sábado, julio 09, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (IX)

KLAUS NACHTKNECHT

Pocos años después del descubrimiento del radio, circuló el rumor de sus propiedades maravillosas, de manera especial terapéuticas; noticia vaga e imprecisa pero difundida. Partiendo de la optimista premisa de que todo lo que se descubre sirve para algo —si exceptuamos los dos Polos, el Norte y el Sur—, el honesto periodismo de la época concedió el debido relieve a cualquier tipo de hipótesis, todas falsas, sobre esa nueva fuente de radiaciones. De la misma manera que en el siglo XVII la gente que seguía la moda se brindaba por extravagancia a las sacudidas eléctricas, la gente que seguía la moda en los primeros años del siglo XX quiso brindarse, por higiene, a la radiactividad.
De Karlsbad a Ischia, las aguas y los fangos termales fueron cuidadosamente analizados, y se descubrió, en efecto, así es el destino de todas las cosas del universo, que eran en cierta medida radiactivos; aguas y fangos se sintieron más preciosos, y con grandes carteles y publicidad en la prensa anunciaron al público su nueva y salubre condición. En Budapest el padre de Arthur Koestler, fabricante de jabón, hizo analizar igualmente las tierras de las que sacaba algunos ingredientes de su jabón; y habiéndose revelado también éstas, al igual que todas las tierras del globo, radiactivas, Koestler padre puso en venta con el consiguiente éxito sus pastillas de jabón radiactivas, llamadas después rádicas: sus benéficas influencias convertían, como era de prever, en cada vez más sana y hermosa la piel. Su ejemplo fue imitado en otros países. Cuando estalló la bomba de Hiroshima, y quedó claro para muchos que la radiactividad no siempre hacía resplandecer la piel, esos jabones cambiaron de nombre y de publicidad, pero, con estimable obstinación, termas y fangos radiactivos mantuvieron todavía durante años ese manifiesto interés que promueven las fuerzas secretas de la naturaleza.
Con el mismo espíritu científico-publicitario, se inició en 1922 aquella admirable aventura orogenética que fue la cadena de hoteles volcánicos de Nachtknecht y Pons. Hijo del Pons de Valparaíso propietario de una famosa cadena de hoteles meramente oceánicos y balnearios, de los que las crónicas mundanas recuerdan el lujo asiático del Gran Pons de Viña del Mar junto al Pacífico y la mediocridad europea del Nuevo Pons de Mar del Plata junto al Atlántico, Sebastián Pons tuvo la suerte de conocer en la Universidad de Santiago a un geólogo alemán emigrado, sin la menor fama y llamado Klaus Nachtknecht.
Obligado por las estrecheces de un inestable exilio, Nachtknecht se ganaba la vida como profesor de alemán, materia de las más facultativas, en la Facultad de Ciencias, cosa que obviamente exasperaba su insatisfecha pasión geológica, hecha todavía más profunda por la muda, multitudinaria y superabundante proximidad de los Andes. Mientras sus compatriotas morían en Ypres como pulgas en una sartén, Nachtknecht cultivaba en silencio, en el invernadero de su lengua impenetrable, diferentes y solitarias teorías. A Pons, que era su discípulo predilecto, mejor dicho, su único discípulo, confió su más querida, su más ensoñada y original teoría, la de las radiaciones volcánicas.
En pocas palabras, Nachtknecht había descubierto que el magma desprende radiaciones de enorme poder vivificante y que nada favorece tanto la salud como vivir sobre un volcán, o al menos bajo un volcán. Citaba como ejemplo y confirmación la belleza y la longevidad de los napolitanos, la inteligencia de los hawaianos, la resistencia física de los islandeses, la fecundidad de los indonesios. Ocurrente como todos los alemanes, mostraba un gráfico sobre la longitud del miembro viril en los diferentes pueblos y países del mundo, con puntas indiscutiblemente envidiables en las regiones volcánicamente más activas. Dicho gráfico, que en las esferas académicas tal vez habría sido acogido con perplejidad, acabó de convencer a su joven alumno.
Convertido en heredero de los hoteles de su padre en 1919 y de una mina de molibdeno de su tía en 1920, Pons confió sus bienes de playa a un administrador inglés, digno por tanto de confianza, y los de excavación a un ingeniero chileno mutilado de las piernas, por consiguiente más digno todavía; después de lo cuál, en compañía de su amigo y profesor, se lanzó a la empresa que en un primer tiempo le hizo famoso, y en un segundo tiempo tan pobre que se vio obligado a aceptar el puesto de cónsul chileno en Colón (Panamá), con un sueldo de hambre y un clima de infierno.
Había sido Nachtknecht el primero en lanzar la idea de un establecimiento u hotel o casa de salud en las laderas de un volcán; naturalmente, los huéspedes no tenían por qué ser necesariamente enfermos (por otra parte, ¿quién no está enfermo?), sino personas de cualquier edad y condición psíquica; al contrario, cuanto más sanos y más vigorosos fueran los clientes, más segura la reputación del establecimiento como lugar de cura.
El Maestro era reacio a publicar libros en una lengua desprovista para él de toda lógica como el español (una lengua que ha renunciado desde hace siglos al máximo ornamento del pensamiento, que consiste, como es sabido, en concluir cualquier discurso con el verbo), pero Pons le indujo a preparar al menos algún opúsculo, no exactamente publicitario, pero adecuado, en cualquier caso, para difundir entre el público ignorante los principios y los méritos de la nueva radiación.
Así aparecieron a fines de 1920 El magma saludable y en 1921 Acerquémonos al Volcán, y Lava y Gimnasia, los tres traducidos o al menos corregidos por Pons e impresos en Santiago, en una edición prácticamente ilimitada y sobre un papel tan malo que las únicas páginas realmente legibles eran las que estaban impresas por un solo lado. Dos años después, contemporáneamente con los trabajos de construcción del primer hotel de la cadena, apareció de nuevo, siempre con la firma de Nachtknecht, Rayos de Vida (33 páginas).
El plan original de Pons incluía cuatro hoteles-clínicas de lujo, a construir en las laderas del Kilauea en las islas Hawai, del Etna en Sicilia, del Pillén Chillay en la que era entonces provincia de Neuquén en Argentina, de Cosigüina en Nicaragua, y finalmente un quinto refugio para solitarios en un punto cualquiera, todavía por determinar, de la isla de Tristan da Cunha en el Atlántico; a ser posible sobre la islita contigua llamada justamente Inaccesible.
Por lo que se refiere a las Hawai, surgieron inmediatamente dificultades insuperables con la autoridad que se ocupaba, desde 1916, del Parque Nacional de los Volcanes locales. En cuanto a la superficie sobre el Etna, comprada en 1922 por los agentes de Pons a unos 2.000 metros de altura, fue arrasada pocos meses después por un auténtico mar de lava y desapareció a todos los efectos del catastro, entre otras cosas por haberse convertido en una boca secundaria del antiguamente voraz Mongibello.
En Nicaragua, el agente de Managua demoraba inexplicablemente el asunto; posteriormente se supo que había estado todo el tiempo en la cárcel, por motivos políticos, y que desde la misma cárcel dirigía la agencia de compraventa de terrenos, cosa que estaba claro que no le permitía comprar montañas junto a la frontera con Honduras.
De pronto reapareció, siempre por carta, con la noticia de que el Cosigüina llevaba sin dar señales de vida desde el lejano 1835 (posteriormente se supo que esto tampoco era cierto) y que podía ofrecer, en cambio, la compra de un terreno muy adecuado en la próspera isla de Omotepe, en el lago de Nicaragua, precisamente entre dos grandes volcanes, el Madera y el Concepción, de vegetación lujuriante y una erupción activísima. Pons se dirigió a la Embajada de Nicaragua para ampliar la información; sorprendido en su despacho, el agregado cultural le explicó que precisamente en aquel punto de la isla se encontraba el gran presidio de Omotepe y que muy probablemente el agente estaba intentando venderle la prisión donde purgaba sus erróneas opciones políticas. De modo que el hotelero-minero se vio obligado también a renunciar al proyecto nicaragüense.
No le quedaba más que dirigir su atención a los dos proyectos meridionales, el patagónico y el atlántico; para el primero tenía que tratar con argentinos, para el segundo con ingleses: todos ellos personas de confianza, europeas, convenientemente tacañas y severas. Pons suponía que Tristan da Cunha era fácilmente accesible por vía marítima, cosa que parecía bastante plausible en tanto que se trataba de una isla; le explicaron a continuación que los barcos del servicio regular llegaban a ella una sola vez por año, a fines de octubre. Por otra parte, esos barcos partían de Santa Elena, residencia estable del Gobernador; pero nadie sabía en Valparaíso cómo llegar a Santa Elena, y nadie lo había siquiera intentado. Todo esto habría hecho ciertamente estable la eventual estancia de los eventuales clientes del hotel, pero exactamente por la misma razón habría hecho problemática su construcción. Hacía siglos, además, que los volcanes de la isla mantenían intacta su digna inactividad.
Pons decidió, por consiguiente, aplazar el viaje a Tristan da Cunha y concentrar sus primeros esfuerzos en el Neuquén. El Pillén Chillay se alzaba —sigue alzándose— en la frontera entre Neuquén y Río Negro, y era más fácilmente accesible desde San Carlos de Bariloche; la carretera, toda ella de puntiagudos guijarros, gozaba de hermosas vistas y la gente del lugar —cuatro personas en total— la llamaba la pincha-ruedas. Estas cuatro personas eran obstinadamente germánicas y reinaban solitarias en aquellos desiertos poblados por millares de ovejas con una lana que colgaba hasta el suelo; poseían además un número no menos desmesurado de cerdos.
Rodeado de ovejas y de cerdos, Pons no tardó en descubrir que era imposible cualquier tipo de comunicación con los alemanes; los cuales eran además tan testarudos, que aún afirmaban que habían sido los vencedores de la guerra mundial. Roto un Ford modelo T, destrozado un Studebaker todavía más robusto, Pons se vio obligado a regresar a Bariloche a pie porque los caballos que la conocían se negaban a recorrer semejante carretera.
También en Bariloche los indígenas locales eran casi todos alemanes y mostraban, además, una considerable desconfianza respecto a los chilenos, tradicionalmente considerados como bandidos o putas, según el sexo. Finalmente, Sebastián consiguió enviar un telegrama a Nachtknecht, que seguía en Santiago. El Maestro respondió inmediatamente a su llamada: tomó el transandino, llegó a Puente del Inca y allí permaneció un mes y medio bloqueado por la nieve. De Puente del Inca, Nachtknecht descendió finalmente a Mendoza, vía Uspallata, y cuatro meses después llegaba a Bariloche.
A la llegada del Profesor, toda la comunidad alemana se sacó de encima el patagónico letargo y en un tiempo brevísimo el hotel de Pillén Chillay se convirtió en una realidad. Diríase que detrás de cada colina o montículo o vetusto cedro o peñasco errático estaba oculto un alemán dispuesto a hacer de jardinero o barman o chófer o leñador, incluso encima de un volcán; muchos de ellos eran austríacos o polacos, pero eran llamados alemanes genéricamente, de la misma manera que genéricamente eran llamados turcos los numerosos árabes de los alrededores, que poco a poco corrieron a ofrecer a Nachtknecht sus no menos erráticos servicios.
El volcán era más bien hermoso, con la nieve en la cima y las laderas cubiertas de bosques y abajo dos insólitos lagos en forma de paréntesis, muy azules, fríos como el hielo. El hotel, de madera y ladrillo, se alzaba a media pendiente; con una excelente calefacción, las tempestades de nieve sólo lo hacían inalcanzable cinco meses al año. Entre sus servicios, además de los habituales baños de nieve con sauna finlandesa y la pista de esquí con funicular de vapor hasta el cráter, estaba prevista una vasta gama de actividades típicamente volcánicas: baños de lava caliente, inhalaciones en las solfataras, piscina corrosiva, juegos telúricos variopintos, grutas radiactivas, explosión de nitroglicerina con desprendimiento de bloques cada mediodía, aire acondicionado sulfuroso en las habitaciones y en el espacioso comedor, excursiones nudistas al cráter y a las grietas próximas, venta de cristales tallados en estilo autóctono, y un espléndido sismógrafo en la sala de baile. Había también un proyecto de teatro volcánico, a la italiana, con espectáculos nocturnos y fuegos artificiales sobre la nieve, e incluso una cría naturista de cerdos cerca del doble lago.
Estos dos últimos proyectos no superaron, sin embargo, la fase de proyecto. En efecto, dos meses antes de la inauguración con motivo de la implorada erupción de marzo de 1924, la totalidad del hotel desapareció bajo una capa —de unos seis metros— de detritos volcánicos, polvo, cenizas, piedras y lava. Nachtknecht quedó sepultado, junto con la mayor parte de los trabajadores. Pons, más afortunado, se hallaba por casualidad en Bariloche; tuvo que vender cuanto tenía para pagar las indemnizaciones a los parientes de las víctimas, setenta y cinco muertos y dos heridos de quemaduras.

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