En uno de sus primeros libros, Infancia e historia (1977) Giorgio Agamben despliega una reflexión en torno al lenguaje y sus posibilidades éticas. Así, en una addenda de 2001 como “Experimentum linguae”, el filósofo italiano, amparado por las investigaciones de Wittgenstein y con una propuesta que enlazaba comunidad lenguaje y ética, escribía:
La primera consecuencia del experimentum linguae es entonces la revisión radical de la idea misma de Comunidad. El contenido del experimentum es sólo que hay lenguaje y que nosotros no podemos representarlo, según el modelo que ha dominado nuestra cultura, como una lengua, un estado o un patrimonio de nombres y reglas que cada pueblo transmite de generación en generación; más bien sería la inlatencia imposible de presuponer que los hombres desde siempre habitan y dentro de la cual, hablando, respiran y se mueven. A pesar de los cuarenta milenios del homo sapiens, el hombre aún no ha procurado asumir esa inlatencia y hacer la experiencia de su ser hablante. (p. 221)
Casi 31 años después, Agamben vuelve sobre esta experiencia del lenguaje que el hombre no ha procurado asumir, a través de El sacramento del lenguaje: arqueología del juramento (2010 [2008], Adriana Hidalgo). Este libro viene a completar, de forma parcial, la segunda parte de Homo Sacer (antes se habían editado el primer volumen, Estado de excepción (2003) y el segundo, El reino y la gloria: una genealogía teólogica de la economía y el gobierno (2008), dos libros que gravitan sobre éste último) y coloca su foco, como lo anticipa el subtítulo, en el juramento. A través de una cita de Paolo Prodi sobre la crisis del juramento como sacramento del poder político, Agamben parte de la hipótesis de que el juramento, “enigmática institución, a la vez jurídica y religiosa”, se vuelve inteligible con “la propia naturaleza del hombre como ser hablante y animal político” (p. 21).
En El sacramento del lenguaje, la estructura del juramento queda organizada en torno a tres conceptos: la fides (la afirmación), la bendición (la invocación a los dioses como testigos) y la maldición (la ruptura que supone el juramento no eficaz); y, luego, el mismísimo nombre de Dios o de los Sondergötter, dioses especiales (como el logos que une las palabras y las cosas, fundamento último, según el análisis agambeniano de los tratados teológicos, de la fuerza del juramento) entra a jugar un rol principal en la comprensión de esta institución jurídico-religiosa que reinscribe al hombre en su naturaleza de ser hablante.
Pero es hacia la final de El sacramento del lenguaje, donde la reflexión en torno al lenguaje y la ética reaparece con intensidad ya que el juramento adquiere su principal caracterización como “correspondencia entre las palabras y los actos”, entre el lenguaje y el mundo (la ben-dición como la conexión, fundamentada y garantizada por el nombre de Dios; la mal-dición como la ruptura de dicha conexión). En esta línea, Agamben recupera la teoría de los performativos y vuelve sobre el juramento que, en tanto experiencia de palabra, no es ni una aserción ni una promesa, es, más bien, una “veridicción”: “que tiene el criterio único de su eficacia performativa en relación con el sujeto que la pronuncia” (90) (en este concepto vuelve a evidenciarse la influencia, asumida y señalada, de Foucault en el pensamiento agambeniano). Frases como “yo juro” o “yo prometo” son, para el filósofo italiano, reliquias de esta experiencia constitutiva de la palabra, la veridicción, “que se agota con su pronunciación, porque el sujeto locutor no preexiste ni se liga sucesivamente a ella, sino que coincide integralmente con el acto de palabra.” (90). Sucede que la religión y el derecho tecnifican esta experiencia de la palabra estableciendo un “dicho mal” y generando una fidelidad a la palabra y sus ritos apropiados a través de maldiciones y anatemas; y así, el juramento, que precede en tanto experiencia antropogenética al derecho y la religión, se vuelve un “sacramento del lenguaje”, un “sacramento del poder” que fija la fuerza originaria performativa y obliga continuamente a los vivientes que pueden ser observados o transgredidos.
El cierre de El sacramento de lenguaje de Agamben nos instala en un paisaje desolador (aunque con el autor de La nuda vida y el poder soberano ya estamos acostumbrados) en el que la pregunta “qué era lo que podía garantizar el nexo original entre los nombres y la cosas, y entre el sujeto que ha devenido hablante… y sus acciones” (105) flota entre el viviente, por un lado, reducido a una vida desnuda y sometido al biopoder y, por el otro lado, el hablante, separado “a través de una multiplicidad de dispositivos técnico-mediáticos”, separación que pone en evidencia la ruptura del nexo ético entre el viviente y su lengua. Ante la proliferación de palabras vanas y los dispositivos legislativos para legislar sobre la vida, quizás, nos propone Agamben, haya llegado la hora de recuperar al lenguaje, tal como escribía en “Experimentum linguae”, como experiencia ética en relación con “el lugar que le deja al hablante”: “el éthos que se produce en este gesto [el asumir la lengua en un acto concreto de discurso] y que define la implicación especial del sujeto en su palabra” (110). Tal vez, se trata de volver a conectar las palabras, las acciones y las cosas con un nuevo nexo político y ético, superar la escisión entre denotación y veridicción, entre lenguaje y mundo, para retomar la especificidad del lenguaje humano: poner en juego en la lengua nuestra propia naturaleza, nuestra propia vida.
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