El trailer de la nueva película de Wes Anderson, Fantastic Mr. Fox, acá.
Y el de la nueva de Tim Burton, Alice in Wonderland, acá.viernes, julio 31, 2009
martes, julio 28, 2009
El hombre de los gansos (II)
“Tal vez fuese una señal, un coro que Maci necesitaba para la conversación que íbamos a mantener porque desde la estación tan cercana al zoológico se puede oír el chillido de algunas aves nocturnas; aunque yo espero que el rugido de alguna fiera interrumpa esta selva sonora en medio de la ciudad. En una de las bocas del subte ya han colocado las rejas, y la sombra de un caballo de mármol ha quedado presa entre ellas.
Miro el paisaje que los murales me ofrecen. Vasijas abandonadas, indios de labios groseros, la boca del conquistador apoyada santamente sobre la tierra conquistada, la espada al lado de la cruz. En un río que se mezcla con el mar, las velas flotan tensas. Unos hombres que se acercan o se alejan en un bote, según desde donde uno los mire. Jesús es sólo una herida sangrienta y el color de su carne mortificada se confunde con el color de las velas. El oro, la plata, los frutos del paraíso parecen estar al alcance de la mano. Pero esa arboleda de chozas que rodea la costa ya hace pensar que los salvajes han traído todas sus riquezas hasta la playa y que más allá de esta arboleda sólo se abre un descampado inmenso. Que todo el secreto y todo el poder residen en la boca de ese lenguaraz que en su relato insinúa conocer lo oculto, lo secreto de esa tierra, que ese marinaje descastado ha venido a buscar de manera desesperada, impulsado por un catolicismo ferviente y una ambición desmedida. Y desde el fondo de ese paisaje, como surgiendo de una de esas armaduras de latón, la figura de Maci, caminando al son de La dama de las camelias en tiempo de marcha, como si otra vez, como cuando formaba parte de la banda militar, tocara el trombón dorado, transformándose de repente de antiguo burócrata en la sombra de un imponente guerrero que atraviesa a paso lento el campo de batalla, y avanza hacía donde estoy sentado, trayendo extraños ruidos de pájaros en la cabeza, él también como un lenguaraz que viene a contar su propia versión del balazo que disparó contra mi hermano.” (“El fondo de las cosas”, 82-83)
“Temo encontrarme con un Néstor farsesco, envejecido, cubierto con un abrigo de piel, descendiendo operísticamente por la escalera, haciendo gestos ampulosos, impostando la voz, maquillado de manera grosera, defendiendo su piel hasta el último resquicio del frío y de la muerte. Cubriendo su garganta con un pañuelo de seda gitano de modo que al verlo no se pudiese evitar pensar en su garganta tomada por la enfermedad, imponiendo una senilidad perversa para dominar teatralmente la situación y, como hace años e imitándose a sí mismo, pronunciar aquella frase que le otorgó celebridad.
La voz de Néstor, la que escuchó Agamenón en su sueño anunciarle el destino de Troya. Cuando el caballo de madera todavía era un artificio lejano en la memoria de los hombres. Su voz sentenciosa imponiéndose entre los hombres y los héroes. ¿Con qué parte de ese Néstor me encontraría en el instante en que descendiese al escenario del mundo interponiendo su figura a mis sueños, interrumpiendo bruscamente mi adolescencia perdida?
Quizás nunca sabré lo que estuvo primero, si la muerte de esa mujer o la voz de Néstor anunciando su muerte. Sumidos en la perplejidad por un desenlace que se prolongaba demasiado tiempo. Atónitos ante esa crueldad que se ensañaba con ese cuerpo bello y delicado. La voz de Néstor sacándonos del trance que nos produjo aquella muerte para sumirnos quizás en un trance más profundo hasta que la realidad nos arrojó de golpe hacia los restos de aquella mujer. Después fue una ceremonia rutinaria que oíamos durante la cena. Los días se iban sucediendo unos a otros y el recuerdo de aquella muerte se iba reduciendo a un aniversario. Cada vez que oíamos la voz de Néstor se reinstauraba, aunque fuese por un instante, todo el duelo y el fasto de aquel día. Por eso yo esperaba secretamente ese tono fúnebre y épico a la vez que desmentía esas voces familiares entusiasmadas por el fervor de una derrota momentánea. Murmurando a espaldas de Néstor la infamia, el escarnio y el impudor. Tentado ahora de preguntarle cuándo fue la última vez que lo dijo, ignorando si le podría exigir a su memoria la precisión de una fecha.” (“La razón principal”, p. 98-99)
lunes, julio 27, 2009
Nuevo número de No Retornable
NO-RETORNABLE (revista literaria virtual) |
_La imagen lo es todo _Debatir Malvinas _Meter el verso _Contate algo _39 preguntas a Alan Pauls _Laberintos _¿Qué hay de nuevo?
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domingo, julio 26, 2009
Una ojeada a los pensamientos sobre la técnica
Más allá del deseo de que en algún momento digitalicen de forma completa los números de la revista (sobre todo, los más antiguos), resultan interesantes los textos que van colgando en la página como, por ejemplo, "¿Está bien ser luddita?" de Thomas Pynchon.
viernes, julio 24, 2009
La fábrica (Daniel Moyano)
El alemán se marchó al día siguiente, pero volvió dos meses después para reparar el molino de los Morillo. En aquel pueblo no había mecánicos, pero el alemán venía a menudo en su Overland modelo 30 con la carrocería llena de caños, morsas, terrajas, llaves y repuestos para molinos. La palabra que él había pronunciado un par de meses antes se había convertido ahora en una especie de oración cotidiana. Todo el mundo hablaba de la fábrica y de sueldos increíbles, todo el mundo tenía la esperanza de poder ir allá algún día y ganar sumas fabulosas.
Cuando el alemán volvió y los labradores le preguntaron sobre la fábrica, respondió afirmativamente, pero sin convicción, como la primera vez, cuando anunció el prodigio. Dijo que era cierto y que efectivamente se ganaba mucho. Entonces nadie vaciló más.
Pero había varias leguas hasta la ciudad donde estaba la fábrica y el viaje era muy costoso. A pocos meses de la segunda entrada del alemán, uno solo, Ceballos, había logrado partir. Todos lo envidiaban y hablaban de sus defectos, pero tiempo después comenzaron a elogiar su decisión y a atribuirle poderes absolutos sobre las mujeres, las bebidas caras y los lugares prohibidos. Y nadie lo veía ya como había sido, con su sombrero de trapo, cuyas alas caían sobre su frente como el ruedo de un vestido; pero tampoco podían imaginarlo de otro modo porque un buen traje y un buen sombrero eran muy poco para el poder fabuloso que otorgaba el hecho de trabajar en la fábrica. De manera que Ceballos era un hombre invisible que existía sin embargo y que allá lejos dominaba el mundo a su antojo.
Nadie hablaba de la fuga que se preparaba, pero todos habían decidido partir secretamente, ganar la delantera por si fallaba algo. Temía cada uno para sí que la fábrica no pudiese albergar a tantos, de modo que casi nunca hablaban del asunto, y si lo hacían jamás mencionaban la posibilidad de partir. Pero, reunido el dinero para el pasaje, salían subrepticiamente. Bastaba tener el dinero para el viaje solamente, porque sin duda todo lo demás quedaba a cargo de la fábrica.
Una mañana, en el apeadero ferroviario, que estaba a poco menos de un kilómetro del pueblo, Alcántara esperaba impaciente la llegada del tren, Al fin partiría, como Ceballos, hacia la riqueza. El tren pasaría a las cinco de la mañana. Le quedaba casi media hora para regocijarse a sus anchas. ¡Cuántas cosas dirían de él al otro día! Sería un héroe. Ahora trabajaba en la fábrica. En eso vio moverse una sombra en el camino. Era Antúnez, que traía una valija bamboleando en la mano. Se sorprendieron al comienzo y se miraron con desconfianza, pero no tardaron en urdir una especie de complicidad. Después de todo el trabajo sobraría. Las fábricas eran grandes. En seguida, uno por uno, llegaron Pereyra, Gómez, Ramos, Buitrago, Camaño y Charaviglio. Entonces llegó el temor. Todos se sentían sustituidos, traicionados, y el desaliento los sobrecogía. Pero Buitrago, armado de valor, encomió la grandeza de la fábrica. Aquello era algo monumental. No había por qué tener miedo porque el trabajo no faltaría. Todos creyeron al pie de la letra, como suelen creer los aterrorizados. Buitrago, naturalmente, no tenía la menor idea sobre lo que podía ser una fábrica. Y aunque todos sabían que hablaba por hablar, que lo que decía no tenía ningún fundamento cierto, aceptaron a medias sus conceptos. Después que habló Buitrago llegaron todavía Rodríguez y Arguello, que alcanzaron a oír las últimas palabras del discurso. Los últimos fueron Santucho, Velárdez, Sandoval y Pacheco.
Cuando bajaron del tren empezaron a caminar como ebrios. Antúnez miraba hacia arriba como buscando la fábrica. Cerca de la estación, en una especie de playa, había un camión reluciente. Cuando pasaron por allí, mirando hacia los cuatro puntos, el conductor del camión, maravillosamente vestido, los llamó con un movimiento de la mano. Poco después estaban todos en la carrocería del vehículo viajando, por los últimos suburbios de la ciudad, hacia la fábrica. Santucho no quería explicarse, como otros, ese encuentro milagroso con el camión, que les permitía ahora estar viajando hacia la fábrica sin dudas ni búsquedas de ninguna naturaleza, y desechando toda explicación lógica pensaba que todo se debía al poder absoluto de la fábrica.
El camión había salido de la ciudad y se hallaba ahora en campo abierto. No se detuvo en la garita policial. El policía, viendo que se trataba del camión de la fábrica, hizo una venia respetuosa y lo dejó pasar; el conductor levantó apenas una mano del volante para saludarlo. "Claro, es la fábrica", pensaba Santucho e imaginaba que ella era como un ser humano con atributos tales como ternura, bondad, generosidad y paciencia.
Estaban en pleno campo y la fábrica no aparecía. El camino era de cemento, impecable, limpísimo, construido por la fábrica para su uso exclusivo. Alcántara, alto y flaco, estiraba el cuello de vez en cuando como para atisbarla. El camión comenzó a subir una cuesta. No le daba trabajo subir, pese a la cara que llevaba, y parecía deslizarse suavemente hacia abajo. Sin embargo subía. Cuando el camión llegó a la cúspide el deslumbramiento fue total. Allá estaba, imponente, eterna, poderosa, una mole de hierro y de cemento que turbó el ánimo de todos. Pacheco sintió que el corazón latía fuertemente y que tenía miedo. Siempre que había amado algo, también lo había temido.
El primer día no hicieron casi nada. Los llevaron por diversas dependencias, pincharon sus venas, desnudaron sus cuerpos (quizás no seamos totalmente hombres, pensaron algunos con temor), les preguntaron por sus padres y por sus abuelos, fotografiaron por dentro sus huesos y sus visceras, firmaron montones de papeles y finalmente conocieron el campamento donde dormirían desde esa noche.
Los días pesaban más dentro de la fábrica, pero la idea de las sumas fabulosas que cobrarían a fin de mes pesaba mucho más. Parecía una locura ganar tantos pesos por día, pero era cierto y así lo quería la fábrica. Un día Sandoval tuvo algunas dudas y quiso averiguar la verdad. Quería saber por qué ganaban tanto, hablar con alguien que pudiera explicarlo todo. Pero en la puerta de la oficina que le indicaron decía Do not slam the door, que él tradujo inmediatamente por "No se permiten preguntas", y se volvió explicándose a sí mismo lo que iba a preguntar, es decir, no explicándose nada, porque ahora se daba cuenta de que si hubiese entrado no habría sabido qué decir finalmente.
La leyenda de la puerta, pensaba Sandoval, coincidía con las respuestas que, según Pacheco, daba la muchacha de la entrada principal. Pacheco fue el único que vio la entrada principal de la fábrica. Todos habían entrado directamente por la planta de trabajo, de modo que no conocían todavía el frente del edificio, que sin duda sería imponente. Pacheco, durante el ir y venir del primer día, se desvió en un momento dado de los pasillos por donde los conducían y se encontró de pronto ante una inmensa fachada de aluminio. Vio muy poco, porque para ver todo hubiera necesitado alejarse unos cien metros, pero podía imaginar el resto. Cuando quiso entrar no encontró la puerta por donde había salido, caminó unos metros y se halló en una inmensa sala de vidrio salpicada de guardianes uniformados. Cuando uno de ellos le dijo que se retirara, él había alcanzado a ver y oír a una joven bellísima que sabía a la perfección cuanta pregunta se hiciera sobre la fábrica. Parecía una mujer edénica explicando a los que quisiesen las maravillas del mundo. Sus respuestas eran siempre breves y perfectas. Los que acudían a ella lo hacían generalmente para pedir algo, y ella respondía siempre con frases tales como "No damos tal cosa", o bien "Damos tal cosa". Al lado de la muchacha (y esto lo advirtió Pacheco mucho tiempo después de haberlo visto) había un joven exactamente igual a ella en belleza y donaire. Su aspecto general era el de un Adán perfecto, cinematográfico, y al verlos juntos había que pensar inmediatamente en un idilio. Sin embargo se detestaban. Escasamente hablaban entre ellos (salvo cuando se consultaban para poder brindar un servicio mejor) y sus miradas tenían rasgos fugaces de una ira velada y contenida. En realidad eran un solo ser perfecto, apenas separados por el sexo, suavemente lejano.
El día de pago se acercaba rápidamente y costaba acostumbrarse a la idea de cobrar tanto dinero a fin de mes. Parecía mentira, y Pacheco creía a ratos que, aunque fuese cierto, algún suceso imprevisto evitaría a último momento esa certeza. Por la noche sacaba cuentas y se decía que tanto dinero por mes significaba muchos pesos por día muchos pesos por hora, y hasta por minuto, y ahora estaba ganando dinero, en ese minuto, el dinero se acumulaba inexorablemente, sin término, y el solo hecho de existir significaba dinero. Y pensaba que los sábados por la tarde y los domingos no trabajaban, de manera que la fábrica les pagaba también el descanso. Ella había tomado sus existencias y les pagaba por todos los minutos de vida. Hasta la muerte estaba prevista en unas planillas, donde constaba que al morir ellos sus herederos cobrarían cierta cantidad de dinero.
La sección donde trabajaba Pacheco era una pieza de dos por tres, con muchos estantes y cajones llenos de tarjetas. Su tarea era mantener o guardar el orden, pero se trataba de un puro principio, porque todos sus jefes sabían que allí no podía haber orden y que no lo había habido nunca, salvo el primer día, cuando se abrió la fábrica. Era una especie de oficina de desperdicios administrativos, con numeraciones más bien falsas y documentos fingidos. El orden era simplemente visual. Aunque los cajones fuesen iguales, adentro, entre las tarjetas, figuraba el principio de un caos. Se sabía que era imposible evitarlo por la propia naturaleza de los documentos que allí había, pero él debía tratar de hacerlo, quizás por respeto a alguna ley íntima de la fábrica. Si después de largos esfuerzos lograba restablecer parcialmente el orden al cual se aspiraba, un papelito más que llegara destruiría todo lo hecho. Y eso no significaba en modo alguno que él fuese inútil, como lo había pensado muchas veces, y que tuviesen que echarlo, porque justamente para ese juego imposible lo había empleado la fábrica. Quizás él tuviese que ser, en todo caso, una simple presencia del orden. Lo trasladaron a esa sección desde que los capataces advirtieron que era un poco atolondrado y que una grúa le había rozado la cabeza. El último día del mes estaba próximo, el dinero estaba muy cerca de ellos, pero ellos eran otros. En tan poco tiempo la fábrica los había transformado. Pacheco advirtió el cambio. Sentía que soñaba menos y que hablaba de otro modo. Atribuyó el cambio al hecho de haberse desnudado el primer día. Por eso se había convertido en un hombre de la fábrica. Pero la certeza de ser otro la tuvo cuando recibió la carta de su mujer. Durante los primeros días Laura seguía siendo para él ese cuerpo cálido que con su desnudez lo protegía de la lúbrica y que lo esperaba allá lejos para cuando terminaran los días nuevos con sus infinitas imposiciones, pero ahora había perdido la percepción de aquella intimidad clara y transparente. La carta y las cosas que en ella decía su mujer eran cosas anteriores al conocimiento de la fábrica, y parecían superfluas.
El día anterior al pago fue deprimente. Todos andaban silenciosos, como secretamente cómplices de algún acto reprochable. Pacheco, desde su piecita, podía observarlos detenidamente mientras iban y venían por la planta, y los veía como mutilados. A Santucho, por ejemplo, le faltaba una pierna; a Charaviglio, un brazo; a Antúnez, los dientes; a Pereyra, una oreja. Hasta Arguello, que todos los días se asomaba para decirle así que a fin de mes va a haber plata, con una reiteración obsesiva, pasó ese día sin decir nada, y solo atinó a guiñar un ojo. Y no era que hubiesen variado las cosas, que hubiera algo que temer: la fábrica era siempre la misma y cumpliría con su promesa de pagarles, seguía siendo esa entidad poderosa que habían presentido cuando el alemán pronunció la palabra. Pero era terriblemente sorda, inconmovible, y jamás hubiera podido equivocarse, o ser una simplificación o la medida de sus necesidades. Ella superaba sus sueños y sus cálculos, incluso sus facultades receptivas. Era desmesuradamente cierta cuando ellos hubieran preferido que no fuera tan poderosa, que tuviera algún instante de debilidad.
De manera que era cierto, y al día siguiente cobrarían, tendrían en sus manos una cantidad de dinero que de otra manera hubieran tardado años en reunir. Esa noche, agitados en sus catres, no podían dormir. Iban a ser poderosos, iban a poder hacer muchas cosas vedadas, ni siquiera presentidas. Velárdez juraba que compraría por lo menos cien velas para San Cayetano, que encendería simultáneamente junto a un gran cuadro que haría hacer del santo. Gómez temblaba pensando que todos le robarían, los muy malditos le robarían el dinero que él había ganado en la fábrica. Ramos tendría todas las mujeres que hubiera, se acostaría con dos juntas cada noche, para eso pagaba. Pacheco sentía que en realidad no necesitaba ese dinero. Laura se lo había dicho unas horas antes de partir: "Vamos a tener que estar separados, por un poco más de plata". Pero era absurdo oír esa frase después de haber estado en la fábrica. Eran palabras tontas, infantiles como las de la carta. Nunca hubiera imaginado que Laura fuese tan tonta.
A las diez de la mañana Alcántara asomó la cabeza por la ventana de la pieza donde trabajaba Pacheco. "¿Cobraste?", preguntó. Cerró con llave y se fue a cobrar. Le dieron el sobre y firmó una planilla. Eso era todo. El dinero estaba allí, en sus manos. Después lo contaría.
Esa tarde, en el campamento, decidieron ir a la ciudad. Mientras se vestía, Pacheco pensaba en el instante en que bajaron del tren. La ciudad era ya la fábrica, el deslumbramiento, el orden, la riqueza, pero él extendía los ojos y no la veía por ninguna parte. Quizás fueran puras invenciones del alemán y de todos ellos; quizás fuese solamente la palabra. Sin embargo habían cobrado y ahora tenía el dinero en el bolsillo: dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil...
Un camión de la fábrica los llevó hasta la entrada da de la ciudad y volvió inmediatamente. Todavía era de día y había algunos negocios abiertos. Charaviglio compró un traje nuevo y tiró el otro en un baldío. Velárdez compró zapatos y guantes, pero conservó los zapatos viejos, que llevaba bajo el brazo atados con un hilo. Y casi todos ellos, por un capricho unánime, compraron sombreros de paja que correspondían a una moda en desuso pero que un turco previsor guardaba en polvorientos cajones. En todas partes les preguntaban si eran de la fábrica. Antúnez respondía con severidad, de acuerdo con el respeto con que formulaban la pregunta. Alguien a quien conocieron en un bar céntrico prometió) llevarlos adonde había mujeres, les habló de baños turcos y de casas de juego. El hombre parecía conocer maravillosamente bien todos los lugares, donde uno podía entregarse a algo distinto, donde podía gastarse largamente y olvidar el zumbido de la fábrica. La idea los entusiasmó un rato, pero prefirieron seguir por su cuenta, descubrir ellos mismos esos lugares codiciados. De modo que lo incorporaron al grupo para utilizarlo a su debido tiempo. El hombre, flaco pero robusto, siempre risueño y servicial, bebía alegremente. Todo lo hacía complacido y aclaraba a cada rato que él no tenía dinero. "Ya van a ver cuando estemos en La Gruta, con pocas luces y muchas mujeres", decía, pero los otros entraban a cuanto tugurio encontraban, los más feos y sucios, y lo obligaban a participar de sus alegrías pueriles, de sus pequeños placeres, de sus chistes tontos e inocentes. El hombre se desesperaba a ratos y les decía que estaban desperdiciando la plata, perdiendo cosas mejores y gastando el tiempo en bolichitos de mala muerte. En eso Arguello lo llamó "señor mago" y todos ellos festejaron la ocurrencia con risotadas.
Hacia las dos de la mañana llegaron a un bar suburbano, grande y sucio, ubicado cerca de una estación de ferrocarril. El mago se desesperaba. ¡Cuánto mejor hubiera sido estar en La Gruta, entre mujeres cimbreantes! El tocadiscos automático tocaba un tango, y un japonés dormitaba con la cabeza apoyada en el mostrador. Dejaron los sombreros sobre una mesa grande y juntando tres o cuatro de ellas se sentaron alrededor. Por indicación del mago pidieron cerveza, que "neutralizaba los efectos del vino". Pacheco bebía y se deleitaba oyendo el ruido de la máquina de preparar café. Era un ruido reposado, como si la máquina, ya dormida, respirara suavemente. La oía a través de las voces de sus compañeros y de los tangos melosos que cantaba Charaviglio. El mago hacía gestos de disgusto y engullía grandes cantidades de papas fritas. Habían llegado a la saciedad, pero permanecían allí como para ver qué había más allá. Tenía que haber algo mejor sin duda alguna.
Pacheco apoyó la cabeza contra la mesa. Hacía un buen rato que sentía los efectos del alcohol. Con todo lo bebido, apenas había gastado cien pesos. ¡Y cuánto dinero le quedaba todavía! Cerró los ojos y vio que más allá de la saciedad habían matado al japonés. Tenía dos venas al aire. Por una brotaba sangre y por la otra el mago le echaba vino con una botella. Velárdez caminaba por el techo y Antúnez orinaba una por una las botellas de los estantes. Alguien había amontonado todas las mesas en el centro del salón y con ellas y los sombreros encendían una gran fogata. Entonces venían mujeres desnudas para apagar el incendio, pero en vez de arrojar al fuego el agua de los cántaros danzaban con ellos, mientras un italiano, sentado sobre la máquina del café, tocaba una guitarra larga hasta el suelo.
Alzó la cabeza y miró. Casi todos sus compañeros dormitaban, borrachos, inclinados sobre las mesas. Se levantó. El aire fresco lo reanimó y empezó a caminar despacio. Cuando se acordó había salido de la ciudad. Unas malezas duras le rozaban los tobillos. Caminó mucho en la oscuridad hasta que vio brillar la luna. Al rato oyó el rumor lejano de la fábrica, a la izquierda. Avanzó entonces en dirección contraria, para no oír, pero el rumor, aunque debilitándose, persistía.
Estaba en medio del campo, rodeado de horizontes, con el dinero en el bolsillo. Metió la mano para contarlo otra vez: mil, dos mil, tres mil, cuatro mil... El rumor de la fábrica se había perdido, pero le quedaba el recuerdo en los oídos. Se sorprendió queriendo contar otra vez el dinero. Se acordó de pronto de una historia leída en una revista de historietas. Se llamaba "El ahorcado". Era la narración de un hombre que perdía mil pesos ajenos y se ahorcaba. Lo rodeaban hombres jóvenes y alegres que bailaban debajo de un árbol, entre una lluvia de billetes. El ahorcado y el dinero y el árbol también bailaban. Dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil...
Se detuvo. Había andado mucho y tendría que caminar rápido para llegar antes de que sonara el pito de la fábrica. No sabía qué hora era, pero el pito comenzaba a sonar cuando el cielo estaba como ahora.
El cielo estaba muy claro cuando llegó al bar. Un instante antes de entrar vio a Charaviglio cantando dentro del tocadiscos, sin cabeza. Todos estaban ahorcados. El japonés y el mago y las sillas y las mujeres desnudas y las baldosas y las mesas bailaban. Una lluvia de billetes rosados y azules caía desde el techo. En un ataúd enorme, en medio del salón, yacía Laura. Todos sus compañeros, a manera de homenaje, habían depositado sobre el cajón sus sombreros de paja. Cuando entró por fin, Argüello, desde lo profundo de su cara tostada, guiñó un ojo. Era el único despierto. Los demás dormían sobre las mesas. Algunos tenían los sombreros puestos. Charaviglio roncaba con la boca abierta. El japonés barría el piso. Entonces Pacheco comenzó a despertarlos sacudiéndolos en sus sillas y señalando la hora en el reloj de la pared. Eran las seis menos cuarto y sin duda ya no tendrían tiempo para llegar a la fábrica. Sin duda los' despedirían a todos por llegar tarde. No querían despertar, pero cuando alcanzaban a ver la hora saltaban de sus sillas como resortes. La idea de llegar tarde los sobrecogía.
Salieron a la calle y oyeron un rumor suave y rítmico entre la oscuridad indecisa, como un gran animal que respiraba en su cueva. Se acercaron. Era un camión de la fábrica, que los esperaba. Cuando subieron todos, sin asombro, el conductor encendió los faros y apretó el acelerador.
miércoles, julio 22, 2009
Un Zeitgeist para la gripe porcina
martes, julio 21, 2009
El hombre de los gansos (I)
A continuación, pegó fragmentos de algunos cuentos:
“¿Por qué yo esperaba otra cosa de Smith? Tal vez porque uno espera del otro lo que espera de uno mismo. Las pesas representaban para mí un oficio sagrado, casi un arte. Y estoy diciendo un arte y no una técnica. Smith representa el tipo animal, poco inteligente. Casi una caricatura en que la fuerza debe ir acompañada por la bestialidad y la ignorancia. Smith reflejaba la servidumbre de la carne.
[…]Si es posible decirlo con esas palabras, para mí Smith era un anacronismo. Alguien que debía ir a parar a un museo del récord. A una feria de curiosidades. Acaso él podía ignorar que las pesas se oxidaban, que era un arte que a medida que transcurría el tiempo iba perdiendo cada vez más su prestigio. Que sólo el espíritu podía conservarlo. Oriente nos había dominado. Oriente había logrado una verdadera penetración cultural. Habíamos resistido con dignidad al fisicoculturismo que venía del norte, pero eso era sólo una cuestión del cuerpo. Las artes marciales querían llegar hasta el espíritu, iban hasta el fondo mismo de las cosas. Se hacían herederas de una tradición. Y nuestro universo se reducía cada día más. Nos transformaba en bestias de circo, en curiosidades de feria. Y yo me rebelaba. Smith, quizá sin saberlo, se prestaba a ese juego. Hacía giras con troupes de luchadores que llevaban nombres mitológicos. Una mascarada. Eran el reflejo de nuestra decadencia. Nuestro antiguo oficio se había reducido a un espectáculo. Cualquier oriental diminuto podía hacernos estallar en el aire, sólo con su filosofía. Mientras ellos extendían sus templos y gimnasios por las zonas más lujosas de la ciudad, nosotros éramos una raza en extinción. Yo lo alertaba a Smith acerca de nuestro destino. Debíamos unirnos. Tomar medidas. Darnos una filosofía, retornar a nuestros orígenes. El nuestro era un oficio nacido en un paisaje nórdico, y debíamos borrar incluso cualquier vestigio romano. Remontarnos más atrás, inventar una saga, nada más majestuoso que un paisaje helado.”(“Tennesee”, p. 23-26)
“Fue esa mañana cuando Aguirre me contó lo de los toros. Una historia de toros y de turcos. Empresarios riquísimos que habían construido ese monumento ostentoso, esa bestia barroca que era una amenaza para la ciudad. Porque para ver sus gradas más altas había que levantar los ojos hasta el cielo, casi profanarlo. Una ciudad a ras del río. Todo al ras. Y apareció entonces esa babel de sangre y de raso que debió ofender el humanismo chato de esa ciudad, que la única altura que soportaba era el campanario de la iglesia. Y años más tarde, el faro. Porque todo lo que no significase esa unión entre Dios y la naturaleza caía por su propio peso. Por ese motivo la maldición había alcanzado a la torre que se erguía sobre el río y a esa mole inútil que apenas vio correr un poco de sangre, donde en sutiles floreos se combinaban un manierismo decadente y un antiguo coraje que la ciudad al ras no soportó.
Y digo raso, y digo sangre. Porque hubo una corrida en que el pasto se cubrió de flores y de pétalos. Flores compradas por los turcos, hombres alquilados, putas emperifolladas que simulaban ser damas elegantes tratando de atenuar ese público de hombres. Y digo raso, porque las chaquetas de los toreros eran de sedas y colores que nunca habíamos visto. Seda de putas, decían, encajes de París. Pero ninguna herida atravesó esos rasos que se fueron como habían venido, después de estar dos años en la ciudad, después de haber llegado en barco a Montevideo procedentes de Lima, México y algunos hasta de España. Pesados en sus movimientos, casi retirados, los matadores buscaban en el sur un antiguo esplendor que habían perdido en su imperio. Por eso descendieron como dioses. Vestidos con su ropa de gala, divisa blanca y verde.” (“El Camino del Real”, p. 46-47)
lunes, julio 20, 2009
Apocalipsis
Turning and turning in the widening gyre
The falcon cannot hear the falconer;
Things fall apart; the centre cannot hold;
Mere anarchy is loosed upon the world,
The blood-dimmed tide is loosed, and everywhere
The ceremony of innocence is drowned;
The best lack all conviction, while the worst
Are full of passionate intensity.
Surely some revelation is at hand;
Surely the Second Coming is at hand.
The Second Coming! Hardly are those words out
When a vast image out of Spritus Mundi
Troubles my sight: somewhere in the sands of the desert
A shape with lion body and the head of a man,
A gaze blank and pitiless as the sun,
Is moving its slow thighs, while all about it
Reel shadows of the indignant desert birds.
The darkness drops again; but now I know
That twenty centuries of stony sleep
were vexed to nightmare by a rocking cradle,
And what rough beast, its hour come round at last,
Slouches towards Bethlehem to be born?
"The Second Coming" (1920) - William B. Yeats
Empecé a ver Millenium.
De nuevo.
Me encantan los asesinos apocalípticos, la reflexiones sobre el mal de Frank Black, los demonios encarnados que juegan a las cartas y se cuentan sus historias, los ramalazos de imágenes siniestras, las referencias al contexto sociohistórico y, sobre todo, el fin del mundo que se avecinaba (y nos pasó de largo).
domingo, julio 19, 2009
Relecturas
"Pero ahora que lo pienso, yo nunca escribí seriamente sobre Borges. [...] ¿y si fuese otra –u otras– la obra sobre la que vale la pena apostar a dejar una marca, a decir algo nuevo, a sacudir el sentido común? ¿Y si ese autor fuera Néstor Sánchez? ¿Es una exageración? Sí, es una exageración insostenible (¿pero la propia literatura no es ya una exageración insostenible?). Pero, sí, reculo: no es Sánchez contra Borges (lo que no tendría ningún sentido ni interés, más bien al contrario: todavía es dable y necesario seguir pensando a Borges) sino más bien la posibilidad de encontrar una productividad en la obra de Sánchez para comprender un cierto derrotero de la literatura argentina y latinoamericana contemporánea." (Damián Tabarovsky en Perfil)Ojo, hay reediciones que pasan sin pena ni gloria pero la de Néstor Sánchez (y sí, no me molesta volverme insistente), como la de Briante, la de Blastein y la de Wilcock hace algunos años, merecen una apuesta crítica (lo merecerían también otros autores como Bernardo Kordon, Humberto Costantini y otros que seguro me estoy olvidando).
Coincido con Tabarovsky, la idea no es plantear un versus (Borges, tal como lo señalaba Rosa, es una "luz enceguecedora") sino ver qué posibilidades nuevas y/o distintas aportaron y continúan aportando las obras de autores que quedaron a la sombra de Borges (pero también de Cortázar, de Puig, de Saer) y que podrían proponer una lectura, una productividad y una perspectiva sobre la realidad que pongan en riesgo el sentido común, que nos sacudan de nuestros acercamientos típicos a los autores de siempre y que nos permitan replantear y modificar lo canónico y lo tradicional en la literatura argentina. En fin, es sólo una propuesta de (re)lectura.
jueves, julio 16, 2009
Carpas (sobre La Virgen Cabeza de Gabriela Cabezón Cámara (Eterna Cadencia, 2009))
Si bien no hay violencia en el lenguaje de La Virgen Cabeza (Cabezón Cámara, más allá del spanglish, no altera los significantes, no pervierte las palabras como sí lo hicieron otros cultores de lo transgresivo), la violencia se refleja en escenas de pura crueldad (la violación de Cleo, la chica que se prende fuego y muere en los brazos de Qüity) o de puro sexo (la primera vez entre Qüity y Cleo). Además, la violencia son los ricos en sus countries y las instituciones (la Iglesia, la policía) porque en La Virgen Cabeza sólo hay pobres y ricos y los pobres intentan autoorganizarse comandados por Cleo, la travesti2 divina, y los ricos no hacen más que demostrar asco y miedo, nos hacen más que demostrar sus linajes y su derecho a la tierra.
En cuanto a la mezcla, el tópico aparece en la alternancia de palabras de diversos registros (por ejemplo, Qüity habla y en su discurso se mezclan su labor periodística, su formación académica, la seducción del lenguaje villero) y en las referencias indistintas a diversas manifestaciones culturales que no suelen compartir los mismos ámbitos (la cumbia, Pretarca, la gauchesca, Quevedo, etc.). Ahora bien, la mezcla también es la villa: la suciedad y los santos; la comida y los desechos; las universitarias chetas y los pibes; el sexo y la cumbia; etc. Coger donde se come, jugar donde se caga en dichas cadenas resuena la voz de Lamborghini y su orgía de El fiord.
Finalmente, el exceso es una elección que realiza Cabezón Cámara para representar el mundo de la villa a través del derroche (a full con Bataille) que se sostiene básicamente, y aún después de haber sido visitados por la Virgen que los organiza para que puedan autoabastecerse y transformar sus vidas, en tres elementos: el sexo, el alcohol y las drogas. Sucede que, nos muestra la novela en un juego de espejos, los villeros son como los peces carpas: sólo piensan en chupar y en reproducirse. Así, y hasta el final, los habitantes de la villa se caracterizan por estar drogados, por coger todo el tiempo y sólo Qüity (o la Virgen) pueden organizarlos porque en La Virgen Cabeza, los villeros ni siquiera pueden manejar su lenguaje (limitado, claro): “se votó así porque yo era de los pocos que tenía cierto dominio sobre el lenguaje y vivía en El Poso.” (133). La visión que Qüity, la voz preponderante de la novela, nos transmite de la villa es una mirada sostenida en los lugares comunes (el título, incluso, refiere a un sintagma que usaban los de afuera para caracterizar a la Virgen de la villa) de que la droga, el alcohol y el sexo son los motores de ese grupo alegre que, utilizados por las instituciones estatales y despreciados por los ricos, están condenados a desaparecer.
Y en el final, con un telón de fondo apocalíptico y melodramático, quedan, claro, los elegidos, los que no pertenecen a la villa (aunque sentían simpatía por ese espacio tan alegre y derrochador) y una Virgen que si empezó como “cabeza”, termina decorada con las mejores joyas proponiendo ya no comunidades alternativas (que ya se comprobó, están destinadas a desaparecer) sino un culto religioso como cualquier otro con catedrales, estampitas y todo eso.
1 Santería de Leonardo Oyola también sitúa su trama en la villa pero desde una perspectiva totalmente distinta a la de Cabezón Cámara: en la novela de Oyola, hay una apuesta fuerte por el género policial y por confeccionar una trama consistente y enigmática.
2 En la elección del travesti como personaje resuena el libro de Alejandro López, Kerés cojer.
PD.: La novela me genera preguntas: ¿la transgresión todavía sigue valiendo como motor estético? ¿no fue lo suficientemente explotada en su momento? ¿la villa sólo puede narrarse desde esta postura? ¿cierta mezcla de lo alto y lo bajo, lo popular y lo elitista (qué feas me suenan estas palabras) puede ser menos explícito? ¿cómo se relacionan estas narrativas tan ancladas en lo referencial con, por ejemplo, los cuentos de Samantha Schweblin? La Virgen Cabeza me parece una novela escrita con el cánon alternativo que armó Libertella (exceptuando a N. Sánchez y Wilcock, creo) y me pregunto qué pasaría si se siguieran otros caminos...