Mientras hojeaba, hace unos años, la revista Entrega en busca de algunos textos de Marcelo Fox, me crucé con este relato de una jovencísima Sara Gallardo, de 30 años. Ya me había sorprendido esta publicación con otro texto temprano pero de Germán Rozenmacher. Probablemente esta revista olvidada de los años 60 siga ocultando detalles, líneas e historias que están ahí, listas para ser reactivadas... Quién sabe...
En el caso de "Historia dominical", de Sara Gallardo, se trata de un relato realista y humorístico para tiempos pascuales, de una lucha de atención en misas dominicales, de sombreros y limosnas. Si no me equivoco no fue antes recopilado en sus "Narrativa breve" ni similar.
¡Que los disfruten! ¡Pasen y lean!
Por alguna aberración, el domingo de Pascua Carmela inició su descenso al infierno. Hasta entonces vivió feliz, desconocía las pasiones, y esa mañana, poniéndose la boina para llegar a misa de seis, no presintió el próximo naufragio de su felicidad. La misa de seis era para ella como el almuerzo para el mozo de restaurant, es decir el momento en que la actividad específica se emplea en provecho propio, y esa vez, como todas las semanas, confesó al párroco su listita de pecados dichos en orden invariable, a los que seguían unos consejos y penitencia también invariables, que alguna vez la habían hecho pensar y rechazar rápidamente el pensamiento, si no sería lo mismo intercambiar unas tarjetas impresas. Después empezaba su tarea de pasar la bolsa de la colecta.
Si la liturgia pudiera compararse a una montaña podríamos decir que la cumbre era la misa de mediodía. Una cumbre nimbada de sol, en la que llegado su momento Carmela aparecía con una sonrisa similar a la de los acróbatas cuando se empolvan las manos y toman la sombrilla. Iniciaba su paso entre los fieles agitando discretamente la bolsa y agradeciendo con un susurro. A medida que las misas se acercaban a la de mediodía, Carmela las sentía nutrirse de emoción, no tanto por el valor creciente de los billetes que caían en la bolsa sino en cuanto ellos simbolizaban a ese público que adormilado sobre sus hermosos zapatos y tan indiferente a Carmela como a la ceremonia llenaba la iglesia de una atmósfera que a ella le parecía comparable a ciertas funciones de gala que no conocía. Su pasaje por ese bosque encantado de elegantes y en todo caso admirables árboles que una vez por semana se ligaban a ella con un ademán inconciente constituía la razón de su existencia. El resto del tiempo cuidaba a su madre vieja, cocinaba y cosía.
Pero el domingo de Pascua estaba tomando su café con leche después de la misa de seis cuando entró el teniente cura y le preguntó si con una iglesia tan grande no sentía la necesidad de una ayudante. Nunca le había gustado ese joven llegado a la parroquia mucho más tarde que ella. Los jóvenes siempre se las arreglan para armar barullo. Contestó con un bufido y el tema murió. Sin embargo a la otra semana estaba contando el dinero cuando el teniente volvió a entrar y apoyándose en la mesa la saludó y le preguntó por su salud.
—Vengo a presentarle a la señora que desde hoy va a hacer la colecta junto con usted. La iglesia es muy grande y sola tarda demasiado tiempo. Pase señora, por favor.
Laura Brughetti era viuda, usaba polvos de color ladrillo, el pelo decididamente claro y en especial un sombrero con un moño muy alto. Carmela, con las manos sobre la mesa, levantó los ojos en silencio. Ese día tuvo que ver, desde el ala izquierda a que había quedado restringida, cómo el moño en forma de periscopio navegaba sus aguas, recorría su bosque, recogía sus dádivas abordando a los fieles con un estilo escandaloso. Donde Carmela ponía párpados bajos, Laura usaba miradas sin reserva, y lo que es peor, ciertas sonrisas.
Así empezó su infierno, y su vieja madre pareció sufrir esa semana.
Al llegar el domingo tuvo que confesar un pecado nuevo. En el corto silencio que siguió a sus palabras volvió a tener la visión de la lista impresa, pero ésta vez, como en un boliche que ha cambiado cocinero, vio la anotación manuscrita de un plato inédito: el odio. Al ir a desayunarse encontró a Laura sonriente, con los rizos de muñeca cubiertos por un sombrero verde adornado de plumas, apenas si pudo saludarla, y cuando el párroco entró en busca de un libro se precipitó a mirar por la ventana, para no enfrentar al testigo de sus nuevas pasiones. Las plumas le respondieron desde el otro lado de la iglesia durante toda la colecta.
Pasó una semana más y el domingo, mientras se vestía en la luz del alba tratando de no despertar a su madre, Carmela se estremeció a la vista de su boina de fieltro, pero se la puso con una nueva inclinación y salió hacia la iglesia sonriendo despectivamente. Alguna vez, Laura estaría obligada a repetir un sombrero. No ésta, sin embargo, en que apareció tocada con uno marrón y flores artificiales.
Junto a esto sucedió otra cosa. En los entreactos, las dos iban a la sacristía y vaciaban las bolsas sobre una mesa para contar el dinero.
El último domingo, la bolsa de Laura había traído algo más que la de Carmela. Pudo ser una casualidad, pero se repitió. Durante toda la semana, ella se había preguntado si por alguna coincidencia imposible de comprobar en otros tiempos, la parte más generosa de los fieles no se instalaría en el ala derecha de la iglesia, esa ala por la que ahora sentía el efecto de que una hemiplejía la hubiera privado de la mitad de su cuerpo, exactamente la mitad derecha con sus tres altares y la señora de tapado de astrakán parada junto al púlpito. Pero esta mañana se le ocurrió que su fracaso podía no ser casual. Que tal vez fuera una cuestión, digamos, de sombrero. Una cuestión, en fin, un asunto de seducción. Ahora bien, hacía treinta años que Carmela usaba con cierta sensación de audacia una melena cortada a media oreja, y exactamente cuatro de uso dominical de la boina azul. Esta vez, cuando Laura exclamó con alegre indiferencia: “¡La volví a ganar! ¡Setenta y tres pesos más!”, Carmela se sintió palidecer hasta la médula, con la soledad del secretamente aficionado a un vicio cuando lo oye mencionar en broma, o del enamorado frente al que hablan ligeramente de su amada.
Inició una novena. Pedía la paz del alma bajo la forma del esclarecimiento de los motivos de su ventaja sobre Laura, y de paso, sin confesárselo, imploraba que ésta no estrenara más sombreros. El esclarecimiento vino; fue una nueva ventaja de Laura que disipó sus dudas, y la visión de un modelo escarapelado de verde, con una pequeña visera nimbada por el pelo de su rival. En un momento de soledad, Carmela desprendió el viejo broche con que esa mañana había renovado su boina. El estado de su conciencia era turbulento, y ese día no quiso confesarse, y mintió al párroco diciéndole que estaba enferma. Tampoco la mentira había figurado en su lista, y esa noche suspendió el examen de conciencia que tenía por costumbre; en cambio lloró, y las lágrimas mojaron su almohada.
Apenas despierta dejó su madre al cuidado de una vecina y tomando un tranvía se fue al centro. Vio sombreros, pero al enterarse de los precios tuvo que volverse con las manos vacías. Siempre había sido paciente con su madre, pero la noción de su condena espiritual le quitó motivos de virtud. La viejita empezó a entristecerse.
El domingo siguiente, Laura y Carmela volcaron una vez más las bolsas sobre la mesa de la sacristía. Laura pidió disculpas y fue un momento al cuarto de baño, y Carmela se encontró frente a un espejo, con una de las bolsas de terciopelo oscuro puesta como boina sobre la cabeza. “Estoy loca” murmuró tristemente. Oyó tintinear las pulseras de Laura a través de la puerta y sintió un remolino de odio. Inclinándose con rapidez echó un manotón al dinero juntado por su rival. La llave del baño giró y entonces trémula, guardó el puñado de billetes en su cartera.
—¿Y? —dijo Laura— ¿Ya está contado?
—De ningún modo. Esperé su vuelta, como es lógico —contestó secamente.
Laura se fue bajo la lluvia indiferente a su derrota y enarbolando un paragüitas a lunares y Carmela volvió a la sacristía para reponer el dinero; el párroco estaba allí y al verla se levantó sonriendo.
—Carmela, precisamente quería hablar con...
—Tendrá que ser mañana, padre, mi mamá... está muy enferma.
Al salir se cruzó con el teniente pero no lo saludó pues hacía algún tiempo que lo odia-ba y apenas llegada a su cuarto contó el dinero para saber la diferencia ganada por Laura. Comprobó que la ventaja había crecido. La lluvia corría por los vidrios de su ventana y en la plaza de enfrente los puestos vacíos de la feria parecían esqueletos. Cocinó a las tres, omitiendo la sal a propósito.
—Esta comida está fea, y es tardísimo —dijo la viejita, temblando.
—Si no te gusta no comas. ¿Y querés decirme por qué temblás así?
—Porque hace frío. Hace media hora que te pido un abrigo. Parece que te hubieras vuelto loca.
—Si no estás conforme contrata una enfermera.
Siguió un silencio y Carmela, con un estremecimiento de terror por sí misma, levantó los ojos para mirarse en el marco de espejo de una estampa colgada detrás de su madre. Esa noche pensó el modo de devolver el dinero, y apenas se le estaba ocurriendo la idea de ponerlo en la alcancía de San Antonio cuando una imagen irrumpió en su mente. Era un sombrero como un nido de tules visto en el centro. Como ya no rezaba, no pidió ser librada de la tentación.
Su entrada del domingo casi arrancó un murmullo de los fieles. Sin darse cuenta adop-tó el estilo de Laura, y empezó a clavar los ojos en los rostros que la miraban estupefactos, pero lo malo fue que Laura, tal vez por distracción, ni comentó el sombrero. Carmela pensó que por envidia y eso motivó su reincidencia. Ya ni su orgullo le importaba, y esta vez sacó dinero de su propia bolsa.
—¿Está segura de pasar por todos los bancos? ¿No salteará algunos? —preguntó la otra comprensivamente cuando contaron la colecta.
—No soy tan bonita como usted, hija. Los hombres no me dan —dijo Carmela apuña-leándose con la astucia de los culpables. Laura se defendió, ruborizada, y el domingo siguiente, al ver a Carmela con una capelina adornada de moños no pudo menos que hacer un comentario. También el párroco se mostró impresionado, y Carmela observó que la miraba con detenimiento.
La competencia no trajo resultados muy notorios a favor de la bolsa de Carmela, pero ese problema ya no la afligía porque todos sus pensamientos se concentraban en el sombrero de la próxima semana. Y como reformaba sus compras para no repetirlas y trabajaba a escondidas, apenas si limpiaba la casa, cocinaba poco y a deshoras, y su madre pasaba largas soledades.
El domingo de Pentecostés el párroco le salió al cruce en un pasillo.
—Carmela —dijo—. Cómo tiene de abandonado a este viejo amigo...
Ella escondió su turbación. Las campanas empezaban a sonar y se tapó las orejas. A través del velito de su sombrero veía la cara cuadriculada y punteada de su ex consejero que ponía en ella una mirada de preocupación.
—¿Ha cambiado de confesor? —preguntó él después de un momento, y ella parpadeó con un gesto de Laura, como indicando que las campanas la ensordecían, y lanzándole una sonrisa entró en la iglesia.
Esa mañana recibían a las Hijas de María. Era una fiesta en la cual la antigua Carmela solía llorar viendo las hileras de jóvenes vestidas de blanco con sus cintas celestes sobre el pecho. La música sonaba y las flores del altar parecían caritas blancas.
—Carmela —murmuró una voz en su oído—. La señora de Brughetti no puede venir porque está enferma. Haga el favor de pasar la colecta por toda la iglesia.
Era el teniente cura. Carmela escondió la cara entre las manos y sintió lo que el padre del hijo pródigo cuando lo vio venir por el camino. La mitad derecha, con sus tres altares y el púlpito, se unió a la izquierda en su corazón. Con los ojos cerrados fue la de antes, pero llegado el momento de la colecta la visión de las cosas a través del velito le devolvió el nuevo espíritu. Al contar el dinero calculó cuánto podría haber influido la ausencia de Laura en el resultado, y mientras caminaba hacia su casa iba pensando en la compra de un paraguas lila visto en una de sus largas recorridas por las tiendas. Llegó a su cuarto y una vez más tuvo el deleite de abrir el armario y encontrar la fila de sombreros que se fue poniendo con la boca fruncida, como solía imitar a la del astrakán: ya era muy tarde cuando recordó el almuerzo; hervir unos fideos le pareció lo más fácil, pero al entrar en la cocina encontró a su madre muerta.
Esa noche vinieron bastantes vecinas, y Carmela las atendió con la mirada vaga y el pelo hirsuto; a eso de las diez hubo un revuelo y la cabeza del párroco apareció en la puerta del velorio.
—Hija mía —dijo, pero Carmela se echó a sus pies lanzando un aullido. Por un mo-mento hubo en torno de ellos un montón de gente que se disolvió cuando Carmela se puso de pie y corrió hacia su cuarto, en donde empezaron a oírse extraños arrancones y sollozos.
—¡Condenada! ¡Condenada! ¡Estoy condenada! ¡He matado a mi madre! Las mujeres, atropellándose todas, se lanzaron tras ella pero debieron hacer alto al verla venir tambaleante, con medio cuerpo oculto detrás de una torre multicolor.
—He matado —gimió mientras la gente retrocedía lentamente a su paso—. ¡He matado a mi madre, he robado el dinero de Dios, he odiado a mi prójimo, he mentido! ¡Estoy condenada!
Uno tras otro, como enormes flores, describiendo círculos o fluctuantes descensos, los sombreros empezaron a caer encima y alrededor del modesto ataúd de la madre de Carmela. Sin embargo la concurrencia, desencantada, vio que el cura conseguía arrastrar a su penitente hacia otro cuarto donde sus voces sonaron largo tiempo. Se dijo que él quiso hacerla volver a su ocupación, sola como antes, sin señoras de Brughetti, pero que ella, incapaz de afrontar cada domingo a la parroquia testigo de su caída, resolvió irse a otro barrio. Allí es donde, con la mirada pensativa de quien asciende al bien luego de recorrer los abismos de la pasión y del crimen, deja vagar sus pensamientos en tanto que sus manos se ocupan del nuevo oficio que desempeña con bastante éxito. Es sombrerera.
Sara Gallardo. Treinta años. Publicó la novela Enero en 1958. Ha concluido un libro de cuentos y una nueva novela.
Fuente: Revista Entrega, n.° 4, mayo-junio de 1962, p. 7 y 11.
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