La primera parte de El antiguo alimento de los héroes de Antonio Marimón se titula "Lorera" y es un relato, narrado en primera persona por un recluso de un centro de detención durante la última dictadura militar en Argentina. El narrador, con tono intimista-realista-existencialista, propone un interrogante que nos lleva del principio al fin: ¿cómo contar/transimitir esa experiencia de horror y muerte, de pérdida del yo y de afirmación de la carne?
En fin, para conmemorar el Día de la Memoria, vaya este capítulo de tan oscuramente brillante nouvelle (que esperemos algún día vuelva a ser leída y editada en Buenos Aires).
En fin, para conmemorar el Día de la Memoria, vaya este capítulo de tan oscuramente brillante nouvelle (que esperemos algún día vuelva a ser leída y editada en Buenos Aires).
VIII
Los taconeos, el acento metálico de las armas al ser cargadas o descargadas, el tintinear de las botellas, los gritos, las órdenes, el roce de las esposas, la caída del agua de los retretes, un encendedor al prender, las toses, los pedos. Pienso que ése era el primer escalón de ruidos. Tenían por característica que se los podía aislar, cada uno transparentaba una acción que yo imaginaba y reconstruía sobre la pantalla de los párpados vendados. Seguía, luego, otra escala más confusa pero reconocible: consistía en la llegada de una o más víctimas. Empezaba como un tropel de pasos. Se escuchaba inmediatamente el choque de huesos contra la pared, los alaridos revueltos, lo que gritaba el desgraciado mientras lo hacían correr a las patadas, a culatazos, rompiéndole los dientes, hasta que se estremecía una puerta al cerrarse y se amortiguaba el curso de la acción. Los policías sobre todo insultaban ¡hijo de puta! ¡apátrida! ¡sos montonero! y los detenidos respondían que no, o decían por favor, tengo hijos, no me peguen, mis viejos, yo no hice nada, ay mamita mamá mamá. No era demasiado extensa la gama de sus respuestas; sino, sencillamente, no hablaban y toleraban el castigo entre quejidos o bruscos soplos de aire.
Muy cerca de este nivel había un tercero, superior en intensidad, compuesto por lo que se oía cuando la paliza era hasta la muerte. En ese caso impresionaba el jadeo de los verdugos y que lentamente, sin ninguna pausa, cruzaban un límite. A eso lo comunicaba un sentimiento más que una certeza: el ruido se elevaba a nuestras emociones autónomo hasta de la intención de quienes pegaban, adquiría una fuerza de destino superior y como fuera de lo comprensible, pese a que tampoco se podía dejar de escucharlo. Las posiciones de los personajes estaban inhumanamente fijas. Un tronar carnoso explotaba en el cuerpo del golpeado. Era una sonoridad cuyo recuerdo me aterra: los gritos subían y bajaban en vaivenes de frecuencia, se modulaban como un extraño despliegue de improvisaciones sin música, de suspiros donde el ritmo emanaba por un frotarse de la vida y la muerte. Es decir, daba una música para no ser interpretada en ningún concierto porque cada quien la toca con una voz no repetida jamás. Era un canto de médula despedazándose. Y yo torcía los dedos de los pies, sudaba, dentro de diez minutos me toca a mí me decía no dejando entrar otra idea. En aquella catacumba se estaba matando a un hombre.
Después, muy a posteriori, he meditado en algo que hubiera debido pensar o imaginar allí. Cuando mi memoria vuelve a esta escala de sonidos, que como una graduación de transparencias termina en la absoluta confusión, nace una cara de Bacon, el estudio sistemático de un disparate goyesco o un fragmento de cerebro destazado por la grafía de Cuevas. Pero son obsesiones gráficas, trampas, formas para lo que la forma repele. Una pústula anatómica de Leonardo: nueva trampa. En ese momento tan sólo atinaba a afirmar que iba a ser el próximo. Yo anticipaba lo peor que podría sucederme para que no ocurriese, trataba de que aun el padecimiento, por omisión o por engaño, tuviese un sentido dentro de un orden del ser. Orden ya tan frágil como una hebra de seda en el pico de un águila.
Había una última escala de sonidos y no deseo olvidarla: el retumbo de los golpes que yo recibía, su choque con el cuerpo propio, mío, íntimo. ¿Cómo definir este ruido? En ocasiones me lo he preguntado y contesto que ensordecedor, y ensordecedor era la más real de las defensas que a uno le quedaba.
Marimón, Antonio (1987): "Lorera" en El antiguo alimento de los héroes, Buenos Aires-Montevideo, Puntosur, 26-28.
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