Es probable que Edith apagara las lámparas del patio antes de irse a la cama. Sin darnos cuenta, nos circundaba una oscuridad de bordes invisibles. La noche surgía poblada de una pesadilla de manos en vuelo, o como si el gran plato cósmico del cielo levitara lleno de ojos y fuera a caerse encima de nuestras cabezas. Era una noche familiar, en realidad fraterna. Se parecía a otras como un leve calco de formas: Héctor y yo apoyados sobre matas de pasto o troncos de árbol, sin otro techo que las estrellas, en jornadas de nuestra juventud transcurridas en sitios tan remotos corno Santa María de Catamarca, la aldea de Yungullo, la villa de Potosí. No dejaba de unirnos siempre el mismo fenómeno: una voz (¿o dos voces?). Era una voz común, ansiosa, acuciada por la insensata posibilidad de decirse pegada al aire denso de los cigarrillos. El efecto de ese diálogo o monólogo cruzado, de este río nervioso —muchas veces brutal— de palabras que los años todavía no moderan, ha de ser nuestra amistad. Había cosas para decir; hay cosas para decir. Yo me distraía algunos instantes pasando los dedos por el cristal ondulado del vaso de ron y, luego de tomar un trago, lo depositaba en el suelo, hundiéndolo a unos centímetros de la reposera. El foco colgante de la galería era un punto de referencia desde una altura ampliada por los escalones. Discurríamos sobre los motivos que permitieron al Gordo inmiscuirse en nuestras vidas. En mi caso, todavía son muchos e indeterminados. Acudía de vez en cuando a visitarme; supongo que experimentaba bienestar en esas visitas: Vera le daba de comer, tomábamos vino los tres y hablábamos mucho, sobre todo de política. El me escuchaba, yo sabía que también me adulaba con astucia, escondiéndose tras una humildad que los comunistas comparten con los sacerdotes; luego pedía algo: dinero para la campaña financiera, la casa para una reunión o para alojar a alguien de Buenos Aires, que yo le escribiera un texto. Pedía y se callaba, con una técnica que revestía a su demanda de un valor decisivo para el futuro. Yo conocía los artificios de aquel juego pero los aceptaba; a lo sumo discutía un punto intermedio respecto a sus ambiciones, casi siempre exageradas: demasiados días para esconder un hombre, horas más que imprudentes en que organizaba una reunión, situaciones que ponían en entredicho la aparente identidad de nuestra casa en el barrio. Esa tensión con los excesos del Gordo era habitual. Cuando se iba, demostraba estar contento: sacaba una sonrisa ancha y hasta un poco aniñada, como un visaje de careta en Carnaval. Pienso que fue naciendo en mí una especie de confianza. Como por arte de encantamiento, las propuestas del Gordo Ricardo se convertían en hechos concretos. ¿Ocupar las grandes fábricas en tiempos de dictadura? ¿Conquistar facultades casi como las cuentas de un collar? ¿Ganarle el SMATA al peronismo? Sí, todo eso que parecía una torsión absurda de lo dado era posible. Los sueños y espejismos de la acción se convertían al poco rato en cosa cotidiana; las metáforas del tiempo histórico encontraban intérpretes, encontraban hombres providenciales dentro de una ciudad que parecía guardar en sus calles un desorden en estado orgánico. No miento al decir que hasta 1973 yo creía en la infalibilidad del Gordo y de otros hombres, en quienes me fiaba porque el acontecer correspondía a experiencias evidentes. No me gustaba, sin embargo, el nominalismo del Partido, que entonces creía iba a superarse con el tiempo; tampoco la costumbre de subordinar la literatura y el arte a reducciones sociales, de decir tonterías sobre Borges; tampoco ciertas fórmulas, como el sonsonete de acabar las frases elogiosas afirmando que algo era "del carajo". No me agradaba una mimesis uniformadora del habla con el lenguaje del dirigente, o con las novedades teóricas del último Nueva Hora, y pensaba que eran aspectos que yo debía tolerar en aras de objetivos mayores. Me atraía, en cambio, aquella manera indefinible de estar en contacto, de componer en la práctica un vago y tangible bienestar. Estaba entre mis amigos, tenía un proyecto que concordaba con la marcha de los tiempos, nos unía el vigor de las tareas, la certeza de que protagonizábamos una empresa de excepción, todavía pequeña pero que alguna vez sería muy grande. Teoría y política tendían a acercarse, por momentos se confundían como un teatro lleno de gritos. Aún no habitábamos un barco ebrio ni la nave de los locos. Y el Gordo Ricardo aparecía siempre en el medio: él y su ancho cuerpo ubicuo eran la piedra de toque de ese prodigio envolvente. Como estoy lejos de escribir una novela, no alcanzaré a abarcar sus jornadas, pero me interesa llamar la atención sobre su virtud más notable: hacer de la agitación política un trabajo artesanal. Era, supongo, como tallar figuras con actos, lenguajes y objetos que se forman y deshacen. Ricardo perseveraba: ganó a unos y otros, discutió, se acomodó a los estilos de cada quien con tal de que hicieran el trabajo que él pedía. Debió multiplicar las técnicas de convencimiento, visitar casas, tomarse infinidad de mates, vasos de vino o tazas de café. Seguramente el Gordo habló de fútbol, de teoría de la organización, de Gorz y Rudi Dutschke, de lo que sabía —más bien poco— y de lo que improvisaba con el instinto de un gato que toma desechos en los rincones, seleccionando con la mirada fosforescente. Los trucos empleados conmigo no habrían de ser muy variados de los que empleaba con otros camaradas. Vera acierta cuando dice que yo quería que él me pidiera tareas, que me resistía al Partido y al mismo tiempo lo necesitaba en secreto. Para qué negarlo, si sus demandas me producían un orgullo íntimo. El optimismo por norma de Ricardo era pueril, simple retórica comunista, pero el llamado de la vida que él encarnaba me convencía como el gesto de llevar una mano al bolsillo; me gustaba llanamente, como un fatalismo que libraba a la suerte —a una masa secundaria de lo real— las consecuencias del riesgo. El Gordo emanaba un despojamiento de hombre que porta un signo como una vestimenta, y lo más raro —lo más difícil de explicar— es que eso pasara porque pasaba, sin ninguna excepcionalidad aparente, cubierto por el ahínco y la costumbre con que un grupo de individuos tiran los dados en una mesa, en un paño sucio. Recuerdo la película A giorno da leone: sale un viejo militante, jefe de partisanos, que muere en la tortura; cuando sus camaradas informan esta noticia a su esposa ella arranca a gritos: "Fueron dieciséis años, dieciséis años de odiar a los fascistas. Nunca pudo trabajar, tener una casa como todos, amar tranquilamente a sus hijos. ¿Ustedes entienden una vida así?" ¡Oh! Ese parlamento es como un retrato del primer Gordo Ricardo conocido por nosotros: no poseía familia, cosas ni red de vínculos fuera del Partido, fuera también de nosotros. Pertenecía a la clase de hombres que describe aquella película del neorrealismo: un héroe oscuro; diría mejor, un héroe rojo, desconocido para los grandes titulares, anónimo como su nombre de guerra para investigadores y cronistas, sin pasado y con una huella como pequeño remolino de viento, pero hacedor de las condiciones —siempre futuras— para que la historia brille un día con los colores de una bandera roja como el universo, roja como la sangre, roja como un gran corazón fraterno. Solía visitarnos el Gordo Ricardo, repito; entraba a nuestra casa con el aire de un tío o un hermano mayor cuyas verdades o mentiras nos gustaban. Estoy seguro de que él no hubiese sido el que fue en aquellos años sin ese placer inexplicable de estar juntos, de vernos sencillamente porque así lo queríamos.
—Buenas tardes —contaban que dijo a la menor de los Jury—. Soy Ricardo.
Marimón, Antonio (1987): El antiguo alimento de los héroes, Buenos Aires-Montevideo, Puntosur, 124-128.