Véase: Por las promesas incumplidas: "Dos mil quinientos años de literatura policial" (Rodolfo Walsh)
¡Vuelve Sherlock Holmes! (La resurrección literaria más sensacional del siglo) (Rodolfo Walsh)
"¿Qué ha hecho? ¡Pedazo de animal!..." Así empezaba una de las cartas dirigidas a Arthur Conan Doyle por una anónima e indignada lectora, después de publicarse en el Strand Magazine un cuento llamado a producir escándalo.
Sucedía esto en diciembre de 1893, y aquella carta no era la única. Millares de lectores doloridos, desconcertados o furibundos escribieron cosas similares. Los jóvenes londinenses llevaron luto en los sombreros. El clamor provocado fue indescriptible, único en la historia de la literatura.
¿Qué había hecho Conan Doyle? En verdad, había cometido un crimen abominable. Había querido destruir un mito, dar muerte a un personaje que él había creado, pero que ya no le pertenecía, porque poseía una indestructible realidad propia.
Conan Doyle acababa de asesinar a Sherlock Holmes.
Había premeditado fríamente el crimen.
En abril de ese año escribía a su madre: "Aquí estamos muy bien. Voy por la mitad del último cuento de Holmes, después del cual ese caballero desaparece para no volver. Estoy cansado de oírlo nombrar".
El cuento en cuestión era el último de la serie "Las Memorias de Sherlock Holmes", y en él el viejo enemigo del detective, el profesor Moriarty, lo precipitaba al fondo de un abismo en los Alpes.
Después de esto, Conan Doyle pensaba dedicarse tranquilamente a lo que consideraba una tarea más seria y más acorde con sus gustos: escribir novelas históricas, para las que iba recogiendo pacientemente una vasta documentación. Se equivocaba, sin embargo. Sherlock Holmes no podía morir, y un público inexorable se encargaría finalmente de hacérselo comprender.
Pero ya dos años antes Conan Doyle había intentado deshacerse de aquel molesto Holmes, con quien empezaba a identificarlo la gente, y que reclamaban a gritos los editores de las revistas. Oigamos lo que decía por aquella época, cuando terminaba la serie de "Las Aventuras de Sherlock Holmes": "Pienso matarlo en el último capítulo y terminar con él de una vez por todas. Me quita tiempo para dedicarme a cosas más importantes".
— ¡Matar a Holmes! Jamás. No puedes hacerlo. No debes hacerlo. No lo harás.
Esta vez fue la propia madre de Arthur quien salvó la vida del personaje. Se opuso con indomable energía al proyecto de su hijo, y Arthur, que toda su vida tomó muy en serio las opiniones de la autora de sus días, debió resignarse.
Ahora la situación se repetía. Pero ya no era una simple mujer quien contradecía sus intenciones. Era todo un pueblo, casi podría decirse todo el mundo.
¿Quién era aquel endiablado personaje que se resistía a morir a pesar de la voluntad de su progenitor? ¿Y quién era aquel gordo doctor Doyle, que al ocurrir los hechos relatados pasaba una temporada de descanso con su esposa enferma, en Suiza, hasta donde llegaban los ecos de la tempestad desencadenada por él?
Vale la pena hacer un poco de historia. Tres años antes Arthur Conan Doyle era prácticamente un desconocido que aún vacilaba entre la ardua práctica de la medicina y el problemático ejercicio de la literatura.
Cursó los primeros estudios en un colegio jesuita, después en Stonyhurst. A los quince años se perfilaba como un extraordinario jugador de cricket..., además de crecer en forma alarmante. Por espacio de un año prosiguió sus estudios en Feldkirch, Austria. Ahí llegó a sus manos un libro que le causó profunda impresión. Eran los cuentos de Edgar Allan Poe...
Entretanto, su madre había resuelto que debía estudiar medicina. Y como ocurría casi siempre, la voluntad de su madre se cumplió. Arthur ingresó en la Universidad de Edimburgo, terminando su carrera en 1881.
Casi inmediatamente se embarcó con destino al África occidental. Allí contrajo la fiebre, estuvo a punto de ser devorado por un tiburón y, para completar, el barco se incendió en el viaje de regreso. No empezaba del todo bien la carrera profesional del doctor Doyle.
—No pienso volver al África —dijo Arthur.
Su familia estaba muy bien relacionada en Londres. Podían ayudarlo a iniciarse, ganarle una clientela. Pero eran todos católicos acérrimos. Y Arthur, aunque educado como tal, hacía tiempo que profesaba un meditado agnosticismo. No hubo posibilidad de que se entendiera con ellos. Salvo, claro está, con su madre, que compartía sus ideas.
Después de algunas vicisitudes instaló su flamante consultorio en Southsea. Compró los muebles en un remate, y con el dinero que le anticipó un editor logró pagar el alquiler.
Poco a poco empezaron a llegar los primeros pacientes del doctor Arthur Conan Doyle...
En 1883 se publica su primer trabajo en una revista importante, el Cornhill Magazine. Dos años después conoció a Louise Hawkins, con quien se casó cuatro meses más tarde.
Imaginémoslo en este momento. Tiene veintiséis años, pesa aproximadamente cien kilos, es uno de los mejores jugadores de cricket y de rugby del condado y cuenta con una clientela discreta. De tanto en tanto escribe algún cuento, y ha empezado una novela que no le inspira mucho entusiasmo. Pero habría que ser brujo para pronosticar su fabuloso porvenir.
Ahora, sin embargo, acaba de leer una novela de Gaborlau, el gran folletinista francés.
¿Por qué no tomar de personaje a un detective?
Nace Sherlock Holmes
Y así fue como en aquellos primeros meses de 1886 vino al mundo Sherlock Holmes, el personaje mítico, el único —al decir de Chesterton— que es familiar a todo el mundo, el más universal de los tipos literarios.
Pero en realidad, Sherlock Holmes ya existía en carne y hueso. O por lo menos había de él, en el mundo de la realidad, una prefiguración, un anticipo. Era el doctor Joseph Bell, profesor de la Universidad de Edimburgo. La seguridad de sus diagnósticos era famosa. Pero Bell no se contentaba con esto. Le gustaba deducir la profesión, el origen, las costumbres de sus pacientes, sin otra guía que la observación.
—Hay que usar los ojos y la cabeza —recomendaba a sus alumnos.
Y a continuación, realizaba una demostración práctica.
—Este hombre —decía, refiriéndose a un paciente a quien veía por primera vez— es un zapatero zurdo.
Asombro entre los discípulos. El doctor sonreía.
—Sus pantalones —explicaba— están raídos en los lugares donde el zapatero se apoya en su banco de trabajo. El lado derecho está más gastado que el izquierdo, porque usa la mano izquierda para clavetear el cuero.
Tenemos aquí un eco anticipado de aquellas "salidas" de Holmes que hicieron las delicias del público.
El doctor Bell era muy delgado, nervioso, de nariz aguileña, rasgos afilados, ojos penetrantes. Estas características físicas las encontraremos en Holmes.
Pero, por encima de todas las cosas, hallamos en Holmes los métodos científicos del doctor Bell aplicados a la investigación criminal. Sherlock Holmes estudia un problema con la precisión, con la minuciosidad con que el doctor Bell sigue el desarrollo de la enfermedad de un paciente. Todo puede ser importante para Holmes: una pisada, unos restos de barro, unas partículas de polvo. La criminología se ha convertido en una ciencia.
¿Y el doctor Watson? ¡Ah, el doctor Watson es tan admirable como Holmes! Es él quien lo completa, quien le da relieve, el balancín con cuyo auxilio realiza sus airosas piruetas. El doctor Watson es, con relación a Holmes, lo que Sancho a Don Quijote.
Pero también existía en la realidad aquel Watson. Doyle sólo le cambió el nombre, dejándole el apellido. Lo llamó John en lugar de James. James Watson era un médico de Portsmouth, miembro importante de la Sociedad Literaria y Científica de esa ciudad. Pero a tal punto lo identificaba Doyle con su personaje que a la menor distracción sale a relucir su verdadero nombre. Así, en "El hombre del labio torcido", dice la señora Watson refiriéndose a su esposo:
"—¿Prefiere que mande a James a dormir?"
Doyle vaciló mucho antes de dar con la mágica combinación de sílabas que designaría a su héroe. También dudó si elegir el título de la novela que acababa de escribir.
Por fin se decidió. Lo llamaría Un estudio en Escarlata.
Mandó la novela a James Payn, editor del Cornhill Magazine, con la esperanza de que se publicaría en folletín. Payn la elogió, la elogió mucho, la rechazó cortésmente. Era demasiado larga y demasiado corta para su revista.
¿Demasiado larga y demasiado corta? Payn se explicó. Demasiado larga para publicarse en un solo número; excelentemente corta para folletín.
Arthur remitió el manuscrito a Arrowsmith, otro editor. Se lo devolvieron sin leerlo. Lo mandó a Fred Warne & Co. El mismo resultado. Insistió, esta vez con Ward, Locke & Co.
Y allí lo aceptaron. Pero ¡en qué condiciones! Por de pronto, debía esperar un año para que se publicara. Y además, debía ceder a perpetuidad sus derechos de autor a cambio de la exigua suma de veinticinco libras.
Conan Doyle aceptó. Total, ya había escrito aquella condenada novela. Entretanto, empezaba otra, de tema histórico esta vez.
Y por fin, al concluir el año 1887, apareció el Estudio en el número de Navidad de una revista.
No ocurrió nada. El nacimiento de Sherlock Holmes pasó completamente inadvertido. Nadie comentó la novela.
Su obra histórica, Micah Clarke, tuvo por el momento mayor fortuna. Los comentarios fueron buenos. Andrew Lang, el gran crítico escocés, lo estimuló. Arthur proyectó una nueva novela histórica. Parecía haber olvidado por completo las ficciones detectivescas...
Pero ya entonces Sherlock Holmes empieza a interferir sus planes. Al editor norteamericano del Lippincott's Magazine le ha quedado grabada la historia de aquel detective de cara afilada. Almuerza con Doyle y le pide un nuevo trabajo con Holmes de protagonista. Incidentalmente, en aquel almuerzo Doyle conoció a Oscar Wilde.
La nueva novela — La señal de los cuatro— apareció a comienzos de 1890 simultáneamente en Inglaterra y en Estados Unidos. En Inglaterra no tuvo éxito. Los críticos no se ocuparon de ella. Pasó sin pena ni gloria.
Era como para mandar al diablo a Sherlock Holmes.
Entretanto, ¿qué había progresado el doctor Conan Doyle en los ocho años pasados en Southsea? Muy poco. Algunas novelas y cuentos publicados, una clientela que nunca fue abundante, unas pocas libras ahorradas.
Tenía 31 años. Quizá fuera mejor dedicarse seriamente a la medicina. Partió para Viena con el propósito de estudiar cirugía ocular.
Un escándalo... en Londres
"Para Sherlock Holmes, ella es siempre la mujer. Rara vez la llama de otra manera. A sus ojos, eclipsa y prevalece sobre todas las de su sexo. Y no es que haya sentido alguna emoción parecida al amor con respecto a Irene Adler. Todas las emociones, y ésa en particular, eran aborrecibles a su mente fría y precisa, pero admirablemente equilibrada. Era, creo, la más perfecta máquina de razonar y de observar que haya visto el mundo; pero, como enamorado, se habría puesto en una falsa posición. Siempre habló con burla y menosprecio de las pasiones más tiernas. Esas cosas eran admirables para el observador, excelentes para levantar el velo que cubre los motivos y los actos de los hombres. Para el razonador adiestrado, sin embargo, admitir tales intrusiones en su temperamento sensitivo y perfectamente armonizado, equivalía a introducir un factor de distracción que podía volver dudosos todos los resultados de sus procesos mentales. Para una naturaleza como la suya, una emoción fuerte sería más perturbadora que un puñado de arenilla para un instrumento de alta precisión o una fisura en una lente de aumento..."
Con estas palabras, Conan Doyle subió el peldaño inicial del éxito. Con ellas comenzaba su cuento "Un escándalo en Bohemia", la primera de las "Aventuras de Sherlock Holmes" que empezaron a aparecer en el Strand Magazine a mediados de 1891. Hablar de éxito es poco. Fue una fulguración. El público hacía colas para adquirir un ejemplar de la revista, apenas aparecía. Doyle pensaba escribir seis cuentos. Se vio obligado a escribir muchos más antes de rehusarse definitivamente a seguir haciéndolo.
Lo que no había logrado con sus novelas históricas, ni tampoco con Un estudio en escarlata y La señal de los cuatro, lo lograba con aquellos cuentos publicados en una revista. Y se explica. Después de las largas novelas policíacas de Collins y de los folletines franceses, la brevedad y el brillo de las narraciones de Holmes eran un alivio. "Fue el triunfo del epigrama", comenta Dorothy Sayers.
Pero, ¿qué había sucedido entre diciembre de 1890, cuando Conan Doyle y señora viajaron a Viena, y julio de 1891, fecha en que apareció "Un escándalo en Bohemia"?
Muy sencillo. Arthur estudió cuatro meses en Viena, y de regreso se estableció como cirujano oculista en un barrio elegante de Londres. Pero si como simple médico nunca había tenido una gran parroquia, su fracaso en la nueva especialidad fue brutal. Ni un solo corto de vista, ni un astigmático, ni un solo enfermo de cataratas llamó a su puerta. Ni un miserable orzuelo curó el doctor Arthur Conan Doyle. Los pacientes no iban, sencillamente.
Abandonó la medicina y se lanzó por ese camino incierto de los que pretenden vivir de lo que escriben.
Por medio de su agente mandó al Strand el cuento arriba mencionado.
A fines de ese mismo año, el editor del Strand se mesaba los cabellos y se comía las uñas. El público clamaba por Sherlock Holmes, a él se le estaban acabando los últimos cuentos de la serie, y aquel animal de Doyle no quería saber nada más con su detective.
Para Doyle, los cuentos de Holmes no eran más que un medio de ganar dinero, lo que le permitiría dedicarse a sus amadas novelas históricas.
Escribió los seis relatos que completaron la serie. Y fue entonces —como ya hemos visto— cuando por primera vez resolvió eliminar al maldito Holmes. Y fue entonces cuando la madre de Arthur salvó la vida del detective, y no contenta con esto, dio a su hijo el tema para la última de las "Aventuras"... En febrero de 1892, se repitió la historia.
—¡Más cuentos! —clamaba el desesperado editor.
—¡Escríbalos usted! —gruñía Arthur.
—Pida lo que quiera —insistían de la revista.
—Ochenta y cinco libras por cada uno —dijo Arthur.
Era un disparate. Pero el precio fue aceptado inmediatamente.
¿Qué fascinación tan particular tenía aquel detective de nariz de halcón y ojos penetrantes a quien iban a visitar en su departamento de Baker Street hombres y mujeres de las más diversas condiciones, para exponerle los más abstrusos problemas?
Es difícil responder a esta pregunta. Pero de todas maneras, la gloria de Holmes no fue el fruto de una ilusión colectiva. Son muchos los factores que han hecho de él un tipo universal. No son sólo sus excentricidades, la originalidad de sus métodos, la novedad de los problemas que encaraba, sus respuestas enigmáticas. Es que Conan Doyle era, además, un gran escritor, un conocedor profundo de los secretos de su idioma, un hombre que había recogido en Macaulay y en Meredith y en Stevenson una riquísima herencia literaria. Nadie puede negar que Doyle ha legado al idioma inglés una vasta colección de aforismos, de epigramas, de "sherlockismos", como los ha llamado Ronald Knox.
Desde un punto de vista puramente policial, es posible que Holmes haya sido superado. Philo Vance, Ellery Queen y otros quizá hayan resuelto problemas más complicados, pero ninguno de ellos tiene, ni remotamente, la solidez y la fascinación de Holmes.
Si es preciso buscarle un equivalente, como personaje, sólo lo hallaremos, quizá, en el padre Brown, el sagaz personaje de Chesterton.
Resurrección
Pero, entretanto, Arthur había lanzado a su héroe al precipicio de Reichenbach, y ocho años más tarde aún recibía protestas de los lectores, súplicas de los editores, y lamentos de todo el mundo.
¿No podía resucitarlo?
—No —dijo Arthur.
Y sin embargo, entre agosto de 1901 y abril de 1902, los regocijados lectores del Strand leyeron por entregas El sabueso de los Baskerville, donde aparece nuevamente el detective.
¿Ha resucitado Sherlock Holmes?
No, aclara compungido el editor. Los hechos relatados en El sabueso ocurrieron antes de la muerte de Holmes, pero éste sigue aún en el fondo del abismo de Reichenbach.
Mientras tanto, la fama de Doyle sigue en aumento. Meredith, Kipling y otros grandes escritores ingleses lo honran con su amistad. El rey le otorga un título nobiliario. H. G. Wells le escribe: "Deberíamos felicitar a los que se han honrado al conferirle ese título".
Y por fin los norteamericanos triunfaron donde habían fracasado los compatriotas de Arthur. En 1903, éste recibió un ofrecimiento fabuloso. Si resucitaba a Holmes y lograba explicar satisfactoriamente el accidente de Reichenbach, le pagarían cinco mil dólares por cada cuento.
Cinco mil dólares. Digamos, modernamente, unos cien mil pesos de nuestra moneda.
Arthur se encogió de hombros. Aceptó.
Reflexiones y comentarios
"Holmes no murió en aquella caída —comentaron regocijadamente los periódicos ingleses—. En realidad, la caída no existió. Trepó por el lado opuesto del precipicio, para huir de sus enemigos, y dejó a Watson en la ignorancia de lo sucedido."
El público había hecho su voluntad. En el entusiasmo despertado por su resurrección, pocos repararon en lo endeble de la explicación. ¿Qué más daba? Lo importante era que Holmes nunca había muerto.
Después vino la apoteosis. Colas larguísimas se formaron en Southampton Street, para adquirir ejemplares de "El retorno de Sherlock Holmes".
Desde 1886 hasta 1927, Conan Doyle escribió en total 56 cuentos y cuatro novelas con Sherlock Holmes como personaje central. Esos cuentos y novelas han sido traducidos a todos los idiomas del mundo que merecen ese nombre, inclusive el islandés, el chino y dialectos africanos. El detective ha aparecido en más de cien películas (encarnado, entre otros, por John Barrymore, Basil Rathbone y Raymond Massey), en un millar de dramatizaciones radiales y quince obras de teatro. En los lugares más apartados del mundo —Tokio, Sidney, Copenhague—, se formaron sociedades de exégetas, cuya misión es comentar los textos en que aparece Holmes, elucidar la cronología de sus aventuras, buscar o explicar las contradicciones o los olvidos del inefable doctor Watson. Un músico, Harvey Officer, llegó a componer una "Suite de Baker Street", para violín y piano. En el reciente festival de Gran Bretaña, millares de personas visitaron la reconstrucción de la casa donde "vivió" Sherlock Holmes.
Se han escrito más de ochocientos libros acerca de Sherlock Holmes. Las parodias del personaje son innumerables: Hemlock Jones, Picklock Holes, Shamrock Jolnes, Thinlock Bones son sólo unos pocos de los nombres burlescos que asumió el detective. Watson se llamó, a su vez, Watsis, Whatsoname, Whatsup... En Las desventuras de Sherlock Holmes, Ellery Queen ha recopilado los mejores de esos pastiches.
La fama del personaje, como es natural, acompañó a su creador. Cuando la flota francesa visitó puertos ingleses en 1905, y se preguntó a la oficialidad qué personalidades británicas deseaban conocer respondieron:
—A su Majestad, el rey, y al almirante Fisher.
— ¿Alguien más?
La respuesta fue instantánea:
—A sir Arthur Conan Doyle.
Dos veces sir Arthur fue candidato al Parlamento. Le derrotaron las dos veces, pero sólo porque se empecinó en elegir distritos donde su partido no tenía ninguna posibilidad de triunfar. Cuando visitó los Estados Unidos, se lo recibió como a un rey. Durante la guerra mundial, el Foreign Office británico utilizó sus servicios. Incluso se pusieron en práctica algunas innovaciones militares propuestas por él: el casco de acero, un peto liviano para protección de la infantería, el bote inflable de goma para las tripulaciones de los buques. De aquella época data también el cuento "Su última reverencia", donde Holmes captura a un hábil espía enemigo.
En ningún momento Doyle había dejado de recibir cartas solicitando sus servicios para investigar casos de la vida real. En cierta ocasión, resolvió un problema colmado de detalles sensacionales y enigmáticos, que parecía entresacado de las páginas de sus libros. Un joven hindú, Jorge Edalji, que residía en Great Wyrley, había sido juzgado y condenado por un crimen abominable, que sólo podía ser obra de un maniático: la matanza de animales de la comarca, que se venía repitiendo durante muchos años, acompañada del envío de feroces anónimos a los vecinos más destacados del lugar. En esos anónimos se amenazaba proseguir la matanza, pero con seres humanos. Conan Doyle no sólo pulverizó todas las pruebas contra Edalji. Descubrió al culpable y el arma utilizada, y logró que Edalji fuera absuelto de culpa y cargo.
El caso de Joan Paynter también merece citarse, porque tiene una gran similitud con uno de los cuentos escritos anteriormente por Arthur. Joan era una muchacha de Hampstead, enfermera de un hospital. Se había comprometido con un joven danés, que bruscamente desapareció sin que volvieran a tenerse noticias de él. Desesperada, la muchacha escribió a Arthur una serie de cartas suplicándole que encontrara a su prometido. A base de esas cartas, Conan Doyle descubrió adónde se había dirigido aquel hombre y por qué había obrado así.
En 1912 se empeñó en resolver otro problema misterioso. Fue el célebre caso de Oscar Slater, acusado de asesinar a una anciana. Conan Doyle nunca creyó en su culpabilidad. Durante años libró una encarnizada campaña, y por fin descubrió que algunas de las pruebas utilizadas contra el acusado habían sido fraguadas por la propia policía. La sentencia fue revocada, y ése fue uno de los tantos casos que valieron a sir Arthur el título de "el paladín de las causas perdidas".
¿Epílogo?
El último cuento de Holmes apareció en 1927. Tres años más tarde, el 7 de julio de 1930, se extinguía en Windlesham la vida de sir Arthur Conan Doyle.
Una vida de prodigioso trabajo, en la que había ejercido todas las actividades imaginables: médico, oculista, escritor, voluntario de la guerra de los boers, deportista, político, investigador privado, autor teatral, polemista, orador, inventor, poeta en los años de su juventud, campeón del espiritismo en los de su laboriosa ancianidad...
Esta vez sí era indudable que Sherlock Holmes había muerto. Desaparecido el genio que le dio vida, parecía que ya nadie podría sacarlo de un abismo más profundo que el de Reichenbach.
¡Vuelve Sherlock Holmes!
Y sin embargo, la vitalidad del personaje es tan grande que el milagro se ha cumplido por segunda vez. La noticia corrió como un reguero de pólvora por los periódicos ingleses y norteamericanos... Sherlock Holmes ha resucitado. Sherlock Holmes sobrevive a su creador.
John Dickson Carr y Adrian Conan Doyle —el hijo de sir Arthur— acaban de escribir el primer cuento de una serie que se llamará "Las hazañas de Sherlock Holmes".
Con esta resurrección se cumple uno de los más caros anhelos de los aficionados a la novela policial. Quizá sea éste el comienzo de una obra hereditaria, trasmitida de generación en generación, destinada a perpetuar para siempre las proezas del héroe de Baker Street.
De todos los escritores policiales ingleses que viven en la actualidad, ninguno tan capacitado como Dickson Carr para llevar a cabo esta dificilísima tarea. Carr ha escrito nada menos que 59 novelas policiales —casi todas ellas traducidas a nuestro idioma— que se distinguen por su sostenida calidad. Es autor, por otra parte, de la más completa biografía de Conan Doyle publicada hasta la fecha. Es un estudioso y un estilista. Por si esto fuera poco, cuenta con la valiosa cooperación del hijo de Conan Doyle, quien sin duda podrá proporcionarle muchos datos de interés.
Para escribir "La aventura de los siete relojes", que hoy publica Leoplán, Carr y su colaborador han estudiado minuciosamente el estilo de Conan Doyle. Han tratado de ponerse en su lugar, de pensar como él, empleando las mismas palabras, los mismos giros característicos. Han analizado el ritmo de las frases de Doyle; su empleo de la puntuación, el número medio de palabras de cada párrafo, los diálogos y el ambiente. Y al servicio de esta maquinaria han puesto la indiscutible capacidad de argumentista que posee Dickson Carr.
Desde luego, un solo cuento no basta para juzgar en forma definitiva los resultados de este intento. Pero en lo que concierne a "La aventura de los siete relojes", puede afirmarse que esos resultados son excelentes. El personaje que aquí nos ofrecen Dickson Carr y Adrian Conan Doyle no sólo es Sherlock Holmes. Es Sherlock Holmes en sus mejores momentos.
Fuente: Walsh, Rodolfo (1987): Cuentos para tahúres y otros relatos policiales, Buenos Aires, Puntosur, págs. 171-186.
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