La última novela de Lina Meruane se llama Sangre en el ojo (Eterna Cadencia, 2012). Sin embargo, cuando leemos algunas reseñas y gacetillas, podemos encontrarnos con un pequeño desliz, un resquicio que altera el título: “La” sangre en el ojo. ¿Qué significa ese artículo, ese determinante que se cuela cambiándole el título a la novela de Lina? En ese artículo que se acopla tal vez haya una intención de aferrar algo, de determinar algo que en la novela de Lina, que en el ojo de la otra Lina, se desborda. Ese algo es sangre y sangre, así sin artículo, es líquido que se esparce, que mancha, que vuelve turbia la mirada.
Como en los cuentos de Silvina Ocampo, en Sangre en el ojo, una frase del acervo popular se vuelve real: Lina, la protagonista de la novela, efectivamente tiene sangre en el ojo. Lo que en el discurso social tiene un sentido metafórico y cristalizado (aquel que “tiene sangre en el ojo” es aquel que tiene rencor), en el discurso literario es el punto de arranque de la máquina narrativa (¿qué pasaría si alguien tuviera realmente sangre en el ojo?). La elección de la primera persona para la narración es, en este sentido, fundamental. Como lectores vemos a través de los ojos ensangrentados de Lina, vamos perdiendo las cosas progresivamente; percibimos los contornos de su Ignacio, de su madre, de su doctor; se nos confundes los sitios que antes resultaban conocidos. Lina escribe esta especie de diario-carta y nosotros, como lectores, espiamos su intimidad, nos metemos en su sangre que no es sólo sangre como fluido, sino sangre familiar (y ahí está la insoportable relación entre Lina y su madre) y sangre de amor (y ahí está la apasionada y tensa relación entre Lina e Ignacio). En todo caso, la escritura intimista, que en otras novelas podría ser sólo recurso arbitrario, en Sangre en el ojo se vuelve necesaria para meternos en el cuerpo de Lina, en el pathos de esta mujer que se enceguece cada vez más a lo largo del relato.
En otro punto, la nueva novela de Meruane es, como lo era Las infantas, la recuperación de lo siniestro, una revelación del lado oscuro de lo familiar. A partir de que Lina nota cómo las venas de sus ojos estallan y su vista se nubla, la realidad que la circunda comienza a volverse aguda, hiriente, filosa. Justamente, para expresar esta realidad siniestra desde la perspectiva de una narración autobiográfica, Lina Meruane despliega ese estilo poético que ya había mostrado en sus anteriores novelas: una escritura que dosifica asociación metafórica, regodeo en la precisión poética de la frase corta y musicalidad para hacer que lo de siempre sea un poco más extraño que de costumbre. Vaya como ejemplo: “Se me lanzó al cuello, mi madre. Era una medusa, un aguaviva, un flagelo de mar, un organismo de cuerpo gelatinoso y tentáculos que causan urticaria. No había cómo despegarla. Su cuerpo se contraía como si sollozara y despedía un concentrado cien por ciento letal. Intoxicada por el veneno materno tendría que haber sufrido un vahído, caer desmayada, yo.” Hay, así, una escritura que presenta la mirada ensangrentada donde la realidad se enturbia frente aquella mirada que antes veía, o creía ver, con cierta claridad.
El interrogante que abre Sangre en el ojo es evidente: ¿cómo se pasa de ver a no ver? Si la vista es el sentido privilegiado de la vida contemporánea, ¿qué le espera a una mujer cuyos ojos se inundan de sangre? Sangre en el ojo parece una novela sobre la perspectiva y la distorsión pero rápidamente también puede cobrar resonancias filosófico-políticas. Si el yo de la narradora depende de cómo ve la realidad, de la forma en que clasifica ese real inaprensible en formas, colores y dimensiones, la llegada de la sangre sólo puede ser la pérdida del yo: aquello que constituye a Lina, su fluido biológico más íntimo, se sale de su sitio para causar problemas, serios problemas. En las palabras de Lina sería algo así: “Ya no estoy yo. Lucina se esfumó, su ser queda suspendido en algún lugar del pabellón. Lo que queda ahora de ella es pura biología: un corazón que late y late, un pulmón que se infla, un cerebro narcotizado incapaz de soñar mientras el pelo continúa creciendo, lentamente, bajo la gorra”. Lina ya no es ella, es un cuerpo desmembrado cuyos órganos parecen funcionar por sí solos, ha perdido la posible unidad, la posible vida cotidiana con Ignacio, el posible viaje de placer al Chile natal. Lo cotidiano, de nuevo, ya no es cotidiano, lo que antes podía ser placer puede convertirse en lo opuesto. La sangre de Lina se rebela, desorganiza, altera el cuerpo (la vida) de Lina.
En esta línea, no estaría mal leer Sangre en el ojo de Lina Meruane inscripta en una serie de novelas latinoamericanas contemporáneas que reflexionan sobre la política de los cuerpos. Pienso en La comemadre, pienso en El animal sobre la piedra, pienso en Balnearios de Etiopía. ¿Qué viene a decirnos esta literatura que pone el foco en los desórdenes biológicos, en la crisis de la salud, en la rebelión de los fluidos y los órganos? ¿Por qué aparecen estos cuerpos sin órganos? No tengo respuestas claras pero sí un presentimiento: si como plantea el maestro, el campo de concentración es el nomos de lo político y el homo sacer, la figura por excelencia, no debería extrañarnos que la imaginación literaria ponga en circulación estos cuerpos que se deshacen, que rompen la unidad del yo, que introducen una resistencia al biopoder.
Sangre en el ojo de Lina Meruane confirma la potencia de una literatura que, como en Las infantas, busca generar cierta incomodidad a través de cierta recuperación de lo siniestro y del cuerpo como interrogación. Eso sumado al despliegue de una prosa hipnótica sólo puede dar como resultado un hermoso y perturbador relato, tan perturbador que necesitamos colocarle un artículo a la sangre que nos desborda.
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