viernes, enero 30, 2015

La fiesta de los enanos (J. R. Wilcock)

I

La señora Marín vivía sola con dos enanos, que físicamente más que personas parecían animales, aunque desde el punto de vista intelectual hubiera sido difícil imaginar compañía más agradable. De noche, una vez apagadas todas las luces de la casa, la señora se tendía en su cama de bronce, exhalando un suspiro de satisfacción, y así se quedaba las horas, inmóvil, con los ojos bien abiertos, generalmente fijos en el cielo raso; en la penumbra cambiante de un lejano aviso luminoso que se encendía con isócrona regularidad, los enanos la entretenían con su conversación. Temas no faltaban, y todos parecían interesarles.

Aunque un tema habrían preferido no tocar: la muerte del señor Marín. Sin embargo Güendolina —que así se llamaba la señora— lo traía a colación por cualquier motivo, con gran irritación de sus interlocutores. En efecto, se trataba de un acontecimiento que para ellos no revestía casi ninguna importancia, y que por otra parte había tenido lugar varios años atrás, cuando el enano más joven, Anfio, no había aún nacido, y el mayor, Présule, vivía todavía en la casa de la calle Lavalle, con la tía de su patrona actual.

La verdad era que Güendolina se consideraba culpable de esta muerte, porque una noche, profundamente ofendida por ciertas observaciones que su marido le había hecho el día antes sobre una blusa nueva de terciopelo que se había comprado, no quiso abrirle la puerta de calle cuando aquél volvió del partido de fútbol nocturno. El señor Marín, que era enfermo del corazón e incapaz de hacer daño a una mosca, se sintió mal, probablemente por el disgusto, y como no le daban las fuerzas para llegar hasta un hotel, se acurrucó en el umbral, donde a la mañana siguiente, al abrir la puerta, la señora tuvo la desagradable sorpresa de encontrarlo muerto de frío, al lado de la botella de leche vacía, que al parecer el agonizante se había bebido en sus últimos momentos. Por más que lo arrastró adentro, por más que lo desvistió y lo acostó bien abrigado en la cama, el hombre no revivió, y la señora se quedó con ese peso sobre la conciencia.

Salvo en lo que se refiriera a este episodio tan desagradable, los enanos de la casa de la calle Solís se distinguían por el eclecticismo de su conversación, por la originalidad con que encaraban los más diversos problemas, y también por su buena educación, especialmente cuando se encontraban en presencia de su dueña; aunque a veces perdieran la compostura cuando se hablaba de pescado, dada la pasión casi irracional que ambos sentían por este tipo de alimento, especialmente las sardinas en lata y las anchoas.

jueves, enero 29, 2015

De pecheras, cuero y peinados mohawk


Tenemos tres coordenadas para trazar un esbozo de este fin del mundo. Primero: apocalipsis netamente humano, laico, relacionado con la guerra (y con toda posibilidad, con la guerra atómica). Segundo: wastelands. Con o sin ruinas (recién en Mad Max 3 aparecen los restos de una ciudad, y sólo al final), pero principalmente wastelands desérticas y enormes. Tercero: raiders.
Mi amigo J La Rata se despacha con este post sobre la saga Mad Max y la imaginación postapocalíptica ante la nueva remake. Qué lindo seguir leyendo blogs como corpus interruptus. Los blogs no han muerto aún. Somos legión.

martes, enero 27, 2015

Sobre la lengua filosa de Pedro Lemebel


El 23 de enero de 2015 falleció el poeta y cronista chileno Pedro Lemebel. Recibí la noticia como un baldazo de agua fría y aún hoy me siento apenado por su muerte. Hace algunos años, porque su obra no se podía leer con facilidad en la Argentina y porque tiene textos hermosos, comprometidos y ácidos, armé y mantuve el blog lemebel.blogspot.com Todavía sigue en pie y en este pueden leerse completos sus tres primeros libros y una parte del cuarto: La esquina es mi corazón (1995), Loco afán (1996), De perlas y cicatricas (1998), Zanjón de la Aguada (2003). Luego de estos, publicó varios más: su novela Tengo miedo, torero (2001); sus libros de crónicas Adiós, mariquita linda (2004), Serenata cafiola (2008), Háblame de amores (2012); y una antología, Poco hombre (2013).
Por mi parte, dejé de leerlo despues de Adiós, mariquita linda y también dejé de mantener el blog, que quedó allí como un sitio vacío en donde volver a encontrarse con el eco de Lemebel. Nada personal, simplemente sus primeros libros habían traído la novedad de su prosa neobarroca, de su ritmo lujurioso y de sus ideas e imágenes provocadoras y sus últimos libros eran la repetición de esa novedad. 
Hace poco, por razones profesionales, volví a leer Loco afán: crónicas de sidario, tal vez mi libro  favorito de la obra de Lemebel. El epígrafe anticipa el tono del conjunto de crónicas: "La plaga nos llegó como una nueva forma de colonización, por el contagio. / Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol por la gota congelada de la luna en el sidario". Ese fraseo, esas imágenes, esa voz fue lo que Pedro le brindó, como un don, a la literatura latinoamericana. Una voz para recuperar el ornato pero también para denunciar.
Vaya, pues, como despedida, esta elocuente anécdota de Roberto Bolaño de su encuentro con Lemebel, donde leemos a Pedro realmente preocupado por cómo Bolaño había perdido su acento, justo Pedro aquel que hizo de su voz y de su lengua, las armas más filosas:

"Lo primero que me preguntó Lemebel fue qué edad tenía cuando me fui de Chile. Veinte años, le dije. ¿Y entonces cómo pudiste perder el acento chileno?, dijo él. No lo sé, pero lo perdí. Es imposible que lo perdieras, dijo él, a los veinte ya no se puede perder nada. Se pueden perder muchas cosas, dije yo. Pero no el acento, dijo él. Bueno, yo lo perdí, dije yo. Es imposible, dijo él. Allí hubiera podido acabar todo, el diálogo parecía un callejón sin salida. Pero Lemebel es el más grande poeta de mi generación y yo admiraba, ya desde España, la estela gloriosa y provocativa de Las Yeguas del Apocalipsis. Así que avancé por esa calle y nos fuimos a comer a un restaurante peruano y hablé con las demás personas con las que íbamos. Soledad Bianchi, Lina Meruane, Alejandra Costamagna, el poeta Sergio Parra, y mientras tanto Lemebel entró en un estado más bien melancólico y permaneció callado durante el resto de la noche, lo que fue una pena. Nadie habla un español más chileno que Lemebel. Nadie le saca más emociones a su español que Lemebel. Lemebel no necesita escribir poesía para ser el mejor poeta de mi generación. Nadie llega más hondo que Lemebel. Y encima, por si fuera poco, Lemebel es valiente, es decir, sabe abrir los ojos en la oscuridad, en esos territorios en los que nadie se atreve a entrar. ¿Qué cómo supe todo esto? Fácil. Leyendo sus libros. Y tras leerlos, con emoción, con risas, con escalofríos, lo llamé por teléfono y hablamos durante mucho rato, una larga conversación de aullidos de oro, en donde reconocí en Lemebel el espíritu indomable del poeta mexicano Mario Santiago, muerto, y las imágenes relampagueantes de La Araucana, muerta, arrinconada, pero que Lemebel hacía vivir otra vez, y entonces supe que ese escritor marica, mi héroe, podía estar en el bando de los perdedores pero que victoria, la triste victoria que ofrece la Literatura (escrita así, con mayúsculas), sin duda era suya. Cuando todos los que lo han ninguneado estén perdidos en el albañal o en la nada, Pedro Lemebel será aún una estrella". (Bolaño, Roberto: "Fragmentos de un regreso al país natal", "7. Conversaciones con Pedro Lemebel")

martes, enero 13, 2015

Completando las obras (IV): Reseña sobre Requiem para un viernes a lanoche (1964)


El objetivo de esta serie de posts se explica acá.
El siguiente texto es una reseña crítica sobre la primera obra de teatro de Rozenmacher, Requiem para un viernes a la noche. Fue publicada en la revista El escarabajo de oro en 1964 y resulta interesante por su discusión minuciosa con la obra y porque no se trata de una reseña positiva; muy por el contrario, encuentra muchos puntos reprochables. Más allá del acuerdo o desacuerdo, valga la recuperación de este comentario para reponer fragmentariamente la recepción de los textos de Rozenmacher. En un próximo post de esta serie, recuperaremos otro texto crítico peculiar.

Requiem para un Viernes a la Noche, de Germán Rozenmacher. Teatro I.F.T.

El telón se descorre sobre un fondo solitario, pintado a lo Chagall. Luego aparece Max Abramson. Canta, baila, cuenta su pasado de triunfos que han ido borrándose junto con sus admiradores, en un demasiado largo monólogo presenta a su familia, los Abramson. Pese a esto, su personaje no guarda relación con el cicerone clásico, ni con el Narrador en que modernamente se convirtió. Max, sencillamente, cuenta su historia, y su historia, ella sola, era por sí misma un drama. Rozenmacher se perdió la oportunidad de escribir un monodrama independiente (o ya lo habría escrito Chejov: El Canto del Cisne), y proponiéndose usarlo a modo de introducción, no ahondó en él. Así, lo perdió dos veces, ya que Requiem para un Viernes a la Noche, cuyo nudo dramático es otro, puede prescindir de esa historia, y el carácter del Max que luego nos mostrará, también. Es más: prescinde. Requiem comienza, pues, cuando se ilumina la escena.
En esta pieza coexisten dos temas. El particular —el enfrentamiento de un padre y un hijo—, y el universal —el enfrentamiento de dos generaciones—, no obstante, y si bien todo drama está hecho de estas dualidades la de Requiem no lo enriquece. Lo diluye. El rechazo de la juventud por los principios anticuados, ridículos o inaplicables a su vida es verdadero. Es la natural mecánica de la realidad. Y esto, claro, no quita valor al tema; muy al contrario: aquello en que puede reconocerse más gente es el real testimonio del arte. Si únicamente sobre esta ruptura (padre-hijo) tratara la pieza, nuestras objeciones, aunque serias, serían fundamentalmente teatrales. Pero Rozenmacher ha elegido una familia judía; la situación dramática está provocada por la negativa de un padre judío a aceptar que un hijo se case con una no judía. Tema por demás espinoso para ser tratado con una tesis esque-mática y paradojal. Intencionada al revés, se diría. Y acaso peligrosa. Tema que requería, del autor, la más absoluta lucidez. David Abramson (el hijo), presunta clave teórica de la obra, al que Rozenmacher imaginó escritor —lo que también obligaba, al personaje, a la claridad—, exigía ser un hombre que, comprometido con su condición de judío y de escritor, asumiéndolas, eligiese libremente dónde vivir y cómo vivir, de lo contrario, como ocurre en la pieza, Sholem (su padre) tiene razón sobre él. Lo que, en un drama, significa tranquilamente: tiene razón. David no es un hombre lúcido; no es un escritor, y, por último, no es un personaje. Veremos por qué. Pero, antes de seguir. No ignoramos las virtudes dramáticas de Rozenmacher: rigor, convicción en los diálogos (salvo cuando aparece David), inteligente graduación del crescendo dramático; ni tampoco sus obvios defectos: exagerada tendencia a los fáciles tipismos, amenidad convencional, o ese desequilibrio de estructura, ya señalado, entre el monólogo de Max y el resto de la pieza. Y se nos aparece muy claro que en el terreno puramente formal, es decir en cuanto a las posibilidades escénicas del autor Rozenmacher el saldo autoriza al optimismo. Pero ésta es una pieza de tesis, de tendencia (en el sentido más natural de la palabra, más artístico), por lo tanto, la cuestión esencial es muy otra. Pues si una pieza de tesis falla en la tesis, ¿qué queda?
Primero: toda la rebeldía de David se reduce a decir “Sí, papá”, aunque, claro, repetido en diversos tonos. Como si vociferar o susurrar sí papá pudiera convencer a nadie, y mucho menos a papá, de que no se está de acuerdo con él. Cuando David se ha cansado de refunfuñar “Con vos no se puede hablar”, seguido de largos silencios de su padre —intervalos que hubiesen permitido a David como personaje, y a Borojov, como teórico, deslizar cualquier tirada sobre lo esencial de la cuestión judía—, declara que la mujer con la que se va a casar es “un ser humano”. Lo que más bien nos imaginábamos. O argüirá que está “cansado de ser un extranjero”. Pero ¿es para dejar de serlo que se casará con una no judía?, porque otro argumento no se le oye. “Esta es mi ciudad", dice. “Yo nací aquí”, dice. Sin reparar que con idénticas razones cualquier antisemita le demostraría, a balazos, como ésta no es su ciudad; aunque haya nacido aquí. Y Jean-Paul Sartre (en Reflexiones sobre la cuestión judía) qué es la inautenticidad. Por tanto: David abandona su casa porque se quiere casar con una muchacha que a su padre no le gusta, nada más. ¿La prueba?: cuando Sholem parece transigir David se retracta, rápidamente elige quedarse, traerla y que todo siga igual, para ello no necesitaba Rozenmacher situar el drama en el centro de la problemática judía. David, y por consiguiente Rozenmacher, eluden la cuestión. Lo grave, naturalmente, es que la eluden en un drama destinado, de hecho, a tratarla.
Segundo: lo menos que se le puede exigir a David, ya que se lo impuso como escritor, es que sea lúcido y honrado con su oficio. David tiene 26 años, escribe... a escondidas (?). No ha podido convencer a nadie, en su casa, de que cuanto escribe es fundamental para él, y para los demás. Sin contar, ya que trabaja en una sastrería y gana 7.000 pesos, que no aporta ni un cospel a una casa donde la única entrada, la de Sholem, es de 10.000 pesos. Y, además, nunca pudo leerle a su familia una sola de las mil páginas que, les echa en cara, ha escrito. Lo cual no sería grave, pero ya que a él le preocupan estas cosas: ¿se puede saber qué hace, todavía, a los 26 años, en esta casa? ¿Qué escritor es éste a quien el único modo de obligarlo a huir es no dejándolo casarse?
Tercero: no hace falta explicar por qué David no es un personaje. No olvidemos, sin embargo, que no sólo David es obra de Rozenmacher, también lo son Sara y Max, y Sholem. Quien, además, tiene pasta de gran personaje. Hombre de esos tan íntegros e inexorables que “hacer lo recto en ojos de Jehová” es para ellos una simple manera de vivir, Sholem Abramson, existe.
Y existe aunque su autor le haya dado (infructuosamente) características que no le corresponden: por ejemplo, la reiterada exposición de su numeroso amor por el dinero (¡?). Dato incoherente, pueril. Inadmisible en un hombre, como Abramson, que jamás se ha hecho concesiones, que no se vendió nunca y cuya sola aspiración es ser el jazn de su pequeño templo. Por lo demás, ¿cuál sería el reproche ético que puede hacérsele a Sholem, y en el que Rozenmacher intenta comprometer la voluntad del público? ¿De qué hablará Sholem, si no de plata? Más bien es lo natural (lo dramático) en una familia que, en estos días, en Buenos Aires, vive solo con 10.000 pesos. Lo que en cambio no es natural, lo que acaso resulta inexplicable, si no peligroso y autodestructivo, en autor de origen judío, es confundir “necesidad de” con “amor por”, de tal modo que las menciones al dinero acaban, todas, por ser peyorativas, tipificadoras de esa maltrecha caricatura que, en la vasta galería del “judío esquemático”, nos muestra a través del tiempo su ganchudo perfil hitita y es avaricioso por definición. Si la pieza fuera razonable, la necesidad de dinero, en esa familia debería ser un alegato (social, sí), un nuevo elemento dramático obstaculizando, por su vigencia humana, la opción final de David. Aquí no; el esquema se resuelve en un (inútil, por fortuna) intento de empequeñecer a Sholem para dejar a salvo la conciencia de David. Sholem, no obstante, o el creador que hay en Rozenmacher, no se preocupan mucho de las ideas renovadoras (?) del intelectual Rozenmacher. Y Sholem es un bello personaje. No un héroe resplandeciente; de ningún modo. Sí un hombre solo, angustiado de verdad por su circunstancia real y su memoria, hecho judío a causa —no a pesar— de la persecusión que padeció su pueblo y que él no puede (no debe) olvidar; obsesionado por su pequeño infierno de trescientas casas, que arrasaron los nazis por el delito de estar habitadas por judíos. Y es sobre ese hombre que no se ha entregado ni claudicó y al que nosotros, antes de entrar al teatro, sabemos fundamentalmente equivocado, pero que ahí, en el drama, tiene razón; es sobre este Sholem que se apagarán las candilejas cuando, abandonado por David, separado de su mujer, bendice a pesar de nosotros y contra todos el vino ritual de ese viernes, como él cree (y entonces sabe) que debe hacerlo un judío, todos los viernes. Sobre él se apagan, y sobre el recuerdo de estas palabras, las últimas que escucha su hijo, el escritor, antes de que el cantor de la sinagoga, su padre, se ponga a bendecir el vino:
“Los que son como vos, siempre vuelven”.

L[elia]. V[arsi].

Fuente: Revista El escarabajo de oro, septiembre de 1964, n° 23-24, p. 11.

jueves, enero 08, 2015

Saudade


Como una estrella en el cielo musical, Jotaka lanza su mixtape de rap argentino, saudade (2014). Lo pueden escuchar completo acá.
Escúchenlo, disfrútenlo y difúndanlo.
Es para escuchar relajado, con un trago en la mano y mirando hacia más allá,
con ese dejo de melancolía que nos depara el año por venir.

viernes, enero 02, 2015

Un espejo deformante (sobre Te quiero de J. P. Zooey)


Una mujer de unos 30 años se acerca al libro por distintas cuestiones: le llama la atención el fondo amarillo ocre en combinación con el dibujo al estilo Lucas Varela que muestra dos amantes caricaturizados y desmembrados cuyas partes se entrelazan, le llaman la atención los carteles cursi que sostienen los datos de tapa, le llama finalmente la atención el título: Te quiero. Es un título comprador, claro, la mujer de 30 años está acostumbrada a libros de Florencia Bonelli, de Ángeles Mastretta, de Isabel Allende. Ella se acerca al libro, que firma un tal J. P. Zooey, e imagina que podría encontrar una linda historia de amor, sencilla, encantadora. Lo mira, lo remira, lee un poco la contratapa pero lo deja. ¿Qué podría leer esa mujer en la última novela de J. P. Zooey?

La novela Te quiero, de J. P. Zooey (Páprika, 2014) es una burla a las expectativas de cualquiera: lector, editor, librero, quien sea. El título anticipa la absoluta trivialidad de la trama: efectivamente se trata de una novelita de amor entre dos personajes insípidos, insulsos y arbitrarios en la Ciudad de Buenos Aires de la era kirchnerista. No pasa nada entre Bonnie, estudiante crónica de Diseño de Indumentaria, y Clyde, becario y escritor, bah, sí pasa: encuentros cool en lugares palermitanos, discusiones y sueños idiotas, recorridos cotidianos poco interesantes. Es decir, no pasa nada pero la novela avanza con un efecto Aira hacia la nada y parece escrita a los apuros. Incluso los diálogos entre Bonnie y Clyde son incoherentes, delirantes y banales; pareciera que no hay diálogo en ningún momento, es difícil encadenar un enunciado con otro. Todavía más: la novela parece abrevar en la mala escritura, abundan repeticiones innecesarias, muchos pasajes son incoherentes, y el narrador se desdice. En este punto, tras dejar atrás unas cuantas páginas, me asalta la pregunta: ¿J. P. Zooey se está burlando de mí? ¿En serio quiso escribir esta novela? Se supone que los anteriores libros de Zooey, Sol artificial (2009), Los electrocutados (2011) y Tom y Guirnaldo (2012) lo posicionan como una de las voces más interesantes de los jóvenes escritores argentinos. Pero Te quiero parece echar eso por tierra. Todavía más: ¿cómo hizo Zooey para que una editorial como Páprika, que se lanza al mercado editorial argentino con Te quiero, se decida a publicarlo? ¿También logró burlarse de los editores? ¿Qué vieron en este relato obvio, trillado e insípido?

En los foros de Wordreference hay discusiones geniales, a veces hasta delirantes, en torno al significado de ciertas frases en distintos idiomas. Hay, obviamente, una discusión en torno a la diferencia entre “te quiero” y “te amo” en uno de los foros. Me remito a la obviedad para nosotros, los hispano-hablantes: la pareja que se dice “te quiero” es aquella que todavía no ha cimentado totalmente su confianza y su cariño como para llegar al grado del “te amo”. Lo que sí podemos afirmar sobre ambas es que por su repetición constante y su uso indiscriminado, si bien pueden seguir teniendo su efecto amatorio, se han convertido en frases remanidas, tópicos cristalizados, clichés.

En Te quiero, todo es un cliché. Los nombres de los personajes, Bonnie y Clyde, son un guiño exagerado para casi cualquier lector pero a la vez son un gesto vacío, no tiene incidencia alguna en la construcción de los personajes (se le suman Gordo Marxxx, el gato Deschanel, Gibson & Dick, etcétera). Los protagonistas mismos son trillados: se la dan de vegetarianos, se la dan de palermitanos, se la dan de intelectuales. Poseen un carácter emo, apolítico, cool. Imaginan delitos osados e idiotas que no llevan a cabo. A esos personajes, se le suman referencias actuales en un pop lavado, una estética soft-Puig: Kentucky, Quilmes, Whatsapp, Laverrap, Cabernet Sauvignon, Facebook, Plaza Hotel, etcétera. En la novela de J. P. Zooey, las marcas y referencias pop son solo nombres, no forman una subjetividad, se acumulan como más guiños al lector del tipo mirá-estoy-mencionando-youtube-en-una-novela. Ante estos procedimientos vacuos, de nuevo, la pregunta: ¿esto es una novela en serio? ¿No es una joda? ¿En serio se propuso J. P. Zooey escribir algo tan burdo, tan obvio?

En 2008, la editorial Interzona publicaba un libro titulado, Y todo el resto es literatura. Ensayos sobre Osvaldo Lamborghini. Se trata de una compilación de ensayos y artículos realizada por Juan Pablo Dabove y Natalia Brizuela, un acercamiento múltiple a la obra de Osvaldo Lamborghini desde distintas perspectivas en su mayoría afincadas en la crítica literaria. Cuando hace unos años, hice una reseña sobre el libro para la revista virtual No retornable, la cerraba con este párrafo: “Con I de Idiota. Finalmente, después de terminar Y todo el resto es literatura, me sigue quedando, más allá de mi gusto por la obra de OL, el mismo interrogante que Graciela Montaldo señalaba respecto de la obra, oh casualidad, de Aira: 'A menudo sus declaraciones, sus ficciones, sus desmesuradas puestas en escena, constituyen a Aira en un escritor poco claro. Poco claro como escritor, al punto de no saber si tomarlo en serio o no…'. Es decir, el típico interrogante: ¿Osvaldo Lamborghini es o se hace? ¿Es un genio o un idiota?”.

¿Y si Te quiero fuera una joda? ¿Y si el error fuera leerlo “en serio”? Hay algunos elementos de la novela de J. P. Zooey que habilitan esa lectura enclavada en la Gran Llanura de los Chistes. Por ejemplo, están los intercambios entre Clyde y su hermano Gordo Marxxx acerca de la literatura posmoderna. Justamente, Te quiero parece insertarse en ese casillero: guiños intertextuales al lector, personajes que son solo funciones, una historia sin grandes aventuras o sucesos, un artefacto lúdico. En este sentido, todo lo antes recriminado sería parte de las elecciones narrativas: escribir una novela posmoderna para burlarse de la literatura posmoderna, una mise en abyme de aquello que critica. Todavía más: en un momento del relato, se da esta escena: “Bonnie volvió de la cocina con un té verde. Clyde había escrito en el chat de Skype: ‘Me pregunto si el escritor norteamericano Tao Lin se llamará Tao Lin por el Tao Te King’. Bonnie no dijo nada. ‘Yo quiero escribir un libro como Tao Lin’, dijo Clyde”. Recupero entonces la pregunta con más precisión: ¿y si Te quiero fuera una joda hacia Tao Lin y la alt lit? ¿Un intento paródico y absurdo de escribir una alt lit argentina? Desde esa lectura, sí pueden entenderse muchas cosas.

En la Revista Ñ del 15 de diciembre de 2014, el periodista Diego Erlán publicó un artículo titulado “Alt lit, una nueva sinceridad”. En ese texto, Erlán hace una breve introducción sobre qué es la alt lit en la literatura norteamericana, cuáles son sus características y cómo la leen algunos editores y traductores argentinos. Luego, el motivo principal del artículo quedará explicitado en este párrafo: “Una serie de novelas argentinas recientes, que atraviesan esta ‘nueva sinceridad’ contemporánea, conducen a una pregunta inevitable: ¿podría hablarse de una Alt Lit en la Argentina? Veamos. Novelas como Te quiero, de J. P. Zooey, Scalabritney de Martín Zícari, Los catorce cuadernos de Juan Sklar o incluso Merca del autor llamado simplemente Loyds son novelas que hablan del sistema y sus dinámicas sociales, de la alienación, de la forma falsamente colectiva de relacionarnos. Internet democratiza los vínculos pero también aísla. Es el confinamiento en el que se encierran los personajes que inundan estos libros. Un retrato de la época. De la abulia y el hastío que dan cuenta de un momento y producen un efecto (a veces demoledor) en el lector”.

Te quiero podría ser, entonces, una joda, un libro escrito para parodiar la alt lit norteamericana. No solo están los elementos adecuadamente señalados por Erlán, también está el estilo despojado y simple de la prosa, el carácter abúlico de sus personajes y hasta la traducción españolizada de frases en inglés: “es mono”, “Qué carajo” “La sociedad apesta”, etcétera. Todo está perfectamente pensado para que Te quiero sea un artefacto paródico, no hay impericia o mala escritura, hay deliberación. Es una novela trillada, delirante y trivial a propósito. Incluso el cuento de ciencia ficción que intenta escribir Clyde es igual de insulso, de repetitivo y de obvio: una myse en abyme dentro una myse en abyme. ¿Ahora bien solo se trata de una joda? ¿Vale la pena leer este libro como un extenso chiste? La novela de Zooey circula por el fino límite entre la joda extendida y el artefacto revulsivo fríamente construido.

El espejo deformante es un objeto llamativo. Uno puede acercarse al espejo, buscando reflejarse en este, asistir a la proyección repetida de la propia imagen, idéntica rasgo por rasgo. En este sentido, los espejos deformantes se burlan de las personas: no devuelven el reflejo idéntico sino un reflejo distorsionado, deforme, inesperado. Uno se busca y encuentra hinchazones, depresiones, curvas, oscilaciones. Es deformante porque justamente toma una forma y rompe con esos patrones. Mirarse en un espejo deformante puede ser un juego; también puede ser otra forma de reconocerse. En todo caso, depende desde dónde se mire.

Te quiero de J. P. Zooey es marcadamente una parodia de la alt lit; sin embargo, lo que la hace interesante es que termina incorporando una serie de referencias y menciones que no reducen al libro a una burla. En este sentido, leer la novela de Zooey es leer una época, una serie de espacios y un grupo de tipos, todo tamizado por lo absurdo y el humor, claro. Por poner algunos ejemplos: los recorridos urbanos permiten reconstruir un circuito intelectual cool porteño que va del vegetarianismo al cafecito en las librerías top; las marcas y nombres de productos, lugares, sitios y redes sociales trazan, en cierta sintonía con Fogwill, una red de consumo juvenil de clase media intelectualizada; hay, al contrario de lo que sostiene Maximiliano Tomas en esta lectura y de la aparente apoliticidad de sus protagonistas, múltiples referencias a la política en 2014 (el macrismo, el kirchnerismo, el Estado nacional, las elecciones, etcétera); incluso sus personajes terminan planteando tipos sociales (esterotipos, claro), jugando con el cliché: los adolescentes apolíticos y abúlicos, el director de tesis excéntrico, la estudiante crónica, el becario diletante, el librero bohemio. En ese punto, la novela de Zooey pasa de ser una parodia a ser una sátira, de ser un juego intertextual a ser un texto ácido con su objetivo puesto en un sector de la sociedad porteña en tiempos del kirchnerismo.

En definitiva, Te quiero es en serio una burla o una burla en serio y J. P. Zooey termina escribiendo una novela, no sé si deliberadamente o a pesar suyo, que permite reconstruir, en negativo, una época: ciertos circuitos de sociabilidad porteños, ciertos lugares de la ciudad, cierto catálogo de marcas culturales, mediáticas, gastronómicas. Como en la escritura posmoderna, metiendo en la coctelera a Aira, a Puig y a la alt lit, J. P. Zooey escribe Te quiero, un artefacto insoportable pero fascinante, cuando superamos la sensación de sentirnos burlados y nos sumergimos en la Gran Llanura de los Chistes, para ver nuestro presente reflejado en el espejo deformante.
 

Blog Template by YummyLolly.com - Header Image by Vector Jungle