viernes, enero 25, 2013

Las réplicas (María Martoccia)

El primer libro de María Martoccia, Caravana, publicado en 1996 (y justamente recuperado en una edición reciente por la editorial La bestia equilátera) recoge un cuento titulado "Las réplicas" que pareciera ser una modulación más de "Casa tomada". Sin embargo, lo que empieza convocando a Cortázar con Irene, los libros, la casa y, posteriormente, los tejidos de Marta deriva en un extraño relato afín, como bien se señaló en La lectora provisoria hace unos años, al inquietante universo de Silvina Ocampo (allí está Evelyn como niña lúcida en su sentido común). En todo caso, recupero el relato de Martoccia para otorgar razones que impulsen a la relectura; sus obras no deberían pasar desapercibidas, señalan un interesante camino para el desarrollo de una literatura donde el realismo deviene en otras formas.

Las réplicas (María Martoccia)

—No empieces así —dijo Irene cuando vio que su hermana leía las últimas páginas del libro que ella había dejado sobre la mesa del comedor—. Es una de esas novelas que deben leerse desde el principio. Los personajes cambian. Te vas a confundir.
Marta siguió pasando las hojas como si no la escuchara.
Irene insistió: —Hay otros libros que pueden leerse salteando páginas. Incluso resultan más entretenidos. Pero si salteas páginas en esta novela no vas a entender nada.
Marta miró por la ventana los enormes helechos del patio y pensó cuánto cambiaría la casa sin ellos, pero que quizás Irene tuviera razón y convendría arrancarlos porque levantaban las baldosas. De todas formas, le pareció extraño que este fenómeno empezara a ocurrir después de casi medio siglo que vivían en la casa: "Es una coincidencia increíble que pase justo ahora", pensó. "Cuando yo quiero dejar el lugar vacío." Sin mencionar el asunto de los helechos, se dirigió a Irene:
—Todos los libros deberían entenderse aunque uno los empiece por la mitad. Así es como entramos en la vida de la gente y nos vemos obligados a comprenderla. Nadie cuenta desde el comienzo.
Irene se mordió la lengua para no decirle que ese había sido uno de sus mayores problemas: el querer comprender a la gente. Cuando, en realidad, el problema de la comprensión se debía solucionar de otra manera, reservarlo para las novelas, los mapas y los quehaceres domésticos, y no porque uno menospreciara estas cosas. Al contrario. Pero, bue-no, ahora no tenía ganas de discutir, ¡hacía tanto calor! Todavía le faltaba revisar las veinticinco pruebas sorpresa que había tomado en tercer año sobre "La cuenca del Rin y sus afluentes" y decidir quién se llevaría la materia a marzo. Entonces cambió de tema y con fastidio dijo:
—¿Cerraste la puerta de atrás para que no entren los gatos?
—Entran igual. "Camila" está en celo.
—¿No le diste la pastilla?
—Sí. Ayer.
—Y entonces, ¿por qué van a entrar?
—Porque entran siempre. Vienen a destrozar las plantas. Para eso no hay pastilla. Te juro que los mataría. Odio a los gatos —aseguró Marta.
—"Camila" es gata.
—Es distinto; está con nosotros desde chiquita.
—Es verdad. Algún día vamos a tener que hablar con el veterinario para que...
—¿Para qué?
—Para que la sacrifique. Es hora de deshacernos de ella. Si no, después empiezan los problemas. Un animal viejo es puro gasto. Tiene que dejar el lugar vacante.
—Pero si "Camila" está bien... Además, ¿te parece que ocupa tanto lugar?
—Que esté bien no es razonamiento. ¿Vamos a esperar a que sufra? Y lugar ocupa. Las cosas vivas ocupan lugar.
Marta se quedó dudando pero no le parecía del todo una mala idea. La gata había estado casi diez años con ellas. Se había convertido en ese tiempo en el invento que hacen los humanos con los animales: ronroneaba delante de la heladera pidiendo leche, aparecía en el comedor con un gorrión en la boca si necesitaba recordarle a sus dueñas que era un felino y se mostraba celosa de los chicos como si con esto probara alguna fidelidad a los adultos. Parecía un almohadón con pelos. Pero ocupaba el lugar de algo vivo. Era cierto.
—Sí, un día de éstos la llevamos —afirmó Marta convencida, y casi añadió: "Si empezáramos por la gata después podríamos continuar deshaciéndonos de otras cosas". Le gustaba esa idea. La convicción de que deshacerse del animal iniciaba el comienzo de una serie de cambios. Una vez que sacrificaran a "Camila", ella y su hermana empezarían una nueva vida. Como siempre Irene daba el puntapié inicial, sin entender demasiado bien el porqué, y ella se encargaba de poner en marcha los planes. Siempre había sido así.
Irene se fue al fondo y subió por la escalera caracol de hierro a la pieza en donde trabajaba. En el camino protestó porque el correo no funcionaba bien. Marta se quedó en el comedor oscuro, rodeada por los muebles que su padre había hecho traer de Italia cincuenta años atrás. "Si nos decidimos a sacar todos estos armatostes la casa estará vacía, amplia como la tienda de los beduinos en el desierto y despojada como una de esas diminutas casas japonesas que tienen biombos de papel. Sólo conservaremos los planos de Irene, los libros, los cacharros de la cocina y mi tejido." Imaginó durante un rato la sala sin la mesa ni las sillas, sin esos cuadros de marcos recargados y sin las columnas torneadas del aparador. De allí quitarían todo menos las cortinas y la lámpara con pie de alabastro. Sentía cariño por esa lámpara. Cuando eran chicas su padre siempre intentaba hablar de ella con las visitas y con los parientes de Tandil que llegaban con una rosca de Reyes aunque fuera agosto. El pobre hombre parecía haber alimentado la esperanza de que si hablaba de la lámpara no le pre-guntarían otras cosas. Pero la gente igual preguntaba. Marta no recordaba a nadie que hubiera hablado toda una visita de la lámpara. Después de tantos años la intención que había tenido el padre no le resultaba ridícula, pero recordó que en la infancia la aterrorizaba que llegaran las visitas. Le parecía que el padre dejaba al descubierto alguna chifladura con esa obsesión. "¿Cuánto se puede hablar de un objeto?", le había preguntado Marta a Irene en ese entonces. Irene no entendió la pregunta y Marta siguió sintiendo vergüenza cuando el padre intentaba forzar a las visitas para que conversaran sobre la lámpara. En los años siguientes Marta creció viendo los objetos como a sus enemigos pero no podía explicar bien por qué. Un día, revolviendo entre las revistas de geografía de Irene, encontró las fotos de un campamento beduino en el desierto. Dentro de una de las tiendas, un recinto de paredes infladas por el viento, unos hombres conversaban en cuclillas. El mobiliario era escaso, casi no existía: un baúl de cuero, algunas mantas, las pipas y un brasero. Toda la conversación parecía estar concentrada en la ausencia de objetos, en ese despojo que hacía interminables las palabras. Marta había escuchado que para conversar con Dios los ascetas se van al desierto. Pobre papá, pensó, él quería concentrarse en la lámpara para que olvidáramos el resto. El resto eran las convenciones de una familia que constantemente le recriminaba la falta de éxito comercial.
Marta se restregó los ojos. Era curioso cómo todo parecía volver en una tarde calurosa de noviembre. Las ideas de matar a Camila, quitar los helechos, deshacerse de los muebles y conversar se fundían. Las palabras iban a tener lugar. Extenderían los planos de Irene en el piso y ella tejería nuevos puntos. Juntas iban a imaginar la cantidad de hermanas solteras que vivían en esas ciudades. Solteronas nórdicas que en este preciso momento estarían cruzando esquinas ventosas, solteras de países que habían sufrido el comunismo y solteronas budistas que iban a los templos a dejar flores y frutas para ella desconocidas. Mujeres que habían heredado muebles y tenían gatos. Pensarían en las vidas similares de las habitantes de Oslo o Roma como un consuelo.

—¿No tenías que ir a buscar los análisis?
Marta se sobresaltó. Irene siempre había sabido entrar a las habitaciones sin hacer ruido. Y ella, que soportaba esta habilidad de su hermana desde hacía años, se asustaba cada vez como si fuera un acto inesperado.
—Me asustaste. Ya te dije que no me gusta que entres así.
Irene aceptó el reproche.
—Sí —respondió Marta—. A las doce y media voy al laboratorio. ¡Qué calor hace! No es normal. Noviembre es un mes tan lindo.
—Era —dijo Irene con aplomo—. Ya viste lo que leímos del agujero de ozono. El clima del mundo está cambiando. Las zonas desérticas van a extenderse. España va a convertirse en un desierto y Australia también.
—Entonces, habrá más casas vacías —aseguró Marta.
—¿Qué? ¿Qué tienen que ver las casas vacías y el desierto? ¿En qué estás pensando?
—Me estuve acordando de papá y la lámpara de alabastro. Y de tu idea de matar a "Camila" para vaciar la casa. Eso es lo único que tendríamos que dejar en la sala; la lámpara y las cortinas, para que los vecinos no espíen. Tu idea de quitar los helechos es buena. Dejemos la casa por fin vacía, como las carpas de los beduinos o las casitas japonesas.
Irene miraba a su hermana:
—Sí. A mí también me da vueltas en la cabeza deshacerme de todo y quedarnos con los planos y algunas otras pocas cosas.
—Incluso sería más fácil si queremos viajar —-dijo Marta.
—¿Viajar? ¡Qué ocurrencia! Ya sabes lo que pienso. Viajar es garantía de una desilusión.
—¿Siempre es así? —preguntó Marta con ingenuidad.
Irene no contestó. Secretamente tenía la esperanza de que viajar fuera una aventura. Pero no se animó a decírselo. ¿Qué sentido tenía ahora volverse atrás?
Marta interpretó el silencio de Irene como una respuesta afirmativa, sí, viajar era una desilusión, y las dos sintieron todas las incomodidades de los viajes no realizados sobre sus espaldas: el retraso de los trenes, la mugre de las habitaciones baratas, la comida incomible y el maltrato de los mozos.

Marta salió. Eran las once y media y afuera no hacía tanto calor. Pasó frente a la casa de los Arguello y por la ventana vio a la hija del matrimonio que leía una revista con las piernas en alto. Tenía puesto el uniforme del colegio y el pelo rubio y lacio le caía sobre la cara. Cuando ya había cruzado la calle, Marta se dio vuelta para observar el pino del jardín. Le pareció que el árbol tenía las ramas muy altas y nunca lo había visto con tantas pinas. Desde hacía por lo menos quince años al acercarse las fiestas la familia Arguello lo decoraba con luces de colores y ella y su hermana iban a verlo. Pero ahora lo tenía delante de los ojos y hubiera jurado que era otro árbol: más robusto y oscuro, recortándose en un cielo que también creyó distinto. Cruzó la calle un poco asustada y aceleró el paso. ¿Por qué los Arguello habrían cambiado el pino? ¿Cuándo lo habían hecho? Aturdida por estas cuestiones, casi chocó con una señora que empujaba un cochecito de bebé, uno de esos artefactos relucientes con ruedas cromadas y una capota estampada con osos y payasos. La señora se tambaleó como si saliera de un estado hipnótico y se aferró al cochecito. Parecía con este acto exhibir una virtud. Marta murmuró varias frases, ninguna de disculpa, y continuó caminando. Ahora pensaba en ese nuevo objeto de caños relucientes y dibujos con osos y payasos que le había salido al encuentro y trataba de encontrar un motivo para que alguien quisiera comprarse algo así. No, no podía ser el confort. Sin respetar los semáforos cruzó la avenida. Un auto le tocó bocina. Marta se olvidó del cochecito y volvió a pensar en el jardín de los Arguello. Se dio cuenta de que la extrañeza que le provocaba el pino nada tenía que ver con el árbol, que seguramente era el mismo de siempre, sino con la decisión de tirar los muebles. Para deshacerse de las cosas hay que empezar por sentirlas ajenas, y ella no sólo sentía que cada objeto en su casa la incomodaba, sino que también el barrio entero empezaba a convertirse en una novedad. Ya cerca de la avenida, el recuerdo de esa casa en donde su hermana y ella habían nacido y el padre había querido hablar de la lámpara, flotaba en un espacio irreconocible. Cuando terminaran de tirar los muebles, pensó Marta con un entusiasmo casi infantil, serían casi extranjeras.
En el laboratorio una secretaria que pareció reconocerla de veces anteriores le entregó un sobre de papel madera. Marta hizo un esfuerzo para no ser brusca pero no dejaba de pensar en cuántos muebles había en esa sala. Salió nuevamente a la calle y decidió volver por otro camino que creyó más corto. Quería llegar y ponerse a ordenar la nueva casa. La desesperaba pensar en los años perdidos, esas décadas que había vivido rodeada de objetos. Aunque era una locura, le hubiera gustado saber cuánto dinero habían invertido en cera para el aparador, la mesa y las camas que habían llegado de Italia en 1925. Se arrimó a la pared. En las calles no había un alma. El sol estaba muy fuerte y las hojas de los Jacarandas, quietas; ni siquiera soplaba una brisa capaz de desprender las florcitas de color violeta. Marta sentía las piernas cansadas. Miró el reloj. Eran las doce. Había hecho rapidísimo. Pero, ¿para qué tanto apuro? Había tiempo de tirar los muebles. Una vez que se toma una decisión así hasta el tiempo adquiere unas proporciones distintas. Entonces, tranquila, convencida de que no era necesario correr, fue a sentarse en el banco de la plaza un rato. Hacía más o menos ocho años que de ese lugar habían robado el busto de Urquiza y la municipalidad llamó a concurso a jóvenes escultores para reemplazar la estatua robada y que el pedestal de granito negro tuviera algo encima. Ganó un escultor sanjuanino con la obra "Manos", que eran unos triángulos de acrílico. Las patotas del barrio siempre dejaban latas de cerveza encima. Marta se acordó de su madre. Recordó cuánto se había quejado de la lámpara de alabastro. Decía que era un trasto más para limpiar y que tenía miedo de que se rompiera. Si no le gustaba, ¿por qué le importaba tanto que se rompiera? Marta estiró las piernas y respiró hondo. Era muy agradable oler ese aroma dulzón, casi podrido de las flores del Jacaranda y pensar en una vida nueva.
Mientras estaba con los ojos entrecerrados, la asaltó una duda: todo este asunto de desprenderse de las cosas... ¿no sería demasiado original? Si así fuera había que tener cuidado. La idea de originalidad la aterraba. Muchas veces había hablado de esto con su hermana. Irene decía que las personas que intentaban ser originales pagaban un precio muy alto. Y ellas lo habían visto en la propia familia. Dos primos suyos, Alfredo y Nicolás, hijos de los tíos de Tandil que siempre traían rosca de Reyes, habían cometido una locura. Apenas murieron los padres, que fallecieron con una diferencia de dos semanas, abandonaron el trabajo en el Correo, en donde uno era jefe de Personal y el otro jefe de Encomiendas, y se encerraron en la casa.
Alfredo comenzó a mejorar recetas de repostería hasta casi preparar la masa de strudel tan bien como su madre y Nicolás continuó con su hobby de armar trenes. Entre los dos revivieron los gestos, las costumbres y los hábitos de los padres. Marta recordaba la última vez que los había visitado. Era verano. Alfredo las recibió con una toalla en la cabeza y al principio estuvo molesto porque había entendido que ellas llegarían al día siguiente. Irene y Marta se disculparon pero estaban tan entusiasmadas que no repararon en el inconveniente que podían causarles a los primos. Era la primera vez que viajaban solas. Marta pensaría, años después, que bajo la toalla Alfredo escondía ruleros. Sin embargo, no hubo nada en ese momento que les llamara la atención, o estaban tan excitadas que ni se dieron cuenta. Alfredo y Nicolás eran mayores que ellas. Durante los días que pasaron en Tandil los primos jamás salieron a la calle pero cocinaron y las atendieron con amorosa solicitud. Ni a Marta ni a Irene se les ocurrió pensar cuándo hacían las compras ni cómo se las ingeniaban para no salir nunca. A los pocos meses de esta visita el padre de Irene anunció un día que dejarían de ver "a los parientes de Tandil". Así los llamó sin pronunciar jamás los nombres de Nicolás y Alfredo. El hombre dijo que no tenía nada en contra de ellos pero que no le gustaba verse involucrado en actitudes "raras". Las chicas aceptaron la idea sin cuestionarse nada. Alfredo murió electrocutado tres años más tarde cuando estaba cambiando el enchufe de la plancha. Nicolás, diez años después, de un ataque cardíaco. En el testamento donaron la casa al municipio para que Tandil tuviera un museo de trenes.
Cuando Marta llegó a su casa supo que Irene ya había puesto manos a la obra. No tuvo que ver el living donde se arrinconaban las sillas ni las hojas de uno de los grandes helechos en la basura para saber que el lugar que había abandonado hacía apenas una hora, y en el cual había vivido cuarenta y cinco años, no existía más. De todas formas ella aprobó el emprendimiento de Irene. Cuanto antes lo hicieran, mejor.
—¿Los análisis están bien? —preguntó Irene mientras rompía con entusiasmo un álbum de fotos.
—No sé. Ni los abrí —contestó Marta, a quien le parecía ridículo preocuparse en ese momento por un papel con las cifras del nivel de colesterol.
—Vení. Ayúdame con esta caja. No me acuerdo de qué hay adentro. Aunque si no nos acordamos sería mejor tirarla sin abrirla, ¿no?
—Hay unas cucharitas para helado que le regalaron a mamá cuando cumplió ochenta años —dijo Marta.
Irene estuvo tentada por un segundo de abrir la caja y comprobar si su hermana tenía razón, pero decidió tirarla sin enterarse. Luego se dirigió a Marta, que estaba todavía con la cartera y el sobre de los análisis en la mano y le dijo: —Vamos. ¿Qué esperas? Si nos apuramos mañana tendremos la casa vacía.
—Estuve pensando en Nicolás y Alfredo —respondió Marta—. ¿Te acordás que siempre hablábamos...
—¿Qué tienen que ver los primos con todo esto? Que yo me acuerde jamás tiraron nada. Tenían la casa de Tandil llena de cosas.
—No se trata de tirar cosas sino de ser originales. Nosotras siempre dijimos que no queremos ser originales.
—Nadie sabrá que tenemos la casa vacía —respondió con calma Irene—. El error de Alfredo y Nicolás fue que todo el mundo empezó a sospechar que eran distintos. Pero si nosotras guardamos el secreto, no somos originales. No se puede ser original respecto de uno mismo.
—Es verdad —dijo Marta.
—Vamos. Deja ese sobre y vení a ayudarme —insistió Irene.
Marta se cambió la ropa y juntas empezaron a formar pilas con el contenido de los cajones del aparador. Había servilletas de hilo, manteles bordados, paneras y docenas de posavasos porque la madre siempre había tenido terror de que la mesa se estropeara con la marca de las copas.
—¿Te acordás de ese fin de semana que fuimos a Tandil? El último... Alfredo y Nicolás eran ya como los tíos. Hacían lo mismo que habían hecho sus padres. Yo creo que Alfredo tenía ruleros.
—Es normal —respondió Irene—. Los solteros imitan a los padres en todo.
—Excepto en la humillación de casarse —añadió Marta.
—Pero nosotras no imitamos a mamá y papá —reflexionó Irene.
—Es cierto...

Trabajaron duro. En pocas horas el patio estuvo lleno de bolsas de plástico negro que, una a una, para no despertar las sospechas de los vecinos, las hermanas dejarían en la basura. Los muebles del living quedaron en un rincón obstruyendo una ventana, apilados como si fueran a remate. En la pieza del fondo pusieron las camas, las mesitas de luz y las alfombras. Más tarde cerrarían ese cuarto con un candado.
A las ocho Irene preparó mate y calcularon qué hora sería en Milán; cada tanto las hermanas se preguntaban qué hora era en esa región desconocida de donde habían venido sus abuelos y los muebles. Al unísono comentaron que sentían frío y probaron el eco de las habitaciones sin muebles. Después, empezaron a despejar la cocina. Irene era partidaria de quedarse sólo con tres cacerolas y los cubiertos. Discutieron si convenía conservar la pava porque para lo único que servía era para hervir agua, mientras que si se quedaban con una cacerola podían cocinar y hervir. Claro que para cebar mate necesitaban la pava, y. este requerimiento tan imperioso les pareció que definitivamente iba a erradicar el gusto por hacerlo. ¿Cómo podían atarse a una costumbre que demandaba tantas cosas? Bombilla, pava, mate...
Cerca de la medianoche habían terminado. La casa estaba limpia pero en las paredes habían quedado las marcas de los muebles. Un escritorio lleno de papeles que encontraron a último momento les llevó un par de horas; Irene insistía en que allí estaba un mapa que quería conservar. Leyeron boletas de gas que se remontaban al año 1947 y finalmente cayeron exhaustas sobre unas colchonetas que desde ese momento serían las camas.
A las seis se levantaron como se levantaban siempre, Marta después de Irene, y descubrieron que no les dolía la cabeza ni la espalda. Es más, estaban despejadas y alegres. Marta empezó a sospechar que éste era el humor con el que cada día se habían levantado los primos de Tandil y se sintió un poco molesta; usurpada en algo íntimo. No le dijo nada a Irene y salió a comprar lana. La noche anterior, mientras conciliaba el sueño en la colchoneta, había decidido tejer chalecos sin mangas en todos los puntos imaginables. Todos de la misma medida y forma. También, había decidido que los iba a donar a la parroquia, no porque fuera un acto caritativo sino porque era el mejor modo de deshacerse de ellos.
Irene extendió un plano de Barcelona y pasó toda la mañana y gran parte de la tarde estudiando el sistema de transportes. Cuando cenaban, le pidió a Marta que le hiciera las preguntas de un cuestionario que ella misma había confeccionado. Acertó ocho de las diez respuestas. Después de lavar los platos, tres, y los cubiertos, dos, Marta tuvo que destejer parte del chaleco que había empezado. Pero no le molestó; cada tanto levantaba la vista del tejido y miraba los espacios vacíos que, como un paisaje, le descansaban la vista. Muy tarde, mucho más de lo que estaban acostumbradas, aunque de esto ya no se acordaban, apagaron la lámpara de alabastro.
Los días y los meses se sucedieron tan novedosos que resultaron por tener algo similar. La dieta de las hermanas cambió, comieron más verduras y desarrollaron un nuevo gusto por el strudel. Fue entonces cuando Marta confirmó que aquella sensación, la de que estaban siendo usurpadas, invadidas por los actos de los primos, era algo cierto. Se lo comentó a Irene, quien confesó que ella pensaba lo mismo. Nicolás y Alfredo, como la mayoría de los solteros, habían imitado a sus padres. Pero ahora Marta e Irene descubrían que había otra posibilidad: siendo las réplicas de sus primos, ellas se remitían a sus tíos. No a sus padres. Lejos de preocuparles, este descubrimiento les trajo una nueva tarea. Además del estudio de los mapas, la masa de strudel y los chalecos sin mangas, querían corroborar que cada uno de sus actos había sido realizado por los hermanos de Tandil. Imposible. Ellas no habían convivido con sus primos. Sólo los habían visitado unos días y recordaban los comentarios de algunos familiares. Con este poco material reconstruyeron lo que pudieron y aquellas cosas que no sabían se las atribuyeron de todas formas. Hasta tal punto que cada decisión se convirtió en la memoria que tenían de los primos. No importaba que ellas no coleccionaran trenes y tuvieran la casa semivacía, de alguna forma se las ingeniaban para demostrar que Nicolás y Alfredo eran sus modelos.
"Perfeccionamos la idea de Tandil", decían. "No somos originales porque nadie se entera de lo que pasa en esta casa". Y tenían razón: ni los vecinos ni la directora de la escuela donde trabajaba Irene sospecharon nada. Ni siquiera Lidia, la mujer del almacenero, que entró una vez hasta la cocina en un descuido de Marta, se dio cuenta de los cambios que habían sucedido en la casa.
Hubo, sin embargo, en todos los años que les restaba por vivir, un acontecimiento que las hizo dudar. A las dos. Algo que por vanidad, o vaya a saber por qué mecanismo, se quisieron atribuir. A un vivir despegado de los primos y los tíos. Algo que quizás exista en todas las vidas de los humanos pero que en Marta e Irene tuvo una dimensión especial. La idea de que estaban haciendo algo único, precioso e intransferible, como si la vida fuera una secuencia repetida hasta un momento; ese momento.
Sucedió después de la segunda Navidad que vivían sin los muebles. En un verano tórrido, porque era cierto que el clima del mundo estaba cambiando. Irene había ido a la farmacia y, cuando salía con dos botellitas de agua de alibur (a veces compraba cosas sólo para no despertar sospechas de la vida que llevaban), el empleado le avisó que la "señora Mercedes" quería hablar con ella. Irene se sobresaltó; pensó que algo había delatado su nueva condición. De todas formas se dijo que esto era imposible, que ellas eran muy cuidadosas, se compuso pronto y pasó a la trastienda de la farmacia, que parecía un laboratorio en miniatura. La farmacéutica la esperaba detrás de un escritorio. Era una mujer bajita, muy arreglada y nerviosa. Cuando el padre de Marta e Irene se enfermó, en el año 54, Mercedes era todavía estudiante de farmacia y le había aplicado las inyecciones de morfina.
—Sentate, querida... Disculpá el desorden —dijo la farmacéutica, señalando el escritorio impecable y acomodándose los juveniles rulos que le caían sobre la frente.
—Por favor —replicó Irene, que estaba intrigadísima y a quien todas las cosas le resultaban desordenadas porque sólo concebía el vacío como orden.
—Te parecerá raro lo que voy a contarte... Bueno, en esta profesión se ve a cada uno... No, no querida, no te alarmes. Éste no es el caso. Es un pequeño favor... Un atrevimiento. Verás, el domingo yo estaba en casa de los Menéndez. Sí, tuve que ir. ¿Sabes de quién te hablo, no? A Ricardito Menéndez, el año pasado, lo mandaste previa a marzo... ¡Qué coraje! No sé si yo me hubiera animado. Bueno como te decía... —Mercedes sacó una cigarrera dorada de un cajón y encendió un cigarrillo. Irene no dijo nada, ni siquiera recordaba quiénes eran los Menéndez, pero sí sabía que a Mercedes le gustaba fantasear con la importancia de sus conocidos. En su boca la mitad de la gente parecía pertenecer al hampa y eran todos millonarios y "divinos".
—¡Ah!, perdona que no te haya ofrecido algo de tomar. ¿Querés un cafecito? —preguntó Mercedes.
Irene asintió, más que nada porque necesitaba un respiro. Mercedes llamó al empleado y le ordenó que trajera dos cafés.
—El domingo, en lo de Menéndez, como te decía, conocí a una familia alemana, alemanes de allá. ¿Entendés?
—¿Parientes? —preguntó Irene, por preguntar algo.
—No. Llegaron hace poquito. Viven pasando la avenida en un chalé precioso. Tienen algo que ver con la fábrica de los Menéndez. Vos sabes, mejor ni averiguar qué hacen en esa fábrica. ¿Te sirvo azúcar?
—Sí. Gracias.
—Y estos alemanes, como te decía, una pareja joven... bueno, más joven que los Menéndez, tienen una nena. Se llama Evelyn o Elenyn, algo así. Un nombre alemán, claro. Ellos necesitan una profesora para la nena. Alguien de mucha, mucha confianza —Mercedes subrayó las últimas palabras y, luego, agregó:
—Y yo me atreví a recomendarte...
—¿A mí? —Irene casi da un salto en la silla.
—Sí, claro. Sos profesora en el Liceo hace años, vivís en el barrio y no vas a raptar a la nena, ¿no? —los ojos de Mercedes brillaban nerviosos, como si necesitara el consentimiento de Irene porque de él dependía algo muy importante.
Irene llegó a su casa agitada. Sabía que antes de decidir cualquier cosa debía consultar con su hermana. Pero simplemente no pudo. Después de que Mercedes le dio el número de teléfono de los alemanes, llamó desde un bar y arregló una cita con los padres de la nena. Pasó toda la tarde y no le dijo nada a Marta, pero Marta la notaba inquieta.
A la tardecita Irene le pidió a su hermana que le hiciera las preguntas de un cuestionario general que había aparecido en el diario dominical. Marta estaba tejiendo un chaleco color amarillo en punto arroz doble.
—¿Cuál es la capital de Burkina Fasso: Dakar, Ouagadougou o Bamako?
—Ouagadougou —respondió Irene.
—¿Cómo se llama la moneda...?
—Marta, ¿pensaste alguna vez que a nuestra edad se puede empezar un trabajo nuevo? —interrumpió Irene.
Marta levantó la vista del tejido:
—Si vas a contarme algo, espera que haga estas disminuciones. No sé por qué, pero este chaleco no me está saliendo bien...
Irene esperó y repasó mentalmente algunas de las frases que le había dicho la señora alemana por teléfono. "Es nuestra única hija, somos padres viejos. No viejos, no. Viejos son los trapos, dicen ustedes. ¡Ja! ¡Ja! Trapos...", "Evelyn tiene sólo cinco años pero dicen que aprende muy fácil idiomas. En Francia, los franceses la adoraban. Sí, vivimos unos años allí. Ya sabe cómo son los franceses: si uno habla francés es un genio ¡Ja!, ¡Ja!", "A ella no le gusta estar con chicos de su edad. Será..."
—Decime —dijo Marta—. ¿Te ofrecieron algún otro puesto en el Liceo? Ya era hora...
—No. No es eso. Mercedes, la farmacéutica, me ofreció un trabajo...
—¡¿En la farmacia?! Por favor, no vayas a aceptar, mira que cada dos por tres la asaltan —vociferó Marta.
—No, no es en la farmacia. Mercedes conoció a unos alemanes que tienen una nena y necesitan una... una especie de gobernanta. Parece que es una nena muy seriecita. Los padres quieren que yo la busque después del almuerzo, la lleve a caminar, le enseñe un poco de nuestro idioma y se las devuelva antes de la cena.
—¿Y van a estar todas esas horas en la calle? ¿Qué va a pasar cuando llueva?
—No, la idea es traerla acá. Acá podemos dibujar y charlar. La madre no preguntó mucho. Sabe que soy de confianza y creo que quiere sacársela de encima por las tardes...
—Pero traerla acá —reflexionó Marta—. ¿Y los muebles? Quiero decir, ¿qué va a pasar cuando vean une en la casa no tenemos muebles?
—Los padres no tienen por qué enterarse. Yo busco a Evelyn y la traigo...
—¿Y la nena? ¿No pensará que es algo raro?
—Es una nena extranjera que vivió en muchos países. En su vida vio cosas distintas. Va a pensar que es una costumbre argentina. Y si pregunta ya le daremos una explicación...

El sábado a las diez de la mañana, Irene se arregló lo mejor que pudo y salió rumbo al chalé de los alemanes. Marta insistió para que llevara un prendedor de aguamarinas en forma de hortensias que había pertenecido a la abuela de ambas y que la madre no usó nunca porque era demasiado fino. "Ponételo", le dijo. "Esa gente se fija en estos detalles." Marta estaba tan ansiosa como Irene.
El encuentro con los padres de Evelyn fue breve y lleno de interrupciones. Una vez llegó el electricista, otra, el reparto de agua mineral y, por último, dos hombres de una compañía de fumigaciones que se habían equivocado de dirección pero que lograron vender el servicio y se pusieron de inmediato a enrollar alfombras y vaciar estantes. Irene se enteró de poco más de lo que ya sabía. La madre de Evelyn era una mujer alta y hombruna en quien la ausencia de arreglo o fragancias —"huele a jabón de lavar", pensó Irene— podía bien resumir su actitud frente a la vida. No quería complicaciones. De todas formas, su vida estaba llena de contratiempos y equívocos y sin ellos hubiera sido difícil imaginarla. Parecía uno de esos mecánicos que pensamos eficientes y, poco a poco, empiezan a encontrar problemas insolubles. Le contó a Irene que había nacido en Austria, que nunca pensó en casarse ni en tener hijos y que aceptó hacerlo cuando su jefe se lo propuso porque le pareció una buena forma de mudarse. ¡Ja!, ¡Ja! El padre de Evelyn estuvo presente sólo unos minutos, entre la llegada del reparto de agua mineral y los fumigadores. Se presentó como Klaus Opplitz y ni siquiera se sentó para charlar con ellas. A Irene le cayó mal. Le pareció un hombre brusco y mal educado. Tenía las manos muy cuidadas, un gran anillo de piedra azul en el dedo meñique y tintura oscura en el pelo. Irene se despidió de la señora alemana después de quedar en pasar el lunes a buscar a Evelyn. La mujer le dio un apretón de manos que confirmó la imagen de mecánico que tenía Irene y cerró la puerta de calle apurada porque escuchaba sonar el teléfono de su habitación, aunque Irene no escuchaba nada. En la calle Irene se quitó el prendedor de aguamarinas, había aceptado los horarios y el pago sin hacer ningún comentario. Empezó a caminar por la vereda de la sombra. De pronto, se dio cuenta de que no le habían presentado a la nena. Estuvo a punto de volver al chalé y enfrentar nuevamente a la mujer-mecánico, pero se contuvo. Aceptaba cuidar a la nena porque había algo fuerte y poderoso que la llevaba a aceptar.

Evelyn entró en la casa de Marta e Irene sabiendo que sería consentida. Su porte y maneras eran los de una persona mayor. En el camino, había cautivado a Irene con dos frases: "Vaya uno a saber" y "Qué importancia tiene". Las decía con perfecta dicción y, aunque éstas eran unas de las pocas palabras que sabía, sin que hubiera lógica, encontraba el momento oportuno para decirlas. Irene se preocupó por hablarle de cosas que requirieran esas respuestas. "Nosotras no nos conocemos mucho", dijo Irene, y, "al principio puede ser que extrañes tu casa".
"Qué importancia tiene", respondió Evelyn.
"¿Adonde se irán estas nubes? ¿A Alemania?", bromeó Irene, mirando el cielo.
"Vaya uno a saber".
"¿De qué trabaja tu papá?"
"Vaya uno a saber."
"Es un poco lejos, mañana tomamos el colectivo."
"Qué importancia tiene."
Todo el año, Evelyn acudió regularmente a la casa de Marta e Irene. A las dos frases iniciales se les unieron muchas otras. Evelyn daba la impresión de dominar el castellano porque poseía una gran memoria para retener oraciones enteras y un tino inexplicable para elegir la frase justa en el momento, preciso. Marta le tejió decenas de chalecos, algunos con mangas. Evelyn llegaba todos los días entre las dos y las dos y media de la mano de Irene y se sentaba en el centro de la antigua sala. Las hermanas cedieron a su aversión por los muebles y le encargaron a un carpintero de la zona que hiciera una mecedora para el tamaño de Evelyn. A las cuatro, alguna de las dos hermanas hacía un chocolate espeso o una limonada, según el tiempo, y continuaban charlando. O se quedaban en silencio mientras Evelyn se mecía en su sillita.
Una tarde de julio, Irene preparaba strudel en la cocina —las hermanas habían comentado la coincidencia de su gusto por este postre alemán y la nacionalidad de Evelyn— y Marta tejía sus infaltables chalecos. Era un día lluvioso y la lámpara de alabastro estaba encendida. Marta vio que Evelyn observaba la lámpara.
—¿Te gusta esta lámpara, tesoro?
—Por cierto —respondió Evelyn con los ojos absortos en el pie de alabastro.
—Es una lámpara muy antigua. A mi padre le encantaba. Cuando quitamos todos los muebles, decidimos conservarla. Porque es útil pero, además, porque uno necesita recuerdos. No muchos pero algunos son necesarios.
—Sin dudas —dijo la nena.
Irene entró a la sala. Traía el chocolate y porciones de strudel. La masa le había salido mejor que nunca.
—¡Qué tarde espantosa! —exclamó—. En estos días pienso en las personas que no tienen casa.
—Miseria, cada vez hay más miseria —respondió Marta—. En este barrio no se veían chicos pidiendo por la calle y ahora...
—El mundo siempre fue igual —dijo Evelyn.
—Sí. Pero nosotras no estábamos para comprobarlo —contestó Irene.
—¿O sí? —preguntó Marta-—. Hay quienes creen en la reencarnación...
—Vaya uno a saber...
Así fueron muchas de las tardes que pasaron con la nena alemana. En esta época se olvidaron de los primos y no relacionaron cada uno de sus actos con aquellos que habían sucedido en Tandil.
A fines de septiembre Evelyn se volvió más pensativa y, una vez, sin que Marta o Irene hubieran empezado a hablar, dijo: "El mundo está cambiando". Luego, las hermanas concluyeron que Evelyn ya sabía que a su padre lo destinaban a Lima y que con estas palabras quiso despedirse. En diciembre los alemanes partieron, y con ellos la nena. La última tarde que Evelyn pasó con ellas fue como una tarde cualquiera aunque a Marta e Irene se les encogía el corazón. La mecedora quedó, igual que la lámpara de alabastro, como uno de los recuerdos de las hermanas. "Alguno hay que tener", había dicho Marta. Para ha-cerse fuertes Irene recordaba las frases de Evelyn y ella y su hermana se contestaban las preguntas cotidianas con las palabras de la nena. A veces resultaba difícil mantener el sentido y se quedaban mirando por la ventana, en dirección a donde habían calculado que se encontraba Lima. En los últimos años, ambas tuvieron la certeza de que habían lanzado al mundo una réplica. De algún modo, ése fue el consuelo.

En Martoccia, María (1996): Caravana, Buenos Aires, Sudamericana, pp.143-166.

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