De la obra de Bernardo Kordon, además de sus cuentos y nouvelles o de sus diarios de viaje a la China maoísta, persisten una serie de textos de tono autobiográfico que nos devuelven la itinerancia, la frescura y la aventura que el autor de "Alias Gardelito" quiso devolver a la literatura argentina. En 1978, Kordon publica dos libros hermosos y raros: Adiós Pampa mía y Manía ambulatoria. Del primero, recupero un texto titulado "Estación Borges" que de alguna manera funciona como reflexión sobre el peso de la figura de Borges en la órbita literaria nacional pero también, y sobre todo, como condensación de la narrativa de Kordon: el viaje y la aventura como movimiento exterior-interior. Disfruten.
Estación Borges (Bernardo Kordon)
Dijo pocas y reiteradas cosas —a igual que otros grandes escritores. Últimamente, por ejemplo, en algunas entrevistas televisadas, amaga con decir algo y finalmente lo deja así no más, con un balbuceo que supone contenidas revelaciones. Porque gracias a los años (cuando no transcurren al cohete) la palabra elemental y llana suplanta al palabrerío profesional, y al final el gesto suplanta a su vez a la palabra, y ahí queda el hombre cansado de hacer y decir cosas, limitándose a expresarse con su sola presencia —a semejanza de Dios, quien no debe esforzarse mayormente en hacer méritos: ya hizo todo lo que pudo.
Borges es, pues, aquel que escribió tantos poemas dominicales y también algunos cuentos —género artístico por excelencia, al punto que ningún escritor es capaz de escribir más que algunos buenos cuentos en toda una larga vida, ¡al revés de la novela y otras redundancias!
Borges: presencia y mención y adjetivizaciones repetidas y vueltas a repetir en esta pampa húmeda de ciudades iguales, con las mismas calles y plazas con idénticos monumentos repetidos al infinito. ¡Qué tediosa es la gloria (y otras cosas) en nuestro país!
Antes hubo otro Borges que maravilló mi lejana adolescencia. En mis primeros viajes, rigurosamente ferroviarios y suburbanos, me marcó una estación Borges, que en lo alto de un terraplén señalaba el comienzo del recorrido mágico de un ramal ferroviario que bordeaba el río de la Plata. De tal modo Borges es una palabra que guarda para mí el prestigio emocional de ese sonar de atabaque que es Tombuctú en el corazón de África, o el golpe de gong de Pekín en la exacta antípoda de Buenos Aires. Estación Borges fue, pues, el comienzo de todos mis viajes, hasta ese largo y sin vuelta que espero con esa inquietud que ya perdí para otros recorridos.
Un tren de pocos vagones, generalmente vacíos, arrastrado por una vieja locomotora 4-6-2 de brevísimo ténder y agudo silbato, se detenía chirriando en Estación Borges para permitir el descenso de casi todos los pasajeros —pues pocos o nadie en días de trabajo y a la hora de mi rabona matinal viajaban a esas soledades ribereñas (estaciones Barrancas, Anchorena, el Bajo de San Isidro, Canal de San Femando, hasta llegar al apartado y casi oculto puerto de Tigre), un recorrido de tal belleza que no tardó en ser condenado a muerte por la administración de turno.
Desde Estación Borges viajaba generalmente solo en el vagón. Me sentía Vito Dumas, el navegante solitario, a quien vi desfilar triunfal en un coche descubierto, por Florida, sonriendo y levantando los brazos a la multitud que lo aplaudía después de dar la vuelta al mundo, o venirse solo de Europa, no recuerdo bien, pero sí tengo presente su amplia frente gloriosamente quemada por el sol tropical que yo aspiraba a conocer: la culpa la tenía Emilio Salgari y todo lo que vino después: libros y más libros, sin contar las películas que veíamos de a tres en el cine Londres Palace, más conocido en el barrio como El Chinche. Libros y películas me arrastraban a esos viajes realizados en desmedro de las clases en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda.
Cualquier viajero ya lleva consigo todo aquello que le revelará el viaje. Desde Ulises extraviado por los dioses hasta el turista conducido por Exprinter, todos ven solamente aquello que llevan adentro. Prueba de ello son las caprichosas o delirantes toponimias que nos propina-ron los primeros llegados a este rincón del mundo: Buenos Aires (¡con este clima!) y Río de la Plata al estuario donde nunca se encontró la menor partícula de cualquier metal, y menos esa plata que traían los navegantes en sus mentes desvariadas.
Pues todo viajero sólo ve aquello que lleva consigo, del mismo modo que en las posadas españolas, según los franceses (antihispanistas por excelencia) sólo se pueden comer las viandas que traen los huéspedes.
Por eso yo, solo en el vagón, era Vito Dumas, un navegante solitario dominando el río que se extendía bajo los rieles del entonces Ferrocarril Central Argentino, sumamente prestigioso porque llegaba hasta el trópico tucumano. Esas cuatros letras F.C.C.A. eran solamente comparables a esa enorme O del Ferrocarril Oeste que marcó mi infancia en Ramos Mejía y en el barrio de Almagro. Con la diferencia que ahora no veía solamente pasar el tren, sino que viajaba en él, munido de mi correspondiente medio pasaje. Apenas me faltaban los pantalones largos para sacar pasaje entero y viajar más lejos, a Rosario, y hasta Tucumán.
Digamos entonces que Borges en grandes letras blancas sobre un tablero negro señalaba el comienzo de la aventura y la poesía del viaje, que yo recreaba varias veces por semana, saltando de la ventanilla del horizonte de chocolate del río a las barrancas con palacetes con bos-ques y parques, como quien deja una lectura para seguir otra que la complementa en contenido e intensidad.
Si es bueno que una estación perdure el nombre de un escritor, resulta mejor que la fama universal de un escritor perdure la gloria de la desaparecida estación Borges de mi adolescencia.
Kordon, Bernardo. Adiós Pampa mía, Caracas, Monte Ávila editores, 1978, pp. 65-68.
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