martes, noviembre 25, 2008

Las sombras de Borges (Nicolás Rosa)

Leer a Nicolás Rosa siempre me resulta placentero y, a la vez, exigente. Su escritura es opaca y sus ideas suelen ser complejas porque relacionan distintos vocabularios teóricos y distintos planos del conocimiento (Rosa era, sin duda, un crítico erudito). Este texto en particular, Las sombras de Borges, me parece importante para pensar el legado de ese Gran Escritor del que pareciera que todos en el campo literario deberían dar cuenta de una forma u otra, de modo conciente o inconciente. El pedido de Rosa de "empecemos a olvidar a Borges" para plantear otro tipo de literatura, para escapar de la sombra de esa escritura monstruosa, es un pedido desesperado y casi imperativo, la posibilidad de ejercer el derecho al olvido.

Las sombras de Borges

"Se diría entonces que había estado leyendo en Las Mil y Una Noches un relato que se refería a mí mismo. Mil años antes de nacer estuve prefigurado en personajes que habitaron las riberas del Tigris. El terror y el desaliento me infundieron esta idea."


Dos opciones: o este es un texto fraguado por mí, simulacro de la copia borgiana, o si el lector prefiere es un texto de Thomas de Quincey extraído de su Suspiria de profundis, que es copia borgiana de De Quincy o texto borgiano de De Quincy que anticipa a Borges. La teoría de los precursores no implica ninguna relación de certeza, de búsqueda del origen de la verdad, sino más bien culmina en la dehiescencia de la raíz: encrucijada de la genealogía, desorientación del linaje.

Escribir sobre Borges hoy significa escribir con Borges. El problema es saber qué parte le corresponde a cada uno. Toda escritura sobre Borges divide al texto borgiano y opera sobre una parte: el Borges crítico, el Borges poeta, el Borges cuentista, o el Borges del Carriego, o el del Martín Fierro o el Borges de las puras ficciones. Y en cada parte, otra parte más pequeña: parte sobre parte o partes contra partes, toda escritura sobre Borges debe conjeturar—calcular, decimos— un encuentro de bordes —roce— con una parte de la obra de Borges, o presumir una congruencia icónica de un punto del texto escrito —operación de plegado topológico— con el texto a escribir. Este texto tiene como bordura a Funes el Memorioso, otorgándole un final que su oculta disposición propone: una metáfora de la lectura y una versión irrisoria de toda hermenéutica. Que los que se ocuparon de la escritura borgiana hagan del Quijote de Pierre Ménard su victorioso y altivo simulacro, obliga a aquellos que se ocupan de la lectura borgiana a proponer a Funes el Memorioso como una trama axiomática de esas operaciones que llamamos el leer y el escribir. Nadie puede escribirlo todo puesto que Todo no puede ser escrito. Nadie puede leerlo todo, puesto que Todo no puede ser leído. Incertidumbre y olvido pueblan los fantasmas de la lectura.

El objeto Borges (llámese su corpus, su texto, su escritura), que como tal es un objeto, es el texto de Borges más todos los textos que Borges ha leído —sus precursores o quizá mejor sus ancestros textuales—, más las lecturas que sobre el texto de Borges se han operado —lecturas estilísticas, sociocríticas, psicoanalíticas— las más inconsistentes según creemos —desde la izquierda y la derecha, desde el discurso universitario y desde la extra-territorialidad, desde la zona literaria argentina o desde los sistemas literarios y críticos extranjeros—, el objeto Borges, decíamos, se ha convertido en un objeto excesivamente potente, en un artefacto semafórico que marca los caminos, las vías, los derroteros, las fronteras y los límites de las zonas literarias y de los recorridos de escritura. De tanta luz, luz enceguecedora, no podrían negarse las sombras. El objeto Borges se ha vuelto opaco y de esa opacidad nos vamos a ocupar.

Potente, arroja tanto su luz como su sombra de escritura desde hace años sobre los escritores argentinos para fagocitarlos o expulsarlos, someterlos o excluirlos de su circuito. Hijo potente de padres, ancestros y filiaciones poderosas (todo lo que Borges ha leído-recordado en su escritura) se ha convertido en un Padre Textual omnívoro y omnipotente, genera ambivalentemente odio y amor, es el Padre con el que no se puede pactar para la división de los bienes textuales, él lo posee todo y su herencia permanece indivisa. Padre que, regenerándose en una voraz apropiación-desapropiación de los textos y en un consumo ingente de los despojos textuales, no ha permitido —todavía no ha permitido— el intercambio simbólico en la libre circulación textual. La herencia textual borgiana es una marca indeleble, como una marca de fábrica y todavía no nos ha permitido esa traslación, esa transferencia, en el sentido mercantil pero también psicoanalítico del término, propia de los linajes textuales: asentarse sobre la marca para borrarla, convertir la propiedad textual privada, privadísima, en bienes mostrencos. La Biblioteca borgiana —ese imaginario colectivizado en la cultura desde Alejandría y que se confunde con el Laberinto, desde Heliópolis, hasta la Biblioteca Nacional pasando por los palimpsestos medievales—, es una Biblioteca Hermética, no de un saber hermético, sino herméticamente clausurada. Se está siempre o demasiado cerca o demasiado lejos. Dentro de ella o fuera de ella.

Demasiado cerca: se establece con él, con ella, una relación perversa, de perversión textual, que produce copias de copias, imitaciones de la Imitación, pastiches de los pastiches borgianos (que en realidad nunca son tales pues sólo están citados, aludidos pero nunca efectuados), o da lugar a travestismos inconscientes. Los escritores que están ahora entre los 40 y los 50 años, todos han escrito textos borgianos, es decir textos miméticos. Este hecho no es de por sí negativo, es un camino de pasaje, si se quiere, de rito de iniciación a la escritura necesario para el escritor argentino, pero es un camino de alienación sin duda que debe dejar lugar a la separación. Separación que por el momento tiene figura de rito canibalístico, de ingestión del cuerpo textual en el festín de las letras totémicas. Pagada la deuda paterna, de hecho nunca saldada completamente, podrá el escritor establecer un diálogo textual donde su voz pueda llegar a otros.

En otro nivel, en el de la producción —es una comprobación empírica pero válida— la sombra de Borges se ha tendido sobre toda una generación de escritores, de grandes escritores, como Héctor Tizón, Antonio Di Benedetto, Juan José Saer, Daniel Moyano o sobre nuestros grandes poetas que han vivido no de la sombra de Borges (esos son otros, los otros que han hecho valer en el mercado internacional la sombra borgiana) sino que han sufrido la sombra de Borges: o demasiado cerca, Bioy Casares, pongamos por caso, o demasiado lejos, Juan L. Ortiz.

Para la crítica, y prácticamente las últimas generaciones a partir de 1955 no han dejado de escribir sobre Borges, este objeto potente se ha vuelto también opaco: absorbe todos los fulgores y no refleja ninguno. Podría decirse que es, en el caso, una elección de objeto narcisista invertida, donde la crítica sólo puede comprobar su propia especularidad. Este hecho se debe, según entendemos, por lo menos a dos fenómenos:
  • a la elevación a objeto de culto social del texto Borges (texto + personaje + autor + persona), fenómeno que desconcertó siempre al mismo Borges;
  • y al carácter fundamentalmente hiperliterario propio de la escritura borgiana. Literatura de literaturas, sobre literaturas, el acceso crítico, la entrada, si se prefiere, a la obra, queda siempre atrapada en la ficción crítica, que por su propia sustancia, anonada tanto al crítico como a la crítica. Esa excentrización del texto recae sobre la aniquilación del sujeto crítico que puede elegir el argumento de la carta obligada— y sólo elegir los caminos del silencio, los de la repetición o los del goce. Convengamos que estos dos últimos no son sino otras formas del silencio. Reposar-se en el texto y dejar que el texto repose.
Lo sorprendente en Borges no es tanto las múltiples lecturas que puede provocar su riqueza textual (en realidad un imaginario de la crítica) sino su monstruosa ilegibilidad (distinta de la de Sade o la de Joyce) y por ende su in-humanidad. Todo texto legible, aunque esté hipotecado por la estereotipia, es un texto humano: propone sus códigos, sus protocolos de lectura, su gramática ínsita, sus vectores de fuerza, en suma, las reglas de su legibilidad. Pero la obra de Borges, y tal vez allí resida el secreto de su escritura —secreto a voces como el de Polichinella— desanima y desconcierta los protocolos críticos, sólo remite a una experiencia de lectura y reenvía al crítico a esa totalidad imposible del texto borgiano y a esa otra totalidad imaginaria que es el sujeto de la crítica. Estamos siempre o demasiado cerca o demasiado lejos, pero nunca encontramos el centro. Sólo nos queda hacer, en un simulacro de parricidio (es decir, un gesto y no un acto fundacional como los parricidas ideológicos del 55), y es eso lo que está ocurriendo, del corpus borgiano un corpus citacional digamos, remedar al padre: hacer de la cita borgiana la cita de nuestras citas: despedazar el cuerpo del Padre Textual —ahora padre muerto— y proceder a su ingestión por partes, fragmentos de la fragmentación borgiana, negativizar la escritura borgiana, en suma, borrarla para que pueda volver a ser, no repetida, sino escrita.

¿De dónde proviene, ahora más profundamente, esa monstruosa ilegibilidad del texto borgiano? El texto de Borges como el de Sade son in-humanos porque legislan contra la humanidad de la gramática y de los códigos, los imitan a la perfección para socavar sus reglas más profundas: soslayan la distancia del original a la copia, que es la función macabra del simulacro. El texto de Joyce, quizá como el de Artaud, es des-humano: despoja al simulacro ficcional de su sustento subjetivo: en el horizonte ya no hay quien escriba, ya no hay quien lea. En Borges no hay ningún hermetismo (salvo el simulacro del hermetismo), en Borges no hay ninguna filosofía (salvo el simulacro del pensar metafísico), ninguna lógica (salvo el simulacro de una lógica aritmética. Oh! los números en Borges, y no nos referimos a la simulación de juegos cabalísticos), ninguna dificultad del estilo (salvo el simulacro del estilo de otros estilos). Quizá la ilegibilidad borgiana consista en haber realizado el programa de Mallarmé: "Todo en el mundo existe para concluir en un Libro", en el Libro Absoluto mallarmeano, el Libro-Naturaleza como Logos. La escritura de Borges es pulsátil, es un escándalo geométrico, no posee extensión, de allí la imposibilidad de narrar y la convocatoria hechicera de lo inenarrable. El texto borgiano comete el error de infinito, del cual hablaba Blanchot. Todo está en todas partes, en el centro ficticio y en el borde del texto, en el texto y en el co-texto, pero nunca en el contexto. Esa escritura es pura tensión, no ex-tensión, es puro punto y todos sabemos cómo se llama ese punto. Y en ese punto descentrado, en ese centro incandescente pero vacío, el mundo calla, enmudece. El Libro que reemplaza al Mundo. Herejía de la literatura, heresiarca de la escritura, Borges consuma anticipadamente el límite de lo posible escriturario de nuestra época. Es él todo lo posible, agota el imaginario textual y nos deja huérfanos de irrealidad. Sin horizonte, horizonte histórico —también hay una historia de lo imaginario—, no hay posibilidades de escritura ni de lectura. Borges cubre, por el momento, todo ese horizonte y nos condena a la pura legibilidad, a la dura y ascética herencia de ser lectores puros.

Memoria y olvido son los puntos extremos que traman la textura de un texto: inscripción y borramiento son las operaciones que engendran la escritura. Operaciones que convocan la memoria textual y el olvido textual. A medida que leo-escribo, a medida que escribo-leo todo el pasado textual —restos y despojos por momentos deslumbrantes—, pero aquello que todavía no ha sido cuantificado por la crítica es el olvido. A medida que leo-escribo, olvido; a esa fugacidad la hemos llamado des-lectura, aquello que produce el texto des-leído. El olvido-necesario, el olvido-bálsamo, el olvido-protector. Aquel que le faltó a Funes. Eso se llama palimpsesto: al escribir borramos la escritura del otro, de los otros, la cancelamos, pero al mismo tiempo la inscribimos en nuestra propia escritura.

¿Qué es el cerebro humano sino un palimpsesto?, se preguntaba indeciso Thomas de Quincey. Y la respuesta la da Freud, el cerebro humano, permítasenos esta expresión, es un block mágico. Allí donde más se quiere recordar, más olvidamos. Y lo que proponemos es simple y sencillo, pero costoso. Empecemos a olvidar a Borges.

Fuente: Rosa, Nicolás (2003): La letra argentina: crítica 1970-2002, Buenos Aires, Santiago Arcos, págs. 165-170.

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