sábado, junio 27, 2020
Oficios lectores: Emisión 6 y 7
lunes, junio 22, 2020
A la vera de un camino...: Sara Gallardo y los enanitos
El 6 de marzo de 1950, a los diecinueve años, Sara imaginó desde “San Pedro” una aventura literaria poco común, testimonio de su sensibilidad hada un mundo invisible y operante y versión larvada de lo que sería su fuerte cuestionamiento de las enseñanzas recibidas.
Recibí tu carta que papá me trajo junto con unos libros de filosofía; también me llegó tu telegrama ¡gracias!
Pero no he podido estudiar en todo el día por los nervios de una cosa que me pasó anoche y que nunca me vas a creer si te cuento.
Estaba durmiendo profundamente cuando me despiertan unos golpecitos en la ventana y una especie de cuchicheo que me decía que fuera al monte.
Papá no estaba, Miguel en una guitarreada, mamá arriba. Voy al cuarto de papá y agarro el revólver, me envuelvo en un poncho, y con los dientes castañeteando, digamos que de frío, entreabro un postigo del escritorio.
La luz de la luna inundaba todo. Asomo la cabeza y oigo en el monte un rumor como de voces.
Ahora vos, que has vivido aquí, hacete una idea de las cosas que me pasarían por la mente: un confuso tropel de ideas sobre el Vasco Elso, Nerita y otros entes me cruzó por la cabeza.
Desde luego que lo primero que decidí fue volver a cerrar con llave, confiar en las rejas de las ventanas y meterme a tiritar en la cama.
Mientras te escribo vuelvo la cabeza repetidas veces hacia la ventana, recordando mi miedo.
Pero en ese momento se me presentó el cuadro de las circunstancias: mamá arriba, recién llegada, con Dorotea, profundas, Marta profunda, Jorgito profundo, y lo mismo en la cocina.
¿Iba yo, después de alimentarme del Cid y de Homero, a meterme en la cama como si tal? Volví a asomar la cabeza, y comprobé estupefacta que el rumor de las voces del monte no eran como de hombre, sino finitas como de unos chiquitos.
Me encomendé a todos los santos y avancé revólver en mano por el sendero del monte.
La luz de la luna pasaba entre los árboles en chorros desiguales, mi corazón latía con saltos desiguales y yo tropezaba en las desigualdades del camino. Conque mirá vos.
Y llegué al medio del monte, donde hay un viejo paraíso con una cueva al pie y el tronco cubierto de musgo, y unos talas retorcidos se sostienen unos a otros.
¡Y pensar que no me vas a creer Isabel! ¡Y pensar lo que vi!
Estaban sentados en el suelo, y en los troncos de los árboles. ¡Ah! si no tuviera la prueba aquí sobre la mesa, te aseguro que yo creería que he soñado.
Tienen el largo de un dedo de tamaño y vuelan sin alas, como empujados en el aire por una fuerza invisible. Yo los veía por primera vez.
Uno me dirigió la palabra, y parecía ser el más importante de todos.
“Siéntate sobre la raíz” me dijo, y te aseguro que yo no sabía si tenía frío, y no me acordaba del revólver.
Confusamente tenía ya ganas de que todos los de casa estuvieran allí mirando.
“Porque ya nadie cree en nosotros, es que estamos aquí” me dijo el rey, y el rumor como de abejas que hacían los demás paró de golpe.
Voy a tratar de describirte lo que yo veía, aunque no me va a salir bien, y aunque ya sé que estás pensando que soy una macaneadora. De todos modos quiero escribirlo aunque nadie me crea.
Había una multitud de los duendecillos de los cuentos, como personitas, esbeltos, frágiles, sutiles y de ojos verdes. Se vestían pareciera que con pétalos de flores y pieles de laucha, pero no lo puedo asegurar porque yo estaba muy turbada, y la luz de la luna engaña mucho.
Al pie del paraíso, en la boca de la cueva había un montón de gnomos, tal como uno se los imagina, pero más chicos de lo que yo creía que son.
En las hojas yo veía que algo se agitaba y después supe que eran silfos, que viven por los árboles, y son como verdes y traslúcidos.
Yo no podía creer.
El rey dijo de repente: “Habla”, y una vocecita como un pitito dijo: “Vengo en representación de las sirenas verdes y lustrosas del océano y de las sirenas de ojos azules y largo pelo de oro del Mediterráneo. También de las náyades que viven en los ríos, y las ninfas que corren por los bosques. Ellas no pueden llegar hasta aquí”. Era un duendecito vestido de amarillo.
En mi fuero interno empecé a desear que volviera Miguel de la guitarreada y nos pescara así.
El rey me dijo: “¿Has creído alguna vez en la existencia de todos nosotros?”.
“Sí”.
“¿Porqué dejaste de creer?”.
“Me probaron que no existían...”.
“¿Quién te probó?”.
“Los sabios”.
“¿Qué te enseñaron?”.
(Por mi mente pasó un confuso montón de recuerdos de la filosofía tragada estos días).
“Me enseñaron que hay seres espirituales y seres materiales. Los espirituales: el alma humana, los ángeles y Dios”.
Un coro de risas como de un cristal golpeado por la uña resbaló entre los árboles.
“¿Nada más?” dijo el rey.
“No entiendo” contesté ¡tuctus!
“¿No te enseñaron que Dios puede todo?”.
“Sí”.
“¿Y que al principio de los tiempos del mundo, creó unos seres de una materia distinta y los puso en el mundo junto con los árboles, los hombres y lo demás?”.
“¡¡¡!!!”.
“¿No te basta el testimonio de siglos de humanidad que decían que existíamos? ¿No creíste después de vernos en los capiteles de las catedrales y rodeando las tumbas de damas y caballeros medioevales, retratos en la piedra? ¿Tus sabios, lo saben todo acaso?”.
“Casi todo; ¡mucho!...”.
“¿Te han dicho tus sabios quiénes mueven las cortinas cuando no hay viento, porqué suenan las arpas y violines solitarios?
“¿Te han dicho qué historias de naufragios y sirenas cuentan los caracoles al ponerlos en tu oído; saben qué escriben las gotas de lluvia cuando caen; saben ellos el idioma de los pájaros y de las flores? ¡Vamos a ver! ¿Te han dicho eso? ¿Lo supieron?”.
(Yo aplastada).
“Dios mismo les dijo, y Vds. lo repiten a diario, que deben ser semejantes a los niños”...
“¿Porqué me llamaron a mí entonces?”... dije en un arranque de elocuencia.
“¿Acaso no has dudado a veces de tus sabios? A los niños no les creen, quizás a tí te crean”...
(Estuve a punto de musitar un “¡difícil!” al estilo de Manuel [el hermano mayor de Isabel], pero no me animé.
“¿No has creído oír que te llamaban por tu nombre mientras estabas sola? ¿Mientras mirabas el mar no creíste ver sirenas fugitivas? ¿Acaso serían tus sabios los que nadaban?”.
(Otra carcajada general. Yo estaba boleadísima porque la ironía del rey era algo que dejaba la mía reducida a un poroto).
“Cuando te metes el tenedor en la boca y está vacío ¿quién crees que sacó la comida y la puso sobre el plato?”.
“Bueno, bueno, ya creo, ya veo que son verdad, ¡no saben Vds. cuánto me alegro!”.
“Algunos sabios nos conocieron —sugirió el rey en tono más conciliador—, son los modernos de hace 3 o 4 siglos los más tontos. En los antiguos mapas, ¿no viste dibujadas las sirenas?”.
“Cierto”...
“Bueno, niña, ¿te creerán las gentes cuando les expliques?”.
“No sé... este... señor... trataré por lo menos”...
(En ese momento pasó una idea “ventajita” por mi cerebro).
“Quisiera pedirle algo” le dije.
“Habla”.
“¿No podría aprender yo todo lo que Vd. me dijo antes: lo que escriban las gotas de lluvia, los cuentos de naufragios y todo eso?”.
El rey hizo una sonrisita y me contestó que hay que querer para poder y buscar para encontrar, con lo que me quedé medio desconcertada. Después me miró y me dijo:
“Adiós. ¿Te olvidarás de nosotros?”...
Yo brutísima le pedí un recuerdo de ellos y me dio unas florcitas chiquititas que tenía en la mano. Son amarillas y así: [el dibujito les da menos de tres centímetros], de ese tamaño.
Las tengo a mi lado ahora.
Se fueron, unos por las hojas, otros por el tronco y entre el pasto; yo me paré aterida y el revólver resbaló por mi camisón y cayó al suelo.
Lo levanté y trayendo en una mano mis florcitas y en la otra el arma, volví a la casa.
Todo estaba igual, todos dormían. Me acosté. Al despertarme esta mañana pensé haber soñado el sueño más extraordinario de mi vida, pero en la mesa de noche estaban las florcitas.
¿Te has convencido? Yo desde luego.
El viernes volveremos y te veré.
Gallardo, Jorge Emilio (2008). Geografía de la infancia, Buenos Aires, Idea viva, pp. 124-128.
viernes, junio 19, 2020
Dogga. El amor siniestro
lunes, junio 15, 2020
Breve noticia de Los espantos, de Silvia Schwarzböck y el sello Cuarenta Ríos
sábado, junio 13, 2020
"Profecía a un púber", fragmento de La tarde de los profetas, de Juan Revol
miércoles, junio 10, 2020
Oficios lectores: Emisión 5
lunes, junio 08, 2020
El superhombre punk de Nietzsche. Alberto Laiseca en la revista Banana
El superhombre punk de
Nietzsche (más
vale Nietzsche en mano que cien volando) (Alberto Laiseca)
“Ahora que ya no hay nada viene de todo”.
(Profesor Federico Chopus; premio Nobel de Literatura, 1984).
Pese a los brillantes adelantos de la Tecnocracia, tanto en materia edilicia como en lo referido a bienestar social, había muchos que insistían en seguir viviendo en el cementerio. Y resultaba lógico: ningún lugar era más barato y tranquilo. Bien podía decirse que la necrópolis fue el Barrio Latino de la capital tecnócrata. Allí transcurrían sus existencias los fronterizos, los poetas y los orgiastas. El derecho de cada uno a irse a vivir al camposanto se respetaba escrupulosamente en aquel país.
La Carabela era el principal de los cementerios de Monitoria, la capital de la Tecnocracia, y el más concurrido. Al atardecer empezaba la festichola. Las águilas funerarias de los monumentos, de alas plegadas, marcaban largas sombras. Parecían Dioses cansados que, luego de arduo trabajo, sólo se permitieron disciplinadamente esos bloqueos de luz como única manifestación física de agotamiento. Se observaban planchas de tierra con trincheras de cipreses a ambos lados. Dentro de un macizo de árboles —entre tumbas colosales y estatuas monstruosas— que se encontraba situado a la derecha del camino, borboteaban reflejos sangrientos. Eran los destellos de una enorme fogata que alguien había encendido. Se escuchaban, desde ese lugar, ruidos y gritos horrísonos. El titánico grupo de vegetales, con hoguera como centro y corazón, recordaba a una especie de hiperbórea verde y escarlata. Pero el cazador de fantasmas se hubiese llevado un chasco, pues al llegar al claro de la espesura funeraria y divisar las cosas que se movían alrededor de las llamas de tres metros de altura, habría comprobado con horror que no se trataba de muertos resucitados, como esperaba, sino hombres y mujeres bailando y que se refocilaban entre vodkas y canciones rusas.
Muchos bardos tenían la costumbre de dormir en el fondo de las criptas. Alumbrados por velas escuchaban discos con sus amigos, unos a otros se leían sus trabajos, etc. Entre ellos estaba el escritor Camilo Aldao Iseka, quien se hizo famoso por su poema reventado: Nena, ¿por qué no querés venir a vivir conmigo al cementerio? Por cierto, pese a que hacía rato que ellas estaban instaladas en ese lugar, negábanse a curtir con él de la manera más firme y terminante. Decían: “Este pibe me gasta. Su poesía mata pero él es un seis. No me interesa su dibujo. Yo estoy en otra película. Sus transas siempre terminan en pálidas. Estás curtiendo lo más bien, sin mala onda, y de repente se pone el cucuruchito maléfico de sombrero. Siempre en órbita pero mal, ¿viste?, con mano negueta. No es que yo lo quiera mandar al pozo, ahí donde hace frío, pero es que larga átomos de seis. Es la antigloria. Como el culo de la vaca o jamón de chancho gigante supercerdo. Su viaje me parece una pirueta absurda. Polifétido con 500 megaciclos por segundo”. Así hablaban muchas de ellas, aunque no todas; porque como muy bien dijo Dostoiewsky: “No existe hombre que sea tan malo o tan feo, que no encuentre por lo menos una mujer que lo quiera”. Por eso nunca faltaba alguna que, de ultima, se le unía: ¡Liebe macht blind! (¡El amor es ciego!). Lo que le dio justa fama, diré por otra parte, no fue el referido poema, sino su novela en 14 tomos titulada El pterodáctilo se comió la manteca.
A veces los artistas borrachos salían por entre las tumbas, en procesión de antorchas, con el propósito de hacer toda clase de barbaridades. Rompían los vidrios, rajaban las lápidas, dejaban los techos de los mausoleos llenos de trastos, se jugaban las mujeres a las cartas, etc. Andaban en moto sobre los canteros, caracoleaban por entre los cipreses y perdía aquél que se rompía la crisma. Después se arrepentían y ayudaban al cuidador a limpiar las inmundicias, pegar las losas, revocar las paredes de los panteones, y los escultores dejaban como nuevas a las agudas de alas plegadas y estatuas yacentes. En realidad fundían tanto los níqueles estos poetas, que era un milagro que el Monitor —que así se llamaba el súper de los tecnócratas— no llamase a sus ejércitos acantonados en Nubia para exterminarlos.
Paralelepipedinsky era el más grande de todos los músicos de la Tecnocracia. Existía desde muchos años atrás un aparato llamado pirófono, dotado de innumerables tubos de vidrio, los cuales le daban el aspecto de un órgano. Se basaba en los efectos sonoros que provoca el fuego al pasar por cilindros de distinto largo, diámetro y espesor. Tal máquina, por razones que Paralelepipedinsky no podía comprender, jamás había salido de los gabinetes de física donde los profesores, con fines didácticos, experimentaban con ella ante sus alumnos. Él sería, pues, el primero en utilizarla en el reino de la música. Construyó, como cabía esperar de un tecnócrata, un órgano enorme con tubos que iban desde los dos metros de largo hasta los veinticinco. Invitado por los bohemios decidió dar un recital de rock punk en el cementerio de la Carabela. Allí estrenaría su aparato.
La noche del concierto, Paralelepipedinsky apareció conduciendo su pirófono, al cual había dotado de motorización orugada, como la de los tanques, única forma de contrarrestar el enorme peso. Una bulliciosa multitud saludó su aparición alborozadamente con gritos escandalosos, silbidos y desnudeces. Las chicas punk tenían pelos de colores naturales pero les deux mamelle (las dos… pechugas, como quien dice) pintadas de violeta, naranja, fucsia o amarillo glotón. Otras, recatadas, habían cubierto sus pechos con blusas de seda, con flecos, pero mostraban verdes culastros a través de agujeros circulares practicados en los pantalones. Ellos, por su parte, protegieron sus cabezas con cascos de acero sobrantes de guerra, llenos de dibujos con símbolos tecnócratas, e inscripciones obscenas. Ello contrastaba con el pelo corto y la indumentaria convencional (trajes de casimir donde ni siquiera faltaba la corbata y el chaleco).
Paralelepipedinsky encendió la caldera del pirófono y efectuó algunas pruebas. Ya con los tubos calientes comenzó a tocar aquella música extraña, contradictoria, triste, agresiva, nihilista, feroz y, al propio tiempo, llena de esperanzas, que es el punk. El fuego, al principio, formaba cilindros de diferentes alturas, color anaranjado maíz. De pronto, con una convulsión, aparecieron los rojos, brillantes y en vivas densidades. Ese cromatismo variaba desde la tonalidad del amanecer hasta la del ocaso, con penachos triunfantes pese a su derrota. Reverberaban como la nieve, parecían sufrir viraje a través de grandes vidrios planos e invisibles. Cayeron muchas hojas de otoño. Las estatuas de los monumentos tenían sombras rojizas en las mitades de sus rostros. La música y el fuego del pirófono propagaron sanguíneos hirientes. Los caballos de piedra, subordinándose al punk, adoptaron tostaduras escarlatas sobre violáceos. Lagos de fuego eterno —como en las cumbres de las altas montañas— sobre losas de mármol transparente. Una espada de granito, a causa de un arpegio tocado por Paralelepipedinsky, se cubrió de óxido. Fue sólo un instante, pues luego el color cayó en escamas hasta el pavimento, surgiendo debajo el rojo de Prusia, con marcha militar. Hojas de gas subieron hasta los árboles, en inversa de otoño. Más incendios, en anaranjados fumes con refulgencia. Marrón vino por lo suyo: todos los senderos de acceso al recital cubriéronse con fuego base y azul indefinible. Cadmio de Van Gogh en los pechos de las mujeres, y pezones en verdoso punk. Castellanos cálidos desde los cascos de acero, luchando con frías tonalidades. Pesimismo en contradicción con alegría de batalla.
Paralelepipedinsky comenzó a cantar Estreptococos, su rock (letra de Camilo Aldao Iseka), con voz horrible y hermosa:
“Creí que pisaba una naranja/y era una nube de langostas. /Creí que pisaba un verde prado/y era un charco de sucia kriptonita. /C... fuego. Superhombre de Nietzsche. /Así como es arriba es abajo/el espejo de arena. /Ya me mandé a mudar y no lo sabes. /Hice la otra valija. /Loca good bye”.
Aquí el cantautor observó a una linda baska punk, con las pequeñas tetiláceas al aire, sentada en la primera fila de pasto. Le sacó la lengua groseramente a fin de conquistarla por medio del feísmo. Se habría salido con la suya pues ella dio señales de estar muy bien impresionada, en pleno cope ante el sugestivo hechizo: pero su compañero, que estaba al lado y comprendió la maniobra, con una sonrisa y sin enojarse en lo mínimo, tomó una lata vacía de Monitor cola y le pegó un latazo en la cabeza; como diciendo: “Te quiero pero no jodas”. Todo muy punk.
Sin dar señales de dolor o fracaso, Paralelepipedinsky continuó cantando:
“Doctor Jekyll and Miss Hyde, /la doble personalidad, /la eterna y p. . . división. /La Tierra es cúbica, /saguen!(*) /Así como arriba se pudre abajo /yeah! /yeah saguen! /- No me vengas con tus estreptococos analíticos. /Yo, ella y el analista /no more. /No me gusta el triangulo de las Bermudas francés. /Saguen saguen, viva saguen, /viva saguen y Odin-Rah. /Saguen saguen, viva saguen, /y las marchas militares. /Saguen saguen. viva saguen, /-viva saguen y Odin-Rah. /El rock y las marchas militares /son la única verdad. /Saguen saguen, viva saguen. /viva saguen y Odín-Rah”.
Tuvo un éxito infernal. Las tumbas se hundían. Hasta el architraidor Tofi (del cual hablaremos algún día) tenía ganas de salir de su fosa y sumarse a la batahola. Para nuestro amigo esa fue una noche extraordinaria, pues si bien fracasó con la punk levantó a su hermana, quien quedó seducida sola y de rebote, pese a que el gesto era para la otra (o tal vez por ello). El compositor sintió que estaba rehabilitándose y en más de un sentido.
Entre muchas y diversas cosas -diremos para resumir— tocó una extraña adaptación al rock del Funeral de Sigfrido y la obertura de su ópera Gran caída de los Nibelungos seis.
Luego se dispersaron, cada uno con lo suyo. Que fue mucho.
(*) Expresión sin sentido consciente. Sin embargo, suena como la pronunciación exacta de la palabra sagen (“decir”, en alemán), de lo cual se infiere que no por arbitraria es menos significante, como todo vocablo que propaga el inconsciente colectivo. Una traducción sería entonces: “decir”, “largar afuera lo que se tiene adentro”.
Fuente: Banana, n.° 2, diciembre de 1982.
sábado, junio 06, 2020
Moléculas Malucas, un paseo fuera del margen
Estamos acá porque se nos ocurrió desempolvar archivos olvidados y refrescarnos la memoria sobre las luchas y producciones de quienes nos antecedieron en nuestros movimientos fuera del margen.
Quien lo viera como él a la entrada de la Estación Constitución hubiera sin duda notado cierto aire de Teorema de Pasolini, si ése –además– hubiera sido alguien predispuesto para encuentros de esa naturaleza, y remarcara el declive de las baldosas en dirección a las rejillas, detalle digno de tomar en cuenta para advertir con solemnidad la proximidad de los restantes días, el remanso de una serie de acontecimientos posibles viniendo de la calle, espesa, achicharrada. “Estación Prostitución” anunciaba el colectivero del Cañuelas, dejando formada de inmediato una imagen arquetípica, borrosa como una postal de hace diez años, algunas columnas que retenían o sostenían el aire y, más que nada, la procesión de rostros automáticos como un aviso publicitario de la Paranoia Co.
Bajo la dirección de un escritor ya consagrado, Abelardo Arias (1908-1991), y de su joven colaborador Renato Pellegrini (c. 1930-2015), Ediciones Tirso fue la primera editorial latinoamericana específicamente orientada a la difusión de literatura argentina y extranjera de temática homoerótica, fundada en 1956. La hegemonía de interpretaciones históricas basadas en el punto de vista de la represión ha producido, a nuestro juicio, mecanismos de lectura limitados. Parece inconcebible, desde esa perspectiva, hallar en la literatura, el cine y otras manifestaciones culturales previas a 1970, miradas sobre la sexualidad en general y el homoerotismo en particular que no reproduzcan el discurso oficial sobre estos temas propagado a través de distintas instituciones, fundamentalmente el Estado y la Iglesia. Tirso supuso, en este sentido, una especie de grieta a través de la cual se desafiaban, aunque fuera tímidamente, las ideologías oficiales.
miércoles, junio 03, 2020
Oficios lectores: Emisiones 3 y 4
lunes, junio 01, 2020
Sánchez con Pavese
Este sitio no tiene más que tres puertas de salida, la locura y la muerte.
René Daumal
Un ámbito reducido, casi como oposición a la continuidad de la obra visible y expuesta y con un hambre infrecuente de coherencia; achicamiento de las señales que son tantas, hasta volverse nada más que una frase: desde hace algunos años parece tratarse de algo poco menos que inevitable.
Y sigue siendo así: volver a Pavese (el arranque de un texto, cierta nota de diario, su cadencia) es, paradójicamente, como volver a la memoria: algo más bien ocre —o fluyente— que hace a su obsesión central por la memoria después transformada en mito o en la presuposición del mito, pero que también representaría una distancia que un día debimos aceptar en relación con él: hablo, por supuesto, de vicisitudes más cercanas, como las que siempre terminaron por inquietarlo. Volver a una lectura incluso desatenta es recuperar un sabor que no puede olvidarse: la brazada de Pavese (sin gotas por el aire, ni estruendo) se queda sin nosotros aunque al mismo tiempo nos recupera por resonancia. Pero volver a ciertas páginas suyas, sobre todo en este caso, es volver a aquel bar con la escalera de incendio sobre el mingitorio, en la misma ciudad, entre montones de papeles manuscritos y de sobreentendidos, justo cuando acumulábamos aquel material —nuestra primera vez— para una revista sin grabados y con un epígrafe suyo que, por supuesto y tal cual la añorábamos, nunca apareció.
Sin duda, el pornográfico asunto del paso del tiempo no es más que una coordenada al pajarraco estupefacto que también lo alude como tensión, y hasta como desasosiego; si alrededor de aquella misma mesa en aquel mismo bar, al principio de casi todo, formábamos o no parte de lo que suele entenderse por una generación, resulta todavía más inexplicable.
Pero lo cierto es que nuestra finalidad por entonces precisable era dar, nada menos a partir de un momento bastante futuro, con una voz propia (la palabra voz ya parecía del italiano) que a su vez diera con un ritmo que a su vez pudiese vincularse, de cierta manera que ya nada ni nadie podría explicarnos, a la respiración de una lengua. Claro que también alentábamos la esperanza bastante comprensible —Pavese la había alentado a su modo, o simularía creerlo— de completar cuanto antes una ideología (la palabra espectacular de entonces donde cabía una estética) capaz de demostrarnos la continuidad del mundo, e incluso de descenderla hasta nuestro nivel de aprendices.
Sin embargo aquella insistencia en rastrear una noción de poesía prosperó con tanta tenacidad que poco a poco una especie de desierto literal empezaría a meterse en la ciudad, y en el bar. Pavese, a su modo, se movía a sus anchas en aquella alegoría; sin camello, con sus lecturas inconcebibles en Italia, como hombre de ideología pero al mismo tiempo como sospechoso de tedio frente a la simplificación desatada. Éramos tres, en ciertas ocasiones hasta llegamos a ser cuatro, aunque en honor a la verdad de entonces y excluyendo los amores, nunca pudimos superar esa limitación, esa capilla: años semi silenciosos y bastante cohibidos de la afonía apechugada, de intentos casi secretos por desagigantar la diversidad libresca y los hábitos de cultura comprendedora que parecían obstinarse en exceder sus límites hasta el extremo de invadir la actividad literaria específica: y el arte, según él, seguía siendo una cosa seria, a lo sumo tan seria como la moral o la política.
Entonces ya había tenido lugar lo que hoy ya es casi memoria del propósito y en aquel momento significó el primer decaimiento frontal de la mala conciencia en relación con un trabajo abiertamente específico: la edición de El oficio de poeta, título del apéndice de Lavorare stanca a que admitía la recopilación demasiado ceñida de textos originados en otro tipo de desierto: la pobreza del realismo que lo acorralara se volvía poco a poco un particular paisajista —algo irritado— de Hieronymus Bosch.
Tuvo lugar aquel no iremos al pueblo porque ya somos pueblo y ese ir ya es mala conciencia; no hay tal antinomia poesía-prosa excepto para los casos de sordera incurable; aceptar las voces que me marcaron es humildad porque orgullo quiere decir la suposición garrafal de que no me marcaron; poesía no es otra cosa que reiteración; toda escritura es una ética (o una sospecha bastante parecida a una escritura).
Muchas estúpidas barreras cayeron en aquellos días
El Borges más cercano sabe —y nada menos que aprovechándose de Swift— en qué medida un hombre, más que en la sucesión de sus días perdura para nosotros en unas pocas frases terribles. No es el caso de Pavese (y procuraré señalarlo) pero es el caso de aquel Pavese en ese bar al fin de cuentas latinoamericano mientras muchachas un poco lánguidas, con ciertas señales del porvenir en la frente, saludaban agitando novelas de Sartre en el extremo del brazo.
Al mismo tiempo Pavese fue para nosotros obstinación incorroborable y solitaria de un oficio, una historia que pudimos no conocer si se hubiese dedicado a la ebanistería, pero que no habría sido esencialmente distinta. Fue la corroboración de un ciclo total en la relación con el instrumento dado y asumido como único, querido como único, o como destino. Tal vez por esta misma causa admite —y simultáneamente excede— cualquier tipo de enfoque aproximativo: como patología, como épica del sufrimiento, como sadista tímido, como pura reducción a un ritmo y también como vida (y obra) capaz de haber demostrado sin proponérselo nunca, a causa de aquella fidelidad, todo lo precario y lo suficiente de un instrumento abrumadoramente jerarquizado, que siempre nos excede en misterio y situación.
Llevó un diario misógino, idéntico a sí mismo, pero lo llevó hasta una semana antes de convertirse en el personaje insustituible y responsable del desenlace insustituible (“estoy enfermo de literatura”, confesaba en alguna parte); llevó el balance permanente de su obra acaso dominado por la moral de la ausencia, pero nunca lo hizo a manera de prosa, sin el sentimiento último de aquel ritmo que lo volvía posible; escribió algunas novelas que empobrecían su poética y se aproximaban al contexto, pero no dejó de rumiar la poesía como nostalgia de sí mismo, como posible generosidad consigo mismo.
Aquella extraña, casi pueril conjetura de la indigencia de la propia situación en el tiempo (el fantasmón del pajarraco): un costado que no sólo tocó como vicio porque en sus páginas más luminosas surge como posibilidad incalificable de un telón de fondo, obvio y replegado, para la alegría independizada de trabajar con palabras. Entre esa alegría y el silencio que conoció, Pavese también colaboró en alentar una rara certeza: que todo poema, todo párrafo —casi toda palabra unida a otra— es la historia secreta de una carencia.
Siempre, al retomarlo, algo vuelve a sobrecogernos en su relación con la lengua: algo que no puede definirse del todo porque en este caso se desvincula de aquel bar para volverse la otra memoria de una frase que todavía buscamos, de ese punto y aparte que nos comenta: respiración —no hay otra palabra— inconfundible de lo transitorio, eso que está más acá de su gesto inevitable, de aquel vivir trágicamente que en todo caso se volvió perpetuidad de la adolescencia.
Inclinación al trabajo de cada día (“lo único que tiene un sentido y una esperanza”) a pesar de las trabas enormes del que está preso en su propia condición y, para colmo y por la misma causa de cada día, se atreve a comprobarlo. Más limpiamente emocional que Camus (siempre vuelvo a pensar en las semejanzas), es menos francés o nada francés: algo, que debió lamentar, terminó por negarle ser del todo “europeo”. Pavese está demasiado solo, o demasiado orgullosamente convencido de su humildad.
Para nosotros, en aquel entonces, fue una presencia providencial, poco a poco monocorde y sofocada, sin otros caminos posibles que el de oficiar su retórica, pero capaz de señalar como muy pocos una amplitud tácita en esa relación personal (y necesariamente apasionada) con un lenguaje evasivo que era a su vez la búsqueda de una manera de vivir, o de admitir que no vivimos.
La presente recopilación de trabajos críticos (aparte de pretender que se establezca una “discusión en sí”) procura articular una frecuencia, una frecuencia italiana y actual a manera de coro, o de eco de un coro que se merezca aunque más no sea en parte, aquella vocación.
Roma, febrero de 1971.
En AA. VV., Cesare Pavese y los intelectuales italianos, Venezuela, Monte Ávila editores, 1972.