¡Lean, che!
Hace 17 horas.
Las formas son simples: una introducción, el planteo de alguna hipótesis, su aparente demostración con citas y anécdotas, la aparición de dos invitados que reafirman lo expresado, un final con conclusión o intervención de “los alumnos”, que siempre constatan lo dicho. Ninguna contradicción, ninguna discusión, ninguna noción distinta a las de quien enuncia, que se dice descreer del canon de la crítica, canonizándose en el proscenio visual. Pero también se exime, y autocrítico, en la última charla (porque eso hace, dialoga con el imaginario público recluído en el aula de su voz) recomienda ciertos textos de Borges que subraya imprescindibles. El artificio crítico que esto convoca es la inversión, ¿qué textos de Piglia recomendaría Borges? Pero hay otra cuestión más primitiva, o radical. Y ya no es el tono, sino la forma oral con la que Piglia construye su discurso, que remite más al titulado del concepto que a su verificación. Frases como “Borges estuvo más cerca que nadie de ser eso que quería ser”, “Borges iba a donde fuera a decir lo suyo, por eso estoy acá (¿?)” ó “La industria borgeana editorial y la industria borgeana académica, no quieren reconocer que Borges se quedó ciego en 1953 y su capacidad de estilo quedó destruida” (clase 1), demandan otro gesto crítico: la verdad de las mismas no se constatan en ningún momento.
El domingo 16 de agosto de 1964, Raúl Baron Biza citó a su esposa Clotilde Sabattini junto a sus abogados en su departamento de la calle Esmeralda 1256 de la ciudad de Buenos Aires para ultimar los detalles de un divorcio que, desde la boda uruguaya, llevaba casi treinta años en intermitente proceso. Jorge Baron Biza, uno de los tres hijos del matrimonio que, al albur de estas intermitencias y cuando las separaciones acaloraron el feminismo de Clotilde, se llamó Jorge Baron Sabattini, define el vínculo de sus padres como una amalgama de amor y odio, “un apasionado divorcio infinito”.
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