealidad simbólica a la que parece predispuesto (especialmente en "Pájaros Salvajes"), y algún exceso de conflictos laterales, exteriores (todo lo que sigue a la aparición de Juana en "Raíces").
Con Rozenmacher encontramos otro de esos narradores que, desde la izquierda, empiezan a probar que escribir bien es requisito imprescindible para cualquier literatura que quiera ser una manera de ubicar el país en su literatura y desde su literatura.

R. P.

Fuente:  Revista de la Liberación, año 1, nº 2, segundo trimestre de 1963, págs. 46-47.

Todo queda en familia


Los chicos y chicas de el interpretador tardaron pero volvieron con toda: el número 37 de la revista es un megasuperespecial sobre dos pares de hermanos: los Viñas y los Lamborghini. Análisis, reseñas, entrevistas, cronologías, una polémica divina entre OL y DV en torno de la figura de Evita en las páginas de Marcha y hasta un inédito del buen David: "La ciudad en la novela de América Latina. 1. Buenos Aires". Periodismo de investigación cultural, le dicen, y como nos tiene acosutmbrados todo bien sazonado con introducciones críticas, artículos detallistas y ensayos dinámicos. Una joyita, pasen y vean.

viernes, diciembre 16, 2011

Mister Morton (Copi)

Nota: para leer las páginas en un tamaño amable a la vista sólo tiene que abrir las imágenes con la opción de "Abrir en nueva pestaña" en el menú desplegable del botón derecho del mouse. De otro modo, sus ojos se esforzarán por leer una letra minúscula y unos trazos delgadísimos. Queda dicho.

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La última disputa
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Se han comido a papá




En Revista Fierro, nº9, 2da época, julio de 2007.

jueves, diciembre 15, 2011

Aceite y/o agua

En mi visita siguiente, el general no me pidió que le tradujera. Me miró con simpatía y me invitó a sentarme.
—Me he enterado de que usted estudia Filosofía y Letras, soldado. Son disciplinas nobles. Pero quiero ponerlo en guardia contra el peligro que acecha a tantos intelectuales, hoy: el ombliguismo. Me gustaría que reflexione sobre lo siguiente: lo que se gesta en los niveles inferiores de la sociedad es siempre más potente, y produce efecto de más largo alcance, que lo elaborado en círculos intelectuales. Estamos acostumbrados a pensar que son los pensadores, los hombres de ciencia, quienes entienden y trasmiten lo que es importante en nuestra vida. Pero desde hace un tiempo ya no es así.
Me miró un instante en silencio, como esperando una reacción que me sentía incapaz de ofrecer; por otra parte sentía que esas palabras eran sólo la introducción a algo más vasto, y esperaba impaciente el punto de llegada.
—Hoy los intelectuales no son más que una delgada capa de aceite sobre un gran charco de agua: esa capita brilla y encandila y parece serlo todo, pero tiene apenas el espesor de una molécula. El agua que oculta, en cambio, es profunda y en esas profundidades se agitan y maduran cosas que no vemos. Cosas decisivas, puede estar seguro, que se acercan y serán dominantes, cosas que provienen de lo que llaman submundo cultural, de la subcultura.
Hizo una nueva pausa, que no atiné a interrumpir. Se puso de pie, yo también, y me dio una palmada afectuosa en el hombro mientras me señalaba la puerta con un movimiento de cabeza.
—Mastíquelo. Ahora puede retirarse.

Cozarinsky, Edgardo (2007): Maniobras nocturnas, Buenos Aires, Emecé, pp. 37-38.

Rozenmacher, radiofónico


Hoy, jueves 15 de diciembre, a las 17 hs, los amigos y amigas de Sin lugar para los débiles me invitan al programa de radio (en la emisora Ciclo P Radio) para que hable un poco sobre vida y obra de un tapado de la literatura argentina, Germán Rozenmacher (sí, señor, sí, señora, el autor de "Cabecita negra" aunque le aseguro que escribió más que eso). Asi que: ¡a sintonizar!

miércoles, diciembre 14, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (XXIII)

BENEDICT LUST

El inventor de la terapia de zona fue el doctor William H. Fitzgerald, durante muchos años primer cirujano otorrinolaringólogo del hospital de San Francisco de Hartford, Connecticut. Según Fitzgerald, el cuerpo humano se divide en diez zonas, cinco a la derecha y cinco a la izquierda, directamente relacionada cada una de ellas con un dedo de la mano y el correpondiente dedo del pie. Estas conexiones son demasiado sutiles para poder ser observadas al microscopio.
En 1917, Fitzgerald y un discípulo suyo, llamado Bowers, editan su tratado fundamental, titulado Terapia de zona. Los autores afirman que siempre es posible hacer desaparecer un dolor del cuerpo, y en muchos casos la propia enfermedad, limitándose a apretar un dedo de la mano o del pie, o bien alguna otra región periférica conectada con la parte enferma. Esta presión se puede efectuar de varios modos; habitualmente conviene atar el dedo con una cinta de goma que lo mantiene comprimido hasta que se pone azul, o bien se pueden utilizar las pinzas de tender la ropa. En determinados casos especiales, basta con apretar la piel con los dientes de un peine metálico.
La teoría de Fitzgerald fue desarrollada en un manual también obstinadamente titulado Terapia de zona, obra de Benedict Lust, apreciado médico naturista. El texto de Lust, útil suplemento del homónimo de Fitzgerald, explica minuciosamente qué dedo conviene apretar para combatir la mayoría de las enfermedades que afligen al hombre, sin excluir el cáncer, la poliomelitis y la apendicitis. Para curar las paperas hay que apretar el índice y el dedo medio; pero si las paperas son fuertes, hasta el punto de alcanzar la cuarta zona, será conveniente que el médico apriete también el anular. En casos de trastornos oculares, o enfermedades del ojo en general, deben apretarse el índice y el dedo medio; la sordera se cura, en cambio, pellizcando el anular, o mejor aún el tercer dedo del pie. Un método eficaz para combatir la sordera parcial consiste en llevar una pinza de tender ropa permanentemente colocada en la punta del dedo medio: el de la mano derecha para el oído derecho, el de la izquierda para el oído izquierdo.
Las náuseas se eliminan presionando el dorso de la mano con un peine metálico; hasta el parto puede ser indoloro si la parturienta se agarra con fuerza a dos peines y los aprieta de manera que sus púas presionen la punta de todos los dedos simultáneamente. La futura madre apenas sentirá dolor si toma, además, la precaución de atarse fuerte, con una cintita de goma, el pulgar y el segundo dedo del pie. Con el mismo método el dentista puede prescindir de la anestesia: bastará aplicar al paciente una estrecha gomita en torno al dedo de la mano, anatómicamente conectado con el diente a extraer.
La caída del pelo se puede combatir con un sistema que Lust califica de extremadamente sencilla: frotándose rápidamente las uñas de la mano derecha contra las de la mano izquierda, durante breves períodos de tres o cuatro minutos. La operación debe repetirse varias veces al día, con el fin de favorecer la circulación de la sangre y devolver su vigor al cuero cabelludo.

Voy


Mi humilde reseña de Precipitaciones aisladas de Sebastián Martinez Daniell, acá.

martes, diciembre 13, 2011

Cesarán las lluvias (Carlos Gardini)

Los muertos caían y caían...
Las lluvias habían empezado mucho tiempo atrás, ya nadie recordaba cuándo. Algunos días, como es natural, arreciaban más que otros, y los muertos, aunque distanciados por espacios regulares, caían casi incesantemente. De cualquier modo, nunca había consecuencias graves. Los muertos jamás mataban a nadie. Pero a Helena la seguían horrorizando, y Martín hubiera hecho cualquier cosa para consolarla. No era aprensión, no era miedo. Era horror puro y simple, un horror que se expresaba en asco, en un regusto de saliva amarga. Le repugnaba verlos caer así, desnudos, en el barro, las bocas abiertas en rictus espasmódicos. Después pasaban los días y se les desmigajaban las carnes, se les disolvían como cera, y los muertos se iban como derritiendo en el suelo. Todos caían desnudos, pero no todos eran iguales. Algunos eran viejos y plácidos, otros eran jóvenes y violentos; los había enteros, y mutilados, y escaldados, y descuartizados, y congelados.
Una vez, cuando Helena y Martín estaban en un campamento, un viejo desdentado había dicho:
—Son los muertos de la historia.
Había seguido un murmullo aprobatorio, y el viejo, entusiasmado con su éxito, había repetido: "Son los muertos de la historia." Sin embargo, la frase esta vez sonó insulsa, o simplemente cayó pesada, pues todos se pusieron a hablar de otra cosa, mientras el viejo se iba quedando solo con su sonrisa sin dientes, mirando llover los muertos allá lejos.
Como casi todo el mundo, Helena y Martín habían dejado las ciudades. En el cemento los muertos también se disolvían, pero era diferente. Las carnes no se fundían con la tierra. Se pudrían más despacio, y en las ciudades el tufo a muerto era inaguantable, y además, pensándolo bien, daba pena ver muertos descomponiéndose de esa manera. Por otra parte, en el campo la lluvia de muertos había abonado la tierra, y crecían árboles y plantas de formas extrañas. La gente se alimentaba de esas formas.
Martín temía confesárselo a sí mismo y nunca lo hubiera dicho en voz alta por temor a confirmarlo, pero sospechaba que esas formas extrañas eran de órganos humanos.
Huían de los muertos. Emigraban. Como tantos otros, buscaban la región donde no hubiera más lluvias de muertos, donde el ruido blando que hacían los cuerpos al chocar contra el suelo no les cortara el sueño, ni el hambre, ni las ganas de amar.
—Alguna vez cesarán las lluvias en alguna parte —decía Martín acariciando el pelo de Helena mientras miraban los muertos desde un refugio armado con piezas de autos, o desde algún galpón abandonado, o desde una estación de servicio desteñida por la herrumbre—. Y no tendremos que aguantar más este espectáculo horrible, ni soñar con estas cosas.
—Yo no sueño nada —decía Helena—. Es como si el horror me hubiera cortado los sueños.
Y Martín callaba, casi avergonzado, pues él tampoco soñaba, pero ni siquiera sentía horror. Sólo buscaba a tientas un modo de animarla, pero en realidad no sabía contra qué. Se guiaba únicamente por una intuición borrosa. Y algún muerto caía cerca, despatarrado, la boca abierta y ensangrentada, y los dos miraban y compartían una sonrisa triste.
—Jurame que alguna vez va a terminar —decía Helena en un arranque de dolor rabioso—. Jurámelo.
Martín murmuraba una promesa, y dormían, y al día siguiente reanudaban la marcha. Al principio cargaban provisiones, latas, o botellas, o los frutos de las plantas-de-muerto, como las llamaban casi todos los emigrantes, pero después empezaron a viajar sin bultos. Era un alivio, pero también un indicio de desesperanza. No tenían que llevar nada ni preocuparse por la comida precisamente porque los muertos lloverían dondequiera fuesen y siempre habría plantas.
Para colmo muchas veces se topaban con emigrantes que viajaban en dirección contraria. Intercambiaban noticias funestas y miradas de desconsuelo, a veces comían juntos, y después cada viajero retomaba su rumbo como si lo que el otro había dicho no tuviera ningún asidero; quizá desconfiaban, quizá querían creer que había un error, quizá tenían la esperanza de que las lluvias cesaran para cuando llegaran ellos pero en realidad nadie se lo preguntaba, ni se ofendía cuando los demás desoían sus consejos.
—¿De dónde vienen? —le preguntaban por ejemplo a un viajero.
—Del sur. Mucha lluvia, en el sur. Y plantaciones enteras, cargadas de frutos. Ahora iba a tomar para el oeste, para probar suerte allá...
—Nosotros venimos del oeste. Muy malo, también.
—En fin, pero hay que seguir probando suerte. ¿Para dónde van ahora?
Señalaban el sur. Y más tarde, después de compartir una comida o un té hecho con las plantas-de-muerto, cada cual seguía su rumbo, tras una despedida cortés.
A veces se formaban campamentos en algún valle, o cerca de alguna ciudad. Los campamentos eran casi permanentes, pero la gente cambiaba casi de un día para otro. Era curioso que se formaran cerca de las ciudades, pero así sucedía. Nadie vivía en ciudades, pero a todos les gustaba mirarlas de lejos. Eran como un lazo con el pasado.
Una vez, en uno de esos campamentos, encontraron a un hombre de barba roja y tupida. Viajaba solo, como tantos. La barba les llamó la atención, y se pusieron a hablar con él.
—¿Usted cree que habrá algún lugar sin lluvia?
A unos metros llovió un muerto, un adolescente rubio de piel blanca. El de la barba roja lo miró con cierto rencor, y luego habló.
—No sé, ni me importa. Yo viajo por viajar.
Decir esas cosas era una grosería, y el tono también era grosero. Muchos viajaban por viajar, pero pocos se atrevían a decirlo. Pocos se atrevían a expresar en voz alta que estaban seguros de que era igual en todas partes, siempre cadáveres que llovían y llovían, y no tenía sentido andar de aquí para allá.
Pero todos seguían. Era un modo de distraer ese tiempo quieto, de crear una esperanza, de pasar los años.
Y Martín y Helena iban de aquí para allá, alentaban la esperanza que habían creado. Jurame que alguna vez va a terminar, decía ella a veces, como en trance. Pero con todo, no podía decirse que no fueran felices. Había tanta gente sola, tanta gente que solo buscaba amigos para compartir una cena o amantes para pasar una noche, que en medio de tanta lluvia y soledad dos seres que se amaban tenían que ser felices de algún modo. Eran una excepción como ese hombre que viajaba por viajar, y tal vez por eso, mucho tiempo después, lo encontraron de nuevo. Ellos sabían que era mucho tiempo después, porque amándose habían acumulado recuerdos, esos recuerdos que se van cristalizando y adhiriendo como pólipos en la memoria y el cuerpo de los que se aman, esos recuerdos-chuchería que nadan en algún limbo impreciso, sin identidad, pero que juntos forman tiempo, tiempo sólido y firme. Era una forma de medir, y ya que nadie trabajaba, nadie sembraba ni cosechaba nada, todo era viajar y viajar, muertos fundiéndose en la tierra, cualquier forma de medición era mucho.
De nuevo les llamó la atención la barba y se le acercaron. El hombre no los reconoció al principio.
—Ah, ustedes -dijo después. Y añadió con una sonrisa hiriente-: ¿Encontraron lo que buscaban?
No contestaron. Después de una pausa de silencio, Helena preguntó, casi acusatoriamente:
—¿Y usted sigue viajando por viajar?
Pronto, pronto, le decía Martín mientras caminaban,'pronto terminará todo.
—Pronto, vas a ver. No puede durar para siempre.
—¿No puede? Pero dura y dura. Son años, Martín. Años. Martín, ese hombre...
—¿Cuál hombre?
—El de la barba roja. ¿Cuánto hacía que lo habíamos conocido?
—Bueno, años. ¿Por qué?
—Estaba igual. No había cambiado en nada. Ni la ropa le había cambiado. Es raro, antes nunca me había fijado porque nunca vemos otras personas. Uno siempre viaja y viaja. Pero él estaba igual. Nosotros también estamos iguales...
—¿Adónde querés llegar?
—¿Alguna vez viste morir a alguien? Desde que empezó la lluvia, digo. ¿Oíste que alguien hablara de muertos, de sus propios muertos?
—Sigo sin entenderte.
—Es fácil de entender. Nunca se ve morir a nadie. Se ven llover muertos, pero nunca muere nadie. Y nunca se ve nacer a nadie, y nunca se ven mujeres embarazadas.
Caminaban y caminaban. De vez en cuando oían plop, plop, en el barro. Las plantas-de-muerto festoneaban los montes. Vivir era eso, ir caminando y caminando, y plop plop en el barro. Alguna vez va a terminar, decía Martín.
Y la tristeza de Helena iba en aumento. De golpe, un día se largó a llorar. Estaba inconsolable, y Martín se sintió desconcertado, porque las cosas nunca habían llegado tan lejos. Estaban sentados en unas piedras, frente a una ciudad abandonada. Los edificios mugrientos se recortaban contra el cielo blanco. Ya va a terminar, le decía Martín, y ella sacudía la cabeza. Frente a la ciudad había gente. Era tan raro ver a Helena así, tan desanimada, y sin embargo las lluvias parecían haber amainado un poco últimamente.
—Martín —dijo al fin moqueando—, me parece que estoy embarazada.
Martín se echó a reír, abrazándola.
—¿Entonces por qué estás así? ¿Por eso sentís miedo? Mirá, hoy vamos a tener compañía —señaló el grupo de gente—. Podremos celebrarlo con una fiesta.
—No creo que estas personas estén con ánimo, Martín. ¿No ves lo que hacen?
Martín miró con más atención. Bajo un cielo limpio, entre plantas-de-muerto marchitas, enterraban a alguien. Helena acarició la mano de Martín como un objeto infinitamente frágil.

En El Péndulo, nº 10, Buenos Aires, 1982.

lunes, diciembre 12, 2011

Leer en un tiempo de peligros

En el año 1803, el poeta Friedrich Hölderlin escribió el poema "Patmos", que comienza diciendo:

Cercano está el Dios,
y difícil es captarlo;
pero donde hay peligro,
crece lo que nos salva.

Vivimos en un tiempo de peligros, ahora, en este turbulento siglo XXI (pleno de guerras, crisis, tecnología que parece arrasar con todo lo que sabemos…): ¿es todo muy diferente de aquel 1933 que hemos leído?; pienso en las nociones de Benjamin o en los versos de Hölderlin y frente al dolor y la desolación me pregunto: ¿quiénes son los lectores más peligrosos y amenazados para estos tiempos?

Leer es desplegar y abrirse a la constelación o, simplemente, al manojo de referencias, citas, vivencias que poseemos; leer es dar vida (nuestras vidas) a un texto y ponerlo en consonancia con lo que vivimos, hasta con lo que no sabemos.
El hermoso y necesario texto "Los lectores peligrosos" sigue acá, en punkipelus

domingo, diciembre 11, 2011

Lo sagrado: impureza, contagio e inmanencia

Copio algunos fragmentos de textos en los que Bataille explora el concepto de lo sagrado, su ambivalencia y su potencia:


Siempre se encuentra algo sagrado tanto en las formas más simples como en las formas más evolucionadas; lo sagrado es esencialmente comunicación: es contagio. Lo sagrado se presenta cuando, en cierto momento, se desencadena algo que tendría que ser detenido y que no se puede detener, que se dirige a la destrucción y que corre el riesgo de trastornar el orden establecido.
Lo sagrado, si se presta atención, podría sencillamente reducirse al desencadenamiento de la pasión. Y es evidente que el desencadenamiento de la pasión está en la antípodas de la razón. (“El mal en el platonismo y en el sadismo” en La religión surrealista, 25).

Lo sagrado puro, o fasto, dominó desde la antigüedad pagana misma. Ahora bien, aun reducido al preludio de una superación, lo sagrado impuro, o nefasto, estaba en el fundamento. El cristianismo no podía rechazar hasta el extremo la impureza, no podía rechazar la mancha. Pero definió a su manera los límites del mundo sagrado; y en esa definición nueva, la impureza, la mancilla, la culpabilidad, eran expulsados fuera de esos límites. A partir de entonces lo sagrado impuro quedó remitido al mundo profano. En el mundo sagrado del cristianismo, no pudo subsistir nada que confesase claramente el carácter fundamental del pecado, de la transgresión. El diablo, esto es, el ángel o el dios de la transgresión (de la insumisión y de la sublevación), era arrojado fuera del mundo divino. Aunque era de origen divino, en el orden de cosas cristiano (prolongación de la mitología judaica), la transgresión ya no era el fundamento de su divinidad, sino el de su caída. (El erotismo, 127).

En el mundo religioso primitivo teníamos, por un lado, un mundo de cosas trascendentes, de cosas con las cuales no había participación hasta que en la fiesta eran destruidas en tanto cosas; así definíamos el mundo profano, mientras que el mundo sagrado era el mundo de inmanencia, de la violencia, de la participación.
A partir del momento en que el derecho, la moral y la persona divina aparecen como sagrados, el ámbito de lo sagrado deja de ser enteramente el ámbito de inmanencia. Pues, existe un mundo sagrado trascendente que no existía en la situación primitiva. (“Esquema de una historia de las religiones” en La religión surrealista, 81).

Bibliografía

“El mal en el platonismo y en el sadismo” (Lunes 12 de Marzo de 1947) y “Esquema de una historia de las religiones” (Jueves 26 de febrero de 1948) en La religión surrealista: conferencias 1947-1948 (2009), Buenos Aires, Las cuarenta.
El erotismo (2009 [1957]), Buenos Aires, Tusquets.

sábado, diciembre 10, 2011

Se han comido a papá (Copi)

Nota: para leer las páginas en un tamaño amable a la vista sólo tiene que abrir las imágenes con la opción de "Abrir en nueva pestaña" en el menú desplegable del botón derecho del mouse. De otro modo, sus ojos se esforzarán por leer una letra minúscula y unos trazos delgadísimos. Queda dicho.

Previously: Las costumbres incaicas
Recuerdos de circo
La última disputa
Kang
Los viejos sentimientos





En Revista Fierro, nº7, 2da época, mayo de 2007.

jueves, diciembre 08, 2011

En la frontera (sobre Mancilla, n° 1)


Leí el primer número de la revista Mancilla: la época, una revista genial, variada y provocadora. Ya desde el vamos la elección del título es un acierto: el juego entre Mansilla (Lucio V.) y Mancilla (de "mancillar"), declinado en su subtítulo-objeto, aquello que se mancilla, la época, daba para escribir una editorial de presentación que tal vez no fue necesaria porque sus artículos presentan estos juegos del lenguaje. Trazo, entonces, un par de líneas para cruzar los ensayos, artículos y textos de este número y hacer un recorrido a vuelo de pájaro:
  • por un lado, está la interrogación por la frontera como lugar intelectual y político: "La necesidad del otro" por Alejandro Swieczewski recupera planteos de la antropología para pensar la política de inclusión del gobierno kirchnerista y abrir nuevas posibilidades y tensiones en dicho horizonte; y "Lucio V. (anotaciones sobre la frontera)" de María Pía López traza un recorrido que finaliza (o empieza) con Mansilla y su famosa excursión como modo de pensar y actuar desde la frontera, desde el territorio impuro);
  • luego, hay una serie que se detiene sobre el análisis de la retórica y las elecciones del lenguaje de la política contemporánea argentina (del kirchnerismo al PRO): "Usos de la sangre" de Florencia Minici es una apuesta por señalar cómo sobrevive en zonas del discurso kirchnerista la inversión peronista de la dicotomía clásica civilización/barbarie, inversión que funda un antiintelectualismo y una obsesión por el hacer, por sobre el decir y el pensar, que obturan la posibilidad de una "mutación genética del plurilingüismo"; "Retóricas: palabras para nuevas tensiones" de Juan Laxagueborde nos acerca a ciertas producciones culturales (el libro de Fermín Rodríguez, Un desierto para la nación y la revista Planta (vale decir que la sección "Equivalencia exóticas", me recordó a esta revista)) que proponen nuevos lenguajes para la política actual y que amplian las interrogaciones al poder real y las tensiones de la época, sin terminar en los callejones sin salida de la acusación o la obsecuencia; y "Política y recreación" de Cecilia Abdo Ferez quien desarrolla un brillante análisis del concepto de "felicidad" en la gestión recreativa de la Ciudad de Buenos Aires del PRO (pero también revisa los alcances del mismo concepto en el kirchnerismo) y sus consecuencias político-existenciales;
  • por último, una línea de artículos trabajan sobre los alcances y limitaciones del gobierno kirchnerista en estos años: "Estado, imaginación, canon" de Fernando Alfón propone cuatro conceptos alrededor del Estado para pensar los gobiernos del 2001 a 2011 y cuestiona la canonización como estrategia política (este artículo y el que sigue parecen estar dialogando, en tiempo real, con la actual apertura del Instituto Manuel Dorrego y podríamos ponerlos en discusión con este elocuente texto de Noé Jitrik); "En el molde. Acerca de cultura y peronismo" de Guillermo Korn reconstruye un imaginario de la historiografía (Terán, Pltokin, Sigal, Fiorucci) alrededor del peronismo clásico y pone en cuestión las dicotomías con las que se puede pensar la historia y la cultura argentinas; y "Toparse con la rareza" de Magdalena Demarco y Juan Laxagueborde sirve de contrapunto con la entrevista a Gisela Catanzaro y propone reencontrar la rareza para pensar a la época y al gobierno actual.
Además de los artículos antes nombrados, está la entrevista a Gisela Catanzaro, una interesante lectua de Paula Trama sobre las intervenciones de Luciana Lamothe y un par de artículos sobre música y teatro que apuntan a ejemplos exóticos para pensar lo propio. 
La propuesta de Mancilla: la época es movilizante y exige, en su mezlca textual, una lectura y un pensamiento activo de parte del lector. Por mi parte, celebro la aparición de una revista que pone el foco en la política, la actualidad y el pensamiento desde un lugar móvil, no dicotómico, crítico con un objetivo claro: pensar lo contemporáneo a partir de sus tensiones, sus interrogaciones, sus zonas grises. Contento, pues, con la inminencia de Mancilla, espero con ansiedad el número 2.

miércoles, diciembre 07, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (XXII)

A. DE PANIAGUA

Discípulo de Elisée Reclus y amigo de Onésime Reclus, A. de Paniagua escribió La civilización neolítica para demostrar que la raza francesa es negra de origen y procede de la India meridional; lo que no excluye que más antiguamente proviniera de Australia, dados los vínculos lingüísticos que según Trombetti comunican al dravídico con el australiano primitivo. Esos negros eran propensos a constantes migraciones; su primer tótem era el perro, como indica la raíz «kur», y por ello se llamaban kuretos. Al haber viajado por todas partes, en casi todos los nombres de lugares del mundo se encuentra la raíz «kur»: Kurlandia, Courmayeur, Kurdistán, Courbevoie, Curinga de Calabria y las islas Kuriles. Su segundo tótem era el gallo, como indica la raíz «kor», y por ello se llamaban coribantes. Nombres de lugares que comienzan con «kor» o «cor» —Corea, Córdoba, Kordofan, Cortina, Korca, Corato, Corfú, Corleone, Cork, Cornualles y Cornigliano Ligure— se encuentran también en todo el mundo, por doquier hayan pasado los antepasados de los franceses.
Semejante pasión migratoria se explica en parte por el hecho, según parece demostrado, de que a cualquier sitio que llegaran kuretos y coribantes, se tratara de la Esciria o de Escocia (evidentemente la misma palabra), Japón o América, ellos se convertían en blancos; y en ocasiones, en amarillos. Los franceses primigenios se dividían, pues, en dos grandes grupos: los kur, que eran los perros propiamente dichos, y los kor, que eran los gallos. Estos últimos son frecuentemente confundidos por los etnólogos con los perros: el espíritu reductivo tiende, desgraciadamente, a empobrecer la historia, observa Paniagua.
Perros y gallos recorren las estepas del Asia Central, el Sahara, la Selva Negra, Irlanda. Son ruidosos, alegres, inteligentes, son franceses. Dos grandes impulsos cósmicos mueven a kuretos y coribantes: ir a ver de dónde sale el sol e ir a ver dónde se pone el sol. Guiados por esos dos impulsos opuestos e irrefrenables, acaban, sin darse cuenta, por dar la vuelta al mundo.
Se alejan hacia Oriente haciendo diabluras plantando menhires a lo largo del camino. Llegan a las islas Kuriles; un paso más y están en América. Para demostrarlo bastará encontrar un nombre de lugar importante que comience por Kur. El más obvio es Groenlandia, cuyo auténtico nombre, explica Paniagua, debía ser Kureland. Sería erróneo creer, por el contrario, que «Groenland» quiere decir tierra verde, si tenemos en cuenta que Groenlandia es blanca, por cualquier lado que se la mire; pero el triunfo que esgrime el etnólogo es una fotografía de dos esquimales, sacada tal vez en el infinito crepúsculo polar: en efecto, son casi negros.
Otros kuretos y coribantes, también saltando, también disfrazados de perros y de gallos, parten hacia Occidente. Remontan el Ister (hoy Danubio), empujados por un ideal más excelso; en la oscura sangre de la raza ya sienten el alegre impulso de ir a fundar Francia. En cuanto a la piel, al pasar por los Balcanes se han convertido en blancos, incluso en rubios. En ese momento deciden asumir el glorioso nombre de celtas, para diferenciarse de los negros que se han quedado atrás. El autor explica que celtas quiere decir «celestes adoradores del fuego», de «cel», cielo (etimología de tipo inmediato) y «ti» (fuego en dravídico, etimología de tipo mediato).
Mientras los nuevos blancos remontan el Danubio, Paniagua ensalza su paciencia y su osadía: tantas fatigas, tantos ríos y tantas montañas que cruzar, para ir a poner las primeras piedras del edificio de luz y de esplendor donde reside inmutable el alma profunda de Francia.
A lo largo del camino, los celtas envían aquí y allá misiones exploradoras que fundan colonias que luego han pasado a ser ilustres; por ejemplo Venecia (nombre francés original, Venise), del dravídico «ven», blanco, y del celta «is», abajo. Difícil encontrar una etimología más exacta, comenta Paniagua. Un estirón migratorio más, y los tiroleses se separan de la rama principal para instalarse establemente en las costas del Tirreno, como indica la raíz “tir”.
Una ramificación más importante, impacientada porque Suiza no les deja pasar, desciende por el Po y funda Italia (nombre francés original, “Italie”). La etimología también es bastante evidente en este caso; «ita» viene del latín «ire», viajar, y «li» del sánscrito «lih», lamer. Esto quiere decir que los perros kuretos no sólo ladran, sino que lamen; Italia significa por tanto «país de los perros emigrantes lamedores». Lo que resulta aún más evidente si se piensa en los ligures, aquel pueblo misterioso: li-kuri, o sea los perros lamedores por excelencia.
La Civilisation Néolitique (1923) es una publicación de la casa Paul Catin; otros volúmenes de la misma colección son Mi artillero, del coronel Labrousse-Fonbelle, y Hellas, Hélas! (recuerdos picantes de Salónica durante la guerra), de Antoine Scheikevitch.

martes, diciembre 06, 2011

Voy


Copio la gacetilla:

El Ojo Mocho, ¿nueva época?

La intensidad política de este tiempo reconfi­gura los puntos cardinales que la década an­terior parecía haber fijado en juicios y orien­taciones claramente determinadas. ¿Cómo se ha producido esa inflexión? ¿Qué de esa inflexión se espeja en el pasado? ¿Y cómo es que se direcciona hacia un porvenir? En este número de El Ojo Mocho no hay respuestas unívocas, sin em­bargo hay una obligada búsqueda del repo­sicionamiento de la crítica, motivada por el impulso de la época. Esa búsqueda sin cer­tezas definitivas sitúa la discusión en el lo­cus mismo en donde se produce el desplaza­miento. Desde allí retrocede y avanza, para encontrar, en ese movimiento, el movimiento mismo de lo político. ¿Cuáles son los nom­bres que configuran nuestra época? ¿Cuá­les son sus desafíos? ¿Y cuáles sus límites?

Grupo editor: Alejandro Boverio, Darío Capelli, Matías Rodeiro

/ / / Entrevista a Eduardo Rinesi

Escriben: Alejandro Kaufman / Maria Pia López / Alejandro Boverio / Darío Capelli / Matías Rodeiro / Gerardo Oviedo / Jack Nahmías / Juan Laxagueborde / Nicolás Lavagnino / Guillermo Vázquez / Gabriel D´Iorio / Diego Sztulwark / Verónica Gago / Cecilia Flachsland / Mauro Miletti / Eduardo Muslip / Shirly Catz / Magdalena Demarco / Florencia Gómez / Fernando Alfón / Sebastián Russo / Facundo Martínez / Juan Terranova / Horacio González

domingo, diciembre 04, 2011

Oversharing, multitasking e hipertextualidad


Más interesante podría ser estudiar cómo es que la tecnología ha ingresado en nuestras vidas diarias. Como decía Eze, dentro de poco vamos a dejar de tener muchos aparatos diferentes para pasar a tener un “coso” multipropósito, y este va a estar, por supuesto, permanentemente conectado al Internet, y ahí chatearemos, y leeremos y haremos amigos y guardaremos recuerdos, nos enamoraremos y putearemos cuando sea conveniente a quien sea conveniente, o porque sí. Me encantaría ser lingüista o antropólogo o sociólogo, y escribir tesis o papers sobre los códigos de comunicación, esas hermosas mutaciones del idioma que van surgiendo y muriendo según quiere la selección natural, hasta formar, con sus detritos virtuales, estratos geológicos de memes, emoticones, comentarios-en-azul y mefirmás.

Pero lo que yo más quisiera es encontrar como es que la realidad nueva se manifiesta en el arte y en la cultura. Más allá de los medios de transmisión o de las estrategias de distribución, ¿cómo es que esta vida de oversharing está cambiando nuestras novelas, películas o canciones?
Los augurios teóricos de Colifloressecas siguen acá. Visto en El Baile Moderno
Mientras leía el post, no pude dejar de pensar en este libro, ni en Fringe, ni en American Horror Story, ni en este otro libro.

sábado, diciembre 03, 2011

Sobre El agua en los pulmones de Juan Martini (Elvio Gandolfo)

Sigo intentando configurar un pequeño rastro del policial negro en Argentina (intento omitir las obviedades o lo muy trabajado por la academia). Ahora, traigo esta concisa y lúcida reseña de Gandolfo, escrita en los '70, sobre el policial negro de Juan Martini, El agua en los pulmones (1973) (luego, vendrían Los asesinos las prefieren rubias (1974) y El cerco (1977)). Gandolfo separa a la novela de otras que también tienen elementos de policial negro en ese momento y se detiene específicamente en los logros de la prosa de Martini y en la configuración de los personajes. En fin, cortita y al pie, una reseña para otro ejemplar de policial negro en Argentina.

Reseña

Juan Carlos Martini, El agua en los pulmones, Buenos Aires, Goyanarte, 1973.

La primera novela de Juan Carlos Martini presenta varias características que llaman la atención. Se trata, por empezar, de una "policial'' a secas, clásica, con intriga, asesinatos y un investigador privado como protagonista. Esto la diferencia de otras novelas recientes (Triste, solitario y final de O. Soriano; Los tigres de la memoria de J. C. Martelli o The Buenos Aires Affair de M. Puig) donde lo policial era un elemento más dentro de una trama mítica o novelística (Soriano o Martelli), o no existía (Puig). En segundo lugar, la acción se desenvuelve en una ciudad poco frecuentada por la literatura argentina en general y por la policial en particular: Rosario. En tercer lugar, Martini se desenvuelve con una seguridad poco frecuente incluso dentro del panorama de la novela "negra" en general.
La efectividad de su estilo, que debe mucho y lúcidamente a Chandler y MacDonald, se expresa sobre todo en el ojo incisivo y sintético con que define, por detalles externos y materiales, ya sea la personalidad de un personaje o el habitat que lo rodea. Pocos trazos, aparentemente gruesos y al descuido, bastan para "ver" a Vargas, a Ferrer, a la Sra. Iglesias.
Los personajes están estructurados dentro de una compleja pero férrea pirámide de clases y vínculos de dependencia, que va desde la cúspide (el industrial Iglesias) descendiendo a través de Ferrer, la señora de Iglesias, Milton, Vargas, hasta llegar a las mucamas y los mozos, que se mueven como sombras a un lado de la madeja principal. Virginia Soulages queda un poco apartada de esa pirámide. Es cierto que maneja los hilos de la intriga, pero lo hace con la inescrutabilidad y la lejanía de una Parca o del Destino. Esto la vuelve más simbólica que real y cuando aparece físicamente, en las últimas páginas, provoca una de las pocas fallas del libro, de la que hablaremos más adelante.
Por último está el contorno, la atmósfera en que todos se mueven: Rosario. Martini ha sabido tratarla literariamente, como un escenario convincente, sin fisuras ni pintoresquismos, también sin simpatía. Los personajes sólo la soportan o la usan. La humedad y la llovizna permanentes que la cubren dejan de ser propiedades climáticas para convertirse casi en una exhudación de la sórdida cadena de crímenes, traiciones y humillación. Por fin, cuando todo acaba, el cielo es celeste, limpio, el sol da una luz intensa y blanca, y el foco se ha movido desde el centro o los barrios a la orilla del río, la parte menos opresiva de la ciudad.
Dos personajes medios, tanto por su acción como por su ubicación en la pirámide, el ex policía Vargas y el periodista Oliva, son los más trabajados. De ellos conocemos las vidas completas, detalles de la infancia y la juventud. Solís, en cambio, comparte con una larga serie de protagonistas, desde el Quijote hasta Marlowe o Archer, su destino de factor desencadenante. Es un hombre solo que únicamente puede conseguir romperse las uñas arañando la superficie de las cosas. Además, como antihéroe, está destinado a que le bajen los dientes, lo torturen, o a ser simplemente ridículo (la misma puerta que se haría astillas incluso ante el impacto de Marlowe se abre cortésmente y lo deja trastabillando frente a una Luger).
En ese mundo de decisiones masculinas, donde las mujeres quedan a un lado —lejanas (Laura Solís), impotentes (la Sra. de Iglesias), desesperadas o tristes (Lina)— recibiendo de rebote algunos golpes, que es tomado hasta con ironía por los personajes cuando se enfrentan y hablan, todos actúan conscientes de su papel, sobre todo los que están al tanto del asunto de las tierras. Por eso sorprende el papel de Virginia Soulages. No sólo se mantiene inalcanzable, como dijimos, sino que cuando es alcanzada por Solís, provoca en él una reacción poco acorde con el resto de la novela: la ahoga en un bañado, envuelto en vendas, bajo un cielo nublado, en la oscuridad. Aún justificado por la venganza, el fragmento suena discorde, con un sabor un poco grotesco, casi romántico. Este pequeño desfasaje se refleja sobre el final. Toda policial, por su mismo carácter, soporta un andamiaje lógico que, para diferenciarlo de la trama o del estilo, yo llamaría "mecánica". Dentro de esa mecánica, es un poco inconcebible que varios meses más tarde de su asesinato los patrones de Virginia no conozcan su destino, que Marín deba preguntarle justo a Solís qué ha sido de ella. Felizmente la solidez de las 170 páginas anteriores quita trascendencia a este detalle.
Juan Carlos Martini es autor de dos libros de relatos1. En ellos predominaba un estilo experimental, del que se fue despojando con el tiempo, hasta llegar a sus últimos cuentos2 y a esta novela, donde, paradójicamente, en esa prosa descarnada, casi esquemática, parece haber encontrado su voz propia.

1 El último de los onas, Buenos Aires, Galerna, 1969; Pequeños cazadores, Buenos Aires, Centro Editor, 1972.
2 "Pájaro sobre pájaro" en Pequeños cazadores; "La pura verdad" en El lagrimal trifurca, nº 9; "Procedimientos" en La Opinión Cultural, 3 de marzo de 1974; "Cuarteles de invierno", en Crisis, nº 10.

En revista Hyspamérica, nº8, octubre de 1974, pp. 97-98.