Siluetas de Luis Chitarroni (La bestia equilátera, 2010), libro que publicó por primera vez en 1992 y que ahora La bestia equilátera vuelve a editar, está compuesto por una serie de textos cortos (varios de ellos publicados en la revista Babel) en los que la anécdota, la narración y el comentario mordaz se cruzan para recuperar la biografía y la escritura de diferentes poetas, narradores e intelectuales. La silueta como género le permite al autor de El carapálida alejarse, por un lado, de la biografía informativa en la que los datos y las fechas ahogan cualquier posibilidad de recuperar lo vital; y, por otro lado, del análisis inmanente de la obra, aislando la literatura de la vida. En este sentido, por ejemplo, “Gerard Manley Hopkins, S. J.” o “Junichiro Tanizaki” comienzan con la reconstrucción ficcional de anécdotas de ambas vidas (los conflictos religiosos de Hopkins; la amistad absoluta de Tanizaki) para luego realizar un rápido esbozo biográfico y desembocar en comentarios sobre la obra de cada autor. Las anécdotas que abren ambos textos instalan la ficción como comienzo de la biografía, enrarecen la posibilidad de aprehender una vida acumulando datos y son prueba de algo, tal vez del cruce indiscernible entre la escritura y la vida: “La anécdota es prueba, pero –al cielo gracias– prueba de no sabemos qué” (150). A Chitarroni, la silueta le permite mezclar los géneros textuales (ir de la narración al ensayo; de la biografía a la crítica) y resucitar, a través de una exploración incisiva y erudita de la cultura, nombres y obras para mostrar un parnaso distinto, un canon de lo marginal y lo excéntrico (aunque no falten algunos autores mainstream: P.D. James, Martin Amis, Eduardo Mendoza).
Por otro lado, en Siluetas, Luis Chitarroni inserta a los diversos autores en una red de relaciones (personales, culturales) y de referencias (biográficas, bibliográficas) que los resignifican: de este modo, en cada silueta conviven nombres y obras de diversas procedencias que instalan una lectura activa y vinculante. Por ejemplo, en “Anthony Hope”, el autor de Peripecias del no propone leer El prisionero de Zenda, obra de corte folletinesco de Hope, como precursora de Pálido fuego de Nabokov; en “Charles Du Bos”, la silueta comienza con la consideración de que con el fantasma de Walter Benjamin recorriendo Argentina, vale la pena volver a Du Bos; y en “Djuna Barnes”, la “belleza acertijo” de la autora entra en comparación con la Nadja de Breton y con la Maga de Rayuela.
En definitiva, Siluetas no sólo construye una galería de hombres y mujeres para encontrar el lugar en el que la vida y la escritura se confunden; además, traza un mapa de afectos y de remisiones que atraviesa naciones, tiempos y culturas y que dan cuenta de la capacidad de Chitarroni para volver a ciertas figuras, ciertas obras significativas. Por lo demás, cabe rescatar dos rasgos de la escritura del libro: por un lado, el deleite por los detalles y las anécdotas de una vida-obra, un deleite trabajado desde la capacidad narrativa y crítica; y por otro lado, el comentario ensayístico, delicadamente mordaz, delicadamente erudito:
“Nada, ni siquiera nuestra soberbia humana, nos asegura que la aprehensión de la vida de un sujeto tenga que ver con la capacidad de acumular datos sobre él. La creencia contraria nos llevaría a afirmar que los mejores biógrafos son los empleados de los servicios de inteligencia.” (“Vidas de biógrafo”, 219).
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