lunes, diciembre 26, 2016

La culpa no es del chancho...: Katchadjian, Kodama y la ley de propiedad intelectual

El año pasado, a raíz del procesamiento del escritor Pablo Katchadjian por su libro El Aleph engordado, publicamos esta nota con un grupo de investigación sobre propiedad intelectual en la Argentina. La recupero porque Katchadjian fue nuevamente atrapado en un proceso judicial, porque sigo leyendo textos donde se olvidan de que Kodama hace todo lo que hace no solo por ser la viuda maligna sino porque la ley se lo permite y, por último, porque salió en la extinta Ni a palos y es muy probabla que en algún tiempo su dominio web desaparezca también. En fin, se trata simplemente de una serie de problemas e interrogantes para discutir a partir del caso Katchadjian-Borges-Kodama.

La culpa no es del chancho…: Katchadjian, Kodama y la ley de propiedad intelectual

Por Carla Actis Caporale, Evelin Heidel, Ezequiel Acuña, Guido Gamba y Matías Raia*

Quizás uno de los aspectos más interesantes del caso de la viuda de Borges, María Kodama, vs. Pablo Katchadjian es que se cruzan diferentes disyuntivas que lo vuelven más intrincado. A fin de cuentas, la Argentina es un “país de abogados”, como señaló oportunamente el crítico literario y docente universitario Jorge Panesi el pasado 3 de julio en la Biblioteca Nacional. Y es que en este caso como en otros, más vale no perderlo de vista, la ley se mete con la literatura.
Lo delicado de este contexto nos empuja, entonces, a citar aunque sea una alocución latina para ver si así nos arrimamos al espacio sagrado de la ley, más no sea de costadito: “Todos los caminos conducen a Roma”. Nuestra Roma en este caso tiene unas coordenadas numéricas muy claras: 11723. Y si dará de comer la Ley Régimen de Propiedad Intelectual 11723.
Buena parte de las reacciones frente a este tema tiene que ver con la originalidad o no de la obra de Katchadjian. De un lado, El Aleph engordado no merece el título de obra original sino que se trataría de una especie de “usurpación” espuria del renombre de Borges -donde P. K. vendría a ser un okupa literario que, en un gesto de mala fe, se cuelga de su firma como si nadie se diese cuenta. El abogado de los derechos borgeanos, Fernando Soto, explica: “¿Cuál es el texto de él y cuál el de Borges? Si no te das cuenta, mejor para él, porque por ahí se creen que escribe como Borges…”. Creer o querer ser Borges y “usurpar” su nombre son los problemas principales en esta instancia. Este es el presunto plagio.
Del otro lado, en cambio, el libro de Katchadjian es simplemente una obra que, en su discurrir, incorpora textos ajenos como parte de una expresión artística original y, dirán sus editores y amigos, también propia. Se asemeja, claro, al gesto que Marcel Duchamp realizara en su intervención de la Gioconda hacia 1919: una expresión artística original que implica el agregado de elementos a una obra ya existente. Así lo explica el novelista y abogado Ricardo Strafacce: “Este procedimiento está en el marco de una gran tradición de la literatura y del arte contemporáneo. Y pusimos varios ejemplos, el más paradigmático es La Gioconda con bigotes de Duchamp y ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ de Borges”. No hay plagio, entonces: hay intervención. Un gesto no contemplado por una la ley 11723 sancionada en el año 1933: un instrumento legal desactualizado, que no puede dar cuenta de fenómenos tan viejos como el collage o recientes como el mash-up. No interesa si Katchadjian quiso o no quiso ponerse a la sombra de Borges. Tampoco están en discusión cuestiones de gusto o valor. Lo que se discute en todo caso es si los artistas tienen o no la libertad creativa para realizar este tipo de gestos.
Así y todo, coincidiendo en que El Aleph engordado es la puesta en juego de un procedimiento literario, reivindicar la propiedad de P. K. sobre El Aleph engordado tampoco parecería ser la solución: cuestionar la propiedad con más propiedad o el copyright enarbolando las banderas del copyright se vuelve fácilmente un tiro por la culata. ¿Acaso si alguien interviniera Qué hacer, de Pablo Katchadjian, no existiría legalmente la posibilidad de llevar el gesto a tribunales? ¿La libertad creativa debe depender de la buena fe de los autores o de los herederos que decidirán no apelar a la ley? Ahí hay otra discusión por dar y no se resuelve con la insistencia en la propiedad que debemos cercar.
Por otro lado, el último fallo en contra de P. K. realiza un gesto particular. Hace especial hincapié en el carácter irreverente o irrespetuoso de la intervención: una obra deformada. La viuda Kodama lo dice más claro: “Se mete en una obra ajena, en un plagio irreverente para deformarla: no lo voy a permitir”. Es decir, el problema no pasa por el perjuicio económico -que no existió-, si no por la modificación “irrespetuosa” de la obra de Borges.
Tal como se supo cuando este litigio recién empezaba: según la viuda defensora, si Katchadjian hubiera pedido disculpas, nada de esto habría tenido lugar. Kodama, la pobre viuda o la viuda pobre, es la encargada por ley -pero sobre todo por unción agónica del autor- de custodiar los puntos y las comas de la obra borgeana. En este sentido, detrás de la discusión legal y editorial, volvemos a la discusión literaria: el texto es inmodificable porque el autor, como la ley del padre, así lo quiso; Kodama, madre adoptiva ella, velará por sus sueños. Como dice el fallo revocatorio, Katchadjian “bastardeó” al cuento: lo volvió bastardo, se lo arrebató a su padre al no mencionarlo en tapa (pero sí en el interior del libro). Clásico: la viuda pobre y los huérfanos apropiados a quienes la ley 11723 debe proteger; a quienes debe devolver la integridad y el honor. El gran problema de la discusión no son los derechos patrimoniales sobre la obra, sino los derechos morales; esos mismos que hoy por hoy se borronean en un contexto de crisis profunda de la noción de autoría y de los alcances de la libertad de expresión.
De todos modos, Kodama no es más que un epifenómeno. Coincidamos en que hay miseria e incluso contradicción con los planteos borgeanos en el gesto de Kodama de perseguir a un autor que jugó con “El Aleph”. Hecho. Ahora bien, ¿quién la habilita a esa persecución? ¿Qué talismán le da el poder a la bruja mala?
Kodama es puro síntoma de una ley que da lugar al capricho de los herederos de ciertos autores por 70 años. Se sabe: la obra de Roberto Arlt, la de Juan José Soiza Reilly e, incluso, en otros países, la de James Joyce han sufrido los mismos accesos de defensa del honor de viudas, hijos e hijas del autor. Pero la culpa no es del chancho, sino de quien le da de comer: ¿Por qué no podemos permitirnos, hoy, discutir casos de abuso de los herederos? ¿En qué punto ese poder conferido durante 70 años no restringe el desarrollo libre y el acceso a la cultura? Ahí hay otra otra discusión por dar. El caso de Katchadjian no es una excepción a la regla, es su aplicación más celosa. ¿Qué pasará el día en que un autor sufra un proceso similar al de Katchadjian y no tenga a su alcance la Biblioteca Nacional o las Cartas abiertas?

¿Y entonces?

Y entonces el problema no es la viuda o la calidad de la intervención: el problema es la ley. A Kodama todos le estamos haciendo un favor cuando perdemos de vista el eje de la discusión. Es ridículo pedir permiso para intervenir un texto ajeno. Es ridículo que tengamos que esperar 70 años después de la muerte del autor para usar o acceder con libertad irrestricta a su obra. Si el resultado de un texto experimental es bueno o malo, no importa; si los jueces leyeron o no leyeron la obra para apreciar o denostar su procedimiento, tampoco interesa. Lo que sí importa, al menos, es que este litigio tuvo lugar (y que otros similares lo tendrán). La ley sí exime a las “fanfarrias” y regula la circulación de “folletines”, pero para la intervención artística hay que pedir permiso o corremos el peligro de pagar un embargo de $80.000 o la amenaza virtual de la prisión.
Recién en 2056 Borges entrará en dominio público. Recién a partir de ese momento, como bien sabe Kodama, su obra estará a disposición de todos y todas. Hasta entonces, la ley le da las siete llaves del cofre a su viuda; hasta entonces, la sombra de una norma de 1933 se proyecta sobre escritores y lectores que se acercan a la obra borgeana; hasta entonces, esperaremos pero no sin iniciar las discusiones necesarias. Como escribió el maestro: “Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno”.

*Equipo de investigación (PRI) “Historia de la propiedad intelectual” – Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires - derechodeautor.org.ar

sábado, diciembre 24, 2016

Agárrenmen los paquetitos: Cazador en la navidad del 97

En diciembre de 1997, se publica un anuario de motivo navideño del comic argentino Cazador. Entre las historias que componen el número, que como siempre abundan en guarangadas, mierda, sangre, violencia y sexo chabacano, elijo esta dibujada y guionada por Fer Calvi. Ojalá los entretenga y les haga rememorar este comic genial sobre el que bien se podría volver para pensar algunas relaciones entre historieta, historia y política. Felicidades!

martes, diciembre 06, 2016

Los mendigos (Tulio Carella)

Gracias a la ayuda de mi amigo Lucas M. recupero este poema de Tulio Carella titulado Los mendigos. Se publicó en un librito de tirada limitada de 1954, firmado por Carella y el artista Raúl Veroni (actualmente se vende a un precio desorbitado y es difícil de encontrar). Es tan bueno que sobran las palabras. Disfruten.

Quid tamen expectant, Phrygio quos tempus erat
iam more superuacuam cultris abrumpere carnem?
Juvenal, Sat. II

Los mendigos transitan día y noche
por la deshabitada inmensidad
del sexo indiferente.

Este cuenco de manos insaciadas,
insaciables, ansiosas,
que busca en la entrepierna de los vientos
el cerúleo desecho del orgasmo;
este cuenco ofrecido a cada instante
para llenarse con la turbia espera
y con la turbia espera;
este cuenco solícito, sudado,
ardiendo por la tea encarnizada,
cuenco siempre vacío, porque pide
la fuerza que se gasta por sí misma
en su propio ejercicio acompasado.

Los mendigos transitan noche y día
por la deshabitada inmensidad
del enemigo sexo.
En tropel anhelante se declaran
por caminos y plazas y cloacas,
y ensenadas remotas de la escoria,
contra los senos duros de la noche:
allí tropiezan con la carne tensa
—el coral y el marfil de ardiente caño
de donde escancian el licor siniestro.

Los mendigos se acercan tumultuosos,
invaden la ciudad.
Vienen del pozo donde reina el hambre
—hambre de clavel duro—
pozo insomne, sin ángeles ni estrellas.
Estos mendigos que parecen hombres
y ostentan un bigote inoportuno
y pantalones y corbatas tristes,
son mujeres que el sexo han recobrado
en el umbral paterno:
la refractaria vestimenta errada
no duele ya en sus vidas.

Aúllan y suplican, exhibiendo
las carnes en suplicios femeninos
(si: cejas depiladas, colorete,
perfumes incitantes,
invisible el corsé, la falda ausente
envolviendo al mendigo en su ropaje
legítimo, legítimo).
Su gemido lastima las braguetas
y ni la miel ni el vino los consuela:
pocas veces consiguen
el racimo embriagado con sus uvas.

¡Oh, paso enardecido de la hembra,
oh, risa que penetra en los sobacos,
mientras se abre de piernas el crepúsculo!
¡Oh, embriaguez de bacantes
que se esconde en el hueco más remoto
para imitar pudores de doncella
mientras la tarde se recuesta y llora!
¡Qué ardor invulnerable se desata
en esa carne indócil, no fecunda!
¡Qué fuego se alza y gime
y reclama otra carne más secreta!
Suplicio de vinagre que corroe,
incendio inextinguible que no arde,
y compás que procura el equilibrio
en jadeo, sudor y llanto dulce.

¡Y cómo se retuercen los mendigos
implorando la piel que no los calma,
el olor de los cuerpos deslumbrados,
la caricia con porte de neblina,
el tímido placer,
la mirada de amor incandescente!

Los mendigos se emboscan
en los hondos recodos de la sombra,
e imploran a los padres de los vicios
el gusto ignominioso del deleite.
Por las calles indagan, desgarrados,
se asoman a los cuerpos, sin recato,
observan la algazara de las ingles
y piden esponsales fugitivos.
¡Qué rosas tristes su camino agosta!
¡qué indignación sensata
despiertan en los cuerpos reclamados
para gozar del estallido sumo!

Poderosos señores con su cuenco
mendigan al obrero de la carne
—mercaderes que cambian sus lascivias—.
Mendigan periodistas y pintores,
empleados y frailes y ministros,
y el pobre con su gracia picaresca.
Trafican con dinero, con pasión,
con la esperanza que se yergue inmóvil
en el centro celeste de sus seres,
y un sólo afán los acompasa: el ritmo
silencioso que exigen
a Venus en la arena del deseo.

Hay también los mendigos subrepticios
que accionan con el cuerpo interrogante,
o acercan la furtiva mano helada
al cuerpo inaccesible,
o piden desde lejos, temerosos,
con ojos transitorios.
Y aquellos fariseos, embozados,
que empuñan sus mujeres y en secreto
el frenesí prohibido solicitan
y en el solaz viscoso, solitarios,
agotan a gendarmes y lacayos.

Por negros prados los mendigos crecen,
por terrazas de llanto se revelan,
por playas lentas se decoran de algas
y por asfaltos y cornisas vuelan
y bordan en la brisa sus anémonas.
Envidian a Julieta y aún a Ofelia
en la pálida orilla de la muerte,
y a Desdémona amada
por el celo asfixiante del marido,
y a la mucama con preñez reciente,
y a las mujeres que se pierden, hoscas,
por el hombre indudable.

Sus telarañas por las calles tejen
los mendigos y acechan
al atleta de torso sobrehumano,
al boxeador con llamas en el golpe;
buscan el muslo ardido del ciclista,
el cuerpo soñador de los muchachos,
del rústico dormido,
del viajero en los trenes negligentes
y todo pantalón con sexo propio.
La tiniebla del cine los ampara
y el marinero, el soldado, el provinciano,
el esposo imprudente o fugitivo,
el inocente joven con su fuego,
el novio apasionado en los zaguanes,
con fiebre desdeñosa les responden
a veces, otorgando negligentes,
la calavera de la flor abierta
para el polen nupcial de una quimera.

Agazapados los mendigos piden.
En vano, amor, en vano te reclaman;
te ocultas al pedido del durazno
y al corazón que se derrite siempre:
el fuego serpentino que ilumina y
aproxima los cuerpos a los cuerpos
llevándolos al cielo y a la estrella,
los despierta en el lodo inextinguible.

Si: los mendigos de sinuoso andar
en las corolas de la sombra piden,
inclinan la testuz,
se arrodillan al monstruo apetecido,
sagrado monstruo que los preña de odio
con el líquido amargo del error
y les deja en la lengua gusto a infierno.

El estéril bajío ya inundado
por las salobres aguas del amor,
no se calma: es la espuela que lacera
y otra vez los empuja hacia el camino,
a la deshabitada inmensidad
del sexo indiferente,
con los cuerpos abiertos de codicia.
Y la invisible cola de sus trajes
de novias inmutables
con paso remolón o paso esquivo
arrastran falsamente pudorosos,
mostrando la mujer que se dibuja
en el perfil —angustia— del deseo.

tendebantque manus ripae ulterioris amore.
Virgilio

Referencia: Ediciones del Agua (Francisco A. Colombo editor), Buenos Aires, 1954.
 

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