Me ha ocurrido con trozos narrativos —fragmentos de infinidad de libros— que haya de súbito una línea impidiéndome seguir la lectura: quedo absorto por la descripción de un cairel, una tela o el brillo liso del océano en un islote. Del mismo modo, con Héctor la conversación por lapsos se detenía; la historia de nuestro hombre estaba tan poblada para nosotros de intensidad o elementos contradictorios, que parecía iba a írsenos de la voz. Entonces permanecíamos callados. A uno de esos encuentros llegué luego de una excursión a Cuautla: tenía fresco el perfil azul de los volcanes al amanecer, un diente sobresalía en la ladera izquierda del Popo. Jamás, ni extremando la imaginación, pude creer cuando el rostro aindiado de Pablo me hacía compararlo con un caudillo de la Revolución Mexicana, que me tocaría ver la madrugada en las tierras donde cabalgó Zapata, y tomaría ron con hielo en las noches de la ciudad del Cónsul. Héctor afirmaba que no hay partido chico ni partido grande: todos, aun aquel puñado de individuos que fuimos nosotros, reproducen una matriz, todos. Así la conversación ingresaba al círculo en que la memoria se adhiere a las preguntas: ¿por qué nuestro crecimiento incluyó nuestra ruina?, ¿por qué sucedió como con esos vasos que resbalan, esas pastillas de jabón deslizándose de los dedos, que los hechos escaparon de nuestras manos hasta parecer producto de otros hombres? Una siesta Ricardo me llevó a su nueva casa; se entraba por una escalera y tenía living-comedor, cocina, varias habitaciones. Era una verdadera casa, no aquella precaria de Güemes. Fuimos en automóvil; desde poco tiempo atrás el Gordo se movilizaba en un Citroen destartalado, de color gris. A partir de 1973, él y algunos más cobraban regularmente sus sueldos de funcionarios, en general inferiores a los del Comité Central. Hasta hubo un detalle comparable al lujo asiático: Ricardo hacía sus viajes a Buenos Aires en avión. Sin embargo, ¿cómo saber que ese módico bienestar de comunistas escondía una crisis? Empezaron a evidenciarse aspectos desconocidos en la conducta del Gordo; por ejemplo, empeñarse en atender las tareas de la Comisión de Finanzas, casi exclusivamente femenina. Luego, los sábados compraba unos kilos de costilla y marchaba a una casa de las afueras, donde vivían Lucrecia y Scofield. Este era pintor, sus exposiciones se basaban en un mismo tema que trabajaba mediante monótonas variaciones de negro, ocre y sepia. Colgados en una galería, sus cuadros impresionaban como un poema desdeñosamente ajeno a la mirada. De pronto supimos que Ricardo sostenía furtivos encuentros con Lucrecia. De pronto se notaban incrustaciones insólitas en su habla; no eran muy coherentes, sino como si tradujera de manera vulgar frases de Nietzsche y Rimbaud —autores favoritos de Scofield—, las que en boca del Gordo sonaban a dichas por un ventrílocuo. También afirmaba que para superar el insomnio era bueno irse a la cama con muchos whiskys y cenado en abundancia. Hedonismo plebeyo, intelectualismo tocado de oídas por un viejo militante, eran síntomas de que algo pasaba con el paradigma que Ricardo había creado de sí mismo; lentamente dejaba asomar raspajes, puntos de fuga hacia otra personalidad. Nombraba con más asiduidad que antes el peligro, como exorcizándolo con las referencias. A mí y a Héctor nos asombraba y ponía ligeramente tensos repasar ese período: un mundo estaba cambiando en el Partido y en nosotros sin que lo notáramos; discursos y acciones anunciaban cierto tránsito que no sabíamos leer, caminábamos sin saberlo entre dos realidades: la que nosotros creíamos y otra ignorada, mensaje informe de quién sabe qué grito en la tiniebla. Héctor hablaba de la asimilación acrítica de las tesis maoístas desde 1972, de un proceso de bolchevización del Partido desde 1973. Yo, en cambio, tiendo por temperamento a vislumbrar sólo la superficie de los hechos. Por eso, creo que el punto clave se ubica en los días postreros de 1974. Entonces, como en la bitácora de un barco hundido, sucedió un corte en nuestra continuidad: se acababa aquel año en que salimos del SMATA para nunca más volver, era un fin de semana rutinario, cuando me llamaron a una reunión. Entonces supe la nueva línea del Partido: consistiría en oponernos al golpe militar apoyando al gobierno peronista. En mi cabeza, y en la de muchos, hubo una implacable sensación de vértigo: ¿apoyar al gobierno de Isabel? Sí, estaba bien como estrategia global; ya habíamos concurrido a recibirlo a Perón en 1972; significaba descorrer un velo de años, no a través de los sueños de la pequeñoburguesía, como pasó con Cámpora, sino del verdadero peronismo, de esa sustancia opaca que veíamos desde la infancia y conmovía de arriba a abajo el país. Yo no vacilaba, incluso ratifiqué la certeza de creerme dueño de la verdad, como tantas veces me sucediera dentro de lo que se llamaba "espíritu de Partido". Pero si el peronismo era un movimiento tan complejo, ¿por qué se hizo lo posible para legitimar a la fracción que dirigía José López Rega? No afirmo que la escena siguiente ocurrió a la hora de la siesta, pues quizás fue a la media tarde, cuando promedia el día y estalla una claridad como fruta, la cual acentúa el roce del aire frío en la cara. Sí pienso que será una escena decisiva. Ricardo y yo nos sentamos junto a la ventana del bar. Digamos que el sol corría milímetro a milímetro la franja de sombra en el encolumnado del templete, a la entrada del Hospital de Clínicas. Allí, él me contó los pormenores de su primera entrevista con el brigadier Lacabarme. La audiencia había ocurrido de noche y apenas horas antes un comando del ERP trató de matar al interventor con disparos de obús. Llegó el Gordo tímidamente manejando su Citroen; luego lo hicieron pasar a un chalet contiguo a la Casa de Gobierno. Entonces, con una cuarentaicinco depositada sobre el vidrio de la mesita ratona, Lacabanne escuchó a la delegación del Partido. ¿Qué se podía hablar? Individuos armados, vestidos de civil, entraban y salían del living. De vez en cuando, el interventor federal —el mismo que había encarcelado a Ríos, a algunos de nuestros mejores camaradas del SMATA—, con su voz gruesa de militar les decía nombres, quiero nombres, ¡me tienen que dar nombres! Los invitaba a ser soplones de "soviéticos", he ahí el grado de cooperación política que proponía el lopezrreguismo. Por eso, un análisis de aquella alianza es irrisorio: fue la aplicación mimética de las orientaciones oficiales de China en la Argentina; fue la búsqueda ingenua del interlocutor más antisoviético en el gobierno peronista; fue un engaño a partir de una totalidad engañosa; fue un deseo forzado y a destiempo por tomar parte en la trama del Gran Juego, que fascinaba a Ricardo como ha fascinado a tantos. Creo que se hizo partícipe, además, el sello de un fenómeno generalizado en la época: que hasta en la versión de Mao —reforzado por la versión de Mao— el discurso "comunista" se diseminaba en resultados históricos abominables. Si habíamos constituido hasta entonces un grupo con excesos y errores —algunos sin remedio— pero de intenciones casi transparentes, eso cambió por completo; si la trama del Gran Juego había correspondido naturalmente a otras fuerzas y sujetos, nosotros entramos de ahí en más a sus fauces, y de la peor manera. Fallecido Perón, nada se opuso a que las instituciones políticas naufragaran entre bandas y señores de la guerra. Unos decían tener fines ideológicos, otros sólo militares, pero todos se intercambiaban los muertos, las alianzas, los mandobles por debajo de la mesa; la sociedad entera satelizaba en derredor de aventureros sin escrúpulos y de ciertos oportunistas que les servían. Ese rasgo había pasado a ser condición estructural de la política argentina en 1975; en él se confundían y rotaban izquierdas y derechas, teniendo como referente a alguna facción o grupo de hombres de armas, institucional o irregular, con o sin contigüidad de ideas. ¿Era posible participar de la historia sin entrar a semejante ajedrez jugado con peones de carne triturada? Hubo quienes en aquella desventurada izquierda por lo menos lo intentaban; aunque los aniquilasen —en un sentido a todos nos ocurrió lo mismo— no perdieron el horizonte moral. Algún curioso que estudie estos problemas se preguntará por qué no renuncié al Partido después de que Ricardo me narró su reunión con Lacabanne; no lo hice. Pareciera que en el camino de la razón a lo irracional quedaran residuos listos para inventar nuevas ilusiones. Un mediodía, en el departamento de Marita y Cacho, defendí con tanto vigor la línea política que me dejaron salir como un extraño; no me soportaban. Otra memorable noche nos reunimos en un restaurante Ricardo, Héctor y yo; nos acompañaban Vera y Edith. Es notable el poder enervante de la buena mesa: luego de un trecho en que sólo se oye el rumor de las mandíbulas, todos los comensales hablan y hablan, como si por la conjunción gozosa de los manjares y el vino con los cuerpos se desprendiera un sonido libérrimo de palabras. Las voces de ese coro se superponen con rara armonía, como asociadas en llegar a un límite donde se posterga el acto de entenderse, como acoplándose en una falta de significado último que afortunadamente a ningún comensal preocupa. Fue cuando el Gordo Ricardo sacó a relucir el tema de la insurrección. Los tres nos pusimos a describirla: enumeramos los puentes que habrían de tomarse, los edificios públicos, la forma en que serían bloqueadas las carreteras, el uso de la radio y hasta frases del discurso que deberíamos leer para llamar al pueblo a las armas. Luego vino el minucioso capítulo de las venganzas: cada uno iba nombrando un enemigo y la pena que le impondría al capturarlo; muchos eran amigos de otros tiempos catalogados entonces de "traidores" y "soviéticos". A intervalos, después de un nombre decíamos ése no me lo quita nadie, lo quiero para mí. Las dos mujeres siguieron un rato el juego, hasta que se callaron. Yo lo atribuí, con resentimiento, a que todas las referencias se correspondían con un mundo en verdad masculino, a la transposición en la política de complicidades de amigos. Más tarde supe que tampoco nos aguantaban. ¿Por qué no renuncié, no me fui? Porque éramos muchos los que vivíamos el mismo hechizo y, si quiero ser veraz, porque también a mí me subyugaba el Gran Juego. Diré que solía imaginarme sobre un camión con altoparlante recorriendo los barrios; al pasar por las avenidas y edificios encontraba piquetes de obreros armados que, para distinguirse, llevaban brazaletes de la CGT. Pablo decía por radio un discurso que yo le escribía, la calle era como una gran casa de todos. Me emocionaba susurrar aquellos versos de Alberti: "Arde Madrid. Ardía / por los cuatro costados", me emocionaba hasta el escalofrío, poblado el pensamiento por ese tumulto.
Marimón, Antonio (1987): El antiguo alimento de los héroes, Buenos Aires-Montevideo, Puntosur, 158-164.
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