¡Lean, che!
Hace 17 horas.
La reducción del hombre a la vida desnuda es hoy a tal punto un hecho consumado, que esta ya se encuentra en la base de la identidad que el Estado les reconoce a sus ciudadanos. Así como el deportado a Auschwitz ya no tenía nombre ni nacionalidad y era sólo ese número que se le tatuaba en el brazo, del mismo modo el ciudadano contemporáneo, perdido en la masa anónima, equiparado a un criminal en potencia, se define sólo a partir de sus datos biométricos y, en última instancia, a través de una especie de antiguo destino aún más opaco e incomprensible: su ADN. Y, sin embargo, si el hombre es aquel que sobrevive indefinidamente a lo humano, si siempre hay humanidad más allá de lo inhumano, entonces una ética debe ser posible incluso en el extremo umbral posthistórico en el que la humanidad occidental parece estar atascada, a la vez satisfecha y estupefacta. Como todo dispositivo, la identificación biométrica captura también, de hecho, un deseo más o menos inconfesado de felicidad. En este caso, se trata de la voluntad de liberarse del peso de la persona, de la responsabilidad tanto moral como jurídica que ella comporta. La persona (tanto en su aspecto trágico como cómico) es también la portadora de la culpa; y la ética que ella implica es necesariamente ascética, porque está fundada en una escisión (del individuo en relación a su máscara, de la persona ética en relación a la jurídica). Es contra esta escisión que la nueva identidad sin persona hace valer la ilusión, no de una unidad, sino de una multiplicación de máscaras. En el punto en que enclava al individuo en una identidad puramente biológica y asocial, le promete dejarlo asumir en internet todas las máscaras y todas las segundas y terceras vidas posibles, ninguna de las cuales podrá pertenecerle jamás en sentido propio. A ello se suma el placer, rápido y casi insolente, de ser reconocidos por una máquina, sin la carga de las implicaciones afectivas que son inseparables del reconocimiento operado por otro ser humano. Cuanto más ha perdido el ciudadano metropolitano la intimidad con los otros, cuanto más incapaz se ha vuelto de mirar a sus semejantes a los ojos, tanto más consoladora es la intimidad virtual con el dispositivo, que ha aprendido a escrutar su retina tan en profundidad. Cuanto más ha perdido toda identidad y toda pertenencia real, tanto más gratificante es ser reconocido por la Gran Máquina, en infinitas y minuciosas variantes: desde la barra giratoria en la entrada del metro hasta el cajero automático, desde la cámara que lo observa benévola mientras entra en el banco o camina por la calle, el dispositivo que abre la puerta de su cochera, hasta el futuro carnet de identidad obligatorio que lo reconocerá inexorablemente siempre y en todo lugar por lo que es. Yo estoy ahí si la Máquina me reconoce o, al menos, me ve; estoy vivo si la Máquina, que no conoce sueño ni vigilia, sino que está eternamente despierta, garantiza que vivo; y no soy olvidado, si la Gran Memoria ha registrado mis datos numéricos o digitales.
Traicionar es un trabajo mal pago, además de impreciso. Cuando alguien se dedica casi exclusivamente a traicionar, lentamente va cambiando su vida. Puede decirse que, en términos tan generales que la excepción siempre confirma la regla, los traidores se vuelven recoletos, se quedan más tiempo en su casa, se sumergen, incluso en sus momentos libres, en las traiciones de otros, para comparar, o, presas de pronto un ataque de autosuficiencia, dejan de consumir por completo traiciones, se remiten lisa y llanamente a los hechos originales, los recubren de una pátina de autenticidad mística, fingen estar por completo alejados de las traiciones, salvo las propias. Como si esa recurrencia a los hechos o las pasiones o los sentimientos o las furias previas a ser traicionadas, recubriera, por contagio, de autenticidad metafísica, definitiva, las traiciones propias.
Acá, una vieja entrevista a Alexander Kojève, el sobrino de Kandinsky, el espía en Moscú, el clausurador de Historias.–¿Qué tiene que ver esto con el fin de la Historia? Es que el snobismo es la negatividad gratuita. En el mundo de la Historia, la Historia misma se ocupa de engendrar el modo de la negatividad que es esencial a lo humano. Si la Historia ya no habla, se fabrica ella misma la negatividad. El snobismo puede llegar muy lejos. Se puede morir por snobismo, como los kamikazes. Conoce sin duda la historia de Federico II, en el campo de batalla, cuando escucha los gritos de un joven herido mortalmente en el vientre: “Hay que morir como es debido”, y pasa. O César, atravesado de puñales y que cubre con los pliegues de su toga las heridas de sus piernas. Quiero decir que si lo humano se funda en la negatividad, el fin del curso de la Historia abre dos vías: japonizar occidente o americanizar Japón, es decir, hacer el amor de modo natural o como monos sabios.
Seguimos mandándonos mensajes, me olvidé de preguntarle si todavía usa piercings. Miro las fotos de su álbum, efectivamente está muy flaco, pero sigue igual de sexy. No me vendría mal bajar de peso —pienso—, tendría que probar ese cóctel. A mí también me cuesta mirarme en el espejo, pero no por los kilos de menos, sino por los kilos de más. Y también por los años, por las canas, porque ya no veo reflejada mi alegría de juventud. Los tratamientos con sus efectos secundarios, las lipodistrofias o la pérdida de peso o de novios, puede ser, pero también el tiempo que pasa. ¿Quién iba a decirlo? ¡El tiempo pasa! Lloremos.
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