At some indefinite passage in night's sonorous score, it also came to her that she would be safe, that something, perhaps only her linearly fading drunkenness, would protect her. The city was hers, as, made up and sleeked so with the customary words and images (cosmopolitan, culture, cable cars) it had not been before: she had safe-passage tonight to its far blood's branchings, be they capillaries too small for more than peering into, or vessels mashed together in shameless municipal hickeys, out on the skin for all but tourists to see. Nothing of the night's could touch her; nothing did. The repetition of symbols was to be enough, without trauma as well perhaps to attenuate it or even jar it altogether loose from her memory. She was meant to remember. She faced that possibility as she might the toy street from a high balcony, roller-coaster ride, feeding-time among the beasts in a zoo—any death-wish that can be consummated by some minimum gesture. She touched the edge of its voluptuous field, knowing it would be lovely beyond dreams simply to submit to it; that not gravity's pull, laws of ballistics, feral ravening, promised more delight. She tested it, shivering: I am meant to remember. Each clue that comes is supposed to have its own clarity, its fine chances for permanence. But then she wondered if the gemlike "clues" were only some kind of compensation. To make up for her having lost the direct, epileptic Word, the cry that might abolish the night.
Pynchon, Thomas (1986 [1966]): The crying of lot 49, New York, Harper & Row, 117-118.
En un compás indeterminado de la resonante partitura de la noche se le ocurrió también que estaba segura, que algo la protegía, aunque tal vez fuese sólo la borrachera que se le despejaba linealmente. La ciudad, maquillada y acicalada con las palabras e imágenes de costumbre (cosmopolita, cultura, tranvías), era suya como nunca hasta entonces lo había sido; aquella noche tenía libre acceso a los ramales más lejanos de su sistema circulatorio, tanto a los capilares demasiado pequeños para ser observados, como a los vasos apelotonados y aplastados de los impúdicos granos municipales, a flor de piel para que todos salvo los turistas los vieran. Nada de la noche podía conmoverla, nada la conmovió. La reiteración de los símbolos bastaría, puede que además sin conmociones, para minimizar la noche, incluso para desgajársela de la memoria. Estaba condenada a recordar. Encaró la posibilidad como habría podido encarar la calle en miniatura desde un balcón muy alto, un viaje en la montaña rusa, la hora de la comida de los animales del zoológico; un deseo de muerte que puede satisfacerse con el mínimo ademán. Rozó el borde del área voluptuosa de dicho deseo, consciente de que sucumbir a él sin más superaría todo lo imaginable; de que la atracción gravitatoria, las leyes de la balística y la voracidad salvaje no le prometían más dulzuras. Hizo la prueba, con un escalofrío: estoy condenada a recordar. Cada indicio que se presenta tiene que poseer su propia diafanidad, sus inequívocas posibilidades de permanencia. Pero como es lógico se preguntó si estos «indicios» diamantinos no serían más que formas de compensación. Para reparar la pérdida de la Palabra directa y epiléptica, el grito que podía anular la noche.
Pynchon, Thomas (2010 [1966]): La subasta del lote 49, Buenos Aires, Tusquets, 118.
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