Su padre nunca vino a visitarla a su casa en el medio del monte de paraísos, aunque en alguna época prometía aparecer. Si piensa en él, lo ve en alguna de sus rutinas —¡tenía tantas!— o haciéndole advertencias —¡imaginaba tantas!. Siempre pulcro, afeitado al ras, leyendo el diario de cabo a rabo todos los días, el vaso de whisky a la misma hora, sólo novelas policiales, las caminatas a la orilla del mar en verano y las visitas a los museos en invierno. La primera advertencia que recuerda, porque pensándolo bien era una advertencia, ocurrió cuando ella tenía siete, ocho años. Y le produjo una pena inmensa, una pena que todavía siente. Ella se había hecho amiga de una vecina, una nena de su misma edad, hija única de unos dentistas que vivían dos pisos más abajo, en un departamento exactamente igual al de su familia, pero oscuro y silencioso, repleto de muebles y objetos que cuando uno los miraba con luz eran preciosos y únicos, pero que este matrimonio de alguna manera se encargaba de opacar. Judy subía hasta su casa después de hacer los deberes y jugaban, o ella bajaba y las dos —los padres estaban trabajando en habitaciones que habían acondicionado como consultorios— abrían una caja en la que guardaban un tablero de ajedrez. Las figuras eran piezas de marfil talladas con rostros adustos, los caballos tenían las crines enruladas y los ojos desorbitados. Clara pasaba el dedo por las piezas y creía que nunca había tocado algo tan fino. Después de casi medio año de estas continuas visitas, un día la madre de Judy, que era una señora muy corta de vista, con la piel blanca como una manzana, invitó a Clara a pasar un fin de semana con ellos. Le dijo que irían a visitar a la abuela de Judy, que vivía en una casa muy grande, llena de flores. Esa misma tarde, Clara se acercó a su padre que estaba sentado en el sillón en donde leía la novela policial de turno.—Pero, ¿no sería mejor que salieras con alguna de tus amiguitas del colegio? —dijo el hombre. Con el dedo marcaba la página que estaba leyendo.—No me invitó ninguna amiga del colegio. Me invitó Judy. Ella es mi amiga... —respondió Clara.El padre cerró definitivamente el libro.—Sabés, Clara me gustaría decirte algo. Quizás ahora no entiendas, pero es por tu bien. Mamá y papá siempre piensan en lo que es mejor para vos, ¿sabés?Clara había escuchado esa frase cientos de veces. Cuando no quería comer verduras, cuando se quejaba de que las clases de baile le hacían doler los pies.—Esa gente que vive ahí abajo, es buena gente. Deben serlo...Se notaba que el hombre no quería ahondar mucho en ese tema.—Pero son distintos a nosotros. Tienen otras costumbres.—¿Qué costumbres? A mí me parecen iguales... ¿No quieren a Judy?—No. No es eso, Clara.—¿Qué es?—Son judíos. Es algo difícil de explicarle a una nena de diez años como vos, pero pensá que vienen de otro país, de un lugar diferente al nuestro.—Pero, papá, son argentinos... Hablan igual que vos y yo. No son como la abuela de Maxi, viste que ella habla así todo raro... Yo no le entiendo nada.—Mirá, ClaraEl padre dejó el libro, marcando antes la página.—Te voy a dar un ejemplo. Así lo vas a entender...Clara se acercó, pensó en el caballo de marfil adentro de su caja, en el ruido del torno de los dentistas que a veces escuchaba cuando jugaba con Judy, y se le llenaron los ojos de lágrimas.El padre, tranquilo, quizá con más cariño que nunca, le dijo:—Si una gata tiene gatitos en un horno, ¿qué tiene? ¿Gatitos o una torta?
Martoccia, María (2006): Sierra Padre, Buenos Aires, Emecé, pp. 59-62.
0 comentarios:
Publicar un comentario