A los demás textos que me atreví a traducir, le sumo este: "Por una filosofía de la infancia" de Giorgio Agamben, un artículo de 2001 que recupera algunos planteos de Infancia e historia y los cruza con los conceptos de potencia, bios, zoe y forma-de-vida. Una joyita, que lo disfruten y cualquier comentario será bienvenido.
Por una filosofía de la infancia
Por una filosofía de la infancia
Giorgio Agamben
En las aguas frescas de México vive una especie de salamandra albina que ha atraído la atención de los zoólogos y estudiosos de la evolución animal por largo tiempo. Quien haya tenido la oportunidad de observar un espécimen en un acuario, habrá sido sorprendido por la apariencia infantil, casi fetal de este anfibio: su cabeza relativamente larga encastrada en su cuerpo, su piel opalescente, levemente veteada de gris en el hocico y encendida en plateado y rosa en las excrecencias alrededor de sus agallas, sus delgadas patas en forma de lirio y dedos rojos como pétalos.
El axolotl (éste es su nombre) fue clasificado en principio como una especie discreta, una que mostraba la peculiaridad de mantener a lo largo de su tiempo vital, características que son, para un anfibio, típicas de la larva, como la respiración branquial y un hábitat exclusivamente acuático. Que ésta era una especie autónoma, sin embargo, fue probado más allá de toda duda por el hecho de que, a pesar de su apariencia infantil, el axolotl fue perfectamente capaz de reproducirse. Sólo después, una serie de experimentos confirmó que, seguido de la administración de hormona tiroidea, el pequeño tritón experimentaba la metamorfosis normal de los anfibios: éste perdería sus agallas y, desarrollando la respiración pulmonar, abandonaría la vida acuática para transformarse en un espécimen adulto de la salamandra manchada (ambistoma tygrinum). Esta circunstancia podría conducir la clasificación del axolotl a un caso de regresión evolutiva, un desafío en la lucha por la vida que compele a un anfibio a renunciar a la parte terrestre de su existencia y a prolongar indefinidamente su estado larval.
Pero éste no es el caso; y es precisamente este infantilismo obstinado (paedomorphosis o neotenia) el que ha ofrecido la llave a una nueva forma de entender la evolución animal.
¿Qué seguiría, en este sentido, si los seres humanos no hubieran evolucionado inicialmente a partir de individuos adultos, sino de bebés primates que, como el axolotl, habrían adquirido prematuramente la capacidad de reproducirse?
Esto explicaría un número de características morfológicas humanas (desde la posición del agujero occipital a la forma de la auricular del oído, desde la piel sin pelo a la estructura de las manos y los pies) que no se corresponden con aquellas de los antropoides adultos sino con las de sus fetos. Rasgos que son transitorios en los primates, en los humanos se han vuelto definitivos, de alguna manera traspasando, en carne y hueso, el tipo del eterno niño. Más allá de todo, sin embargo, la hipótesis nos permite explicar de un nuevo modo el lenguaje y toda la tradición exosomática (cultura) que, más que cualquier marca genética, caracteriza al homo sapiens.
Intentemos imaginar un infante que, al contrario del axolotl, no sólo se instala en su entorno larval, sino que también se adhiere tanto a su falta de especialización y a su totipotencia que rechaza cualquier destino y cualquier entorno específico para solamente seguir su propia indeterminación e inmadurez. Mientras otros animales (¡los maduros!) simplemente obedecen las instrucciones específicas escritas en sus códigos genéticos, el neoténico infante se encuentra a sí mismo en la condición de también ser capaz de prestar atención a aquello que no está escrito, de prestar atención a las posibilidades somáticas arbitrarias y no codificadas. En su infantil totipotencia, estaría arrojado fuera de sí, no como lo están otros seres vivientes, en una aventura y un entorno específicos, sino, por primera vez, en un mundo. En este sentido, el infante estaría verdaderamente a la escucha del ser y de la posibilidad. Y, con su voz libre de toda directiva genética, con absolutamente nada que decir ni expresar, el niño podría, al contrario de cualquier otro animal, nombrar las cosas en su lenguaje y, de este modo, abrirse ante sí mismo una infinidad de mundos posibles.
En la vocación humana específica, la infancia es, en este sentido, la preeminente composición de lo posible y de lo potencial. No es una cuestión, sin embargo, de simple posibilidad lógica, de algo no real. Lo que caracteriza al infante es que él es su propia potencia, él vive su propia posibilidad. No es algo parecido a un experimento específico con la infancia, uno que ya no distingue posibilidad y realidad, sino que vuelve a lo posible en la vida en sí misma. Es en vano que los mayores intenten chequear esta inmediata coincidencia entre la vida del niño y la posibilidad, confinándola a tiempos y lugares limitados: la guardería, los juegos codificados, el tiempo de jugar, y los cuentos de hadas. Ellos saben muy bien que la cuestión no es de fantasear, sino que en este experimento el niño arriesga toda su vida, poniéndola en juego literalmente en cada instante. El experimentum potentiae del niño, de hecho, ni siquiera separa su vida biológica: el niño juega con su función fisiológica, o, mejor, la juega, y de este modo, se complace en ella.
Los buenos maestros saben esto, son aquellos que entienden que los juegos son la autopista a la experiencia infantil. Es por eso que ellos triunfan al lograr que el niño adquiera ciertas costumbres y hábitos. Para que un niño aprenda a bañarse, por ejemplo, es esencial transformar el baño en un juego; y es jugando que el futuro adulto adquiere su forma de vida.
Heidegger describió la inquietud y el movimiento específico de ser-en-el-mundo por la vía del término Dasein, estar-ahí, estar en el propio-lugar. Es una pregunta, diríamos, acerca de una trascendencia sin un en otra parte, de un ser fuera de sí mismo y en su propio camino hacia su verdadero tener-lugar (Heidegger una vez expresó esta condición como ‘ser por dentro un afuera’). ¿Cuál es el Dasein de un niño? Uno podría decir que es una inmanencia sin lugar ni sujeto, un aferrarse que no se aferra ni a una identidad ni a una cosa, sino simplemente a su propia posibilidad y potencialidad. Es una absoluta inmanencia que es inmanente a nada.
En este sentido el niño es el paradigma de una vida que es absolutamente inseparable de su propia forma, una absoluta forma-de-vida sin resto. ¿Qué significa ‘forma de vida’ en este caso?
Significa que el niño nunca es nuda vida, que nunca es posible de aislar en un niño algo como la nuda vida o la vida biológica.
Las políticas con las que estamos familiarizados están caracterizadas desde su origen por la diferenciación en la esfera de la nuda vida (zoé, la simple vida natural, como opuesta al bios, la vida que está políticamente cualificada por los hombres libres), la que, en la polis clásica, fue confinada a los recintos de la casa (el lugar de las mujeres, de los niños, de los esclavos) y que, en la ciudad moderna, ha incrementadamente y todavía más profundamente llegado a entrar en la esfera política (que, al final, se convierte en esta incesante decisión de vida: el campo de concentración como lugar de la nuda vida).
Si el niño parece escapar a esta estructura y nunca permite, en sí mismo, la diferencia de la simple vida, no es, como se suele sostener, porque el niño tiene una vida irreal y misteriosa, una hecha de fantasía y juegos.
Es exactamente lo opuesto lo que caracteriza al niño: éste se aferra tan estrechamente a su propia vida fisiológica que se convierte en indiscernible de ella misma. (Éste es el verdadero sentido del experimento con lo posible que mencionábamos con anterioridad.) Al igual que la vida de la mujer, la vida del niño es inaferrable, no porque trascienda hacia otro mundo, sino porque se aferra a este mundo y a su propio cuerpo de un modo que los adultos encuentran intolerable.
Los latinos tenían una expresión singular, vivere vitam, que pasó a los idiomas romances modernos como vivre sa vie, vivere la propria vita. La fuerza transitiva completa del verbo ‘vivere’ debe ser restaurada en este punto; una fuerza, sin embargo, que no toma un objeto (¡esto es una paradoja!), sino que, diríamos, no tiene un objeto otro que sí misma. Es una absoluta inmanencia que no obstante se mueve y vive.
Tal es, entonces, la vida del niño. Y es por eso que el niño es el único ser íntegramente histórico, si la historia es, precisamente, aquello que es absolutamente inmanente, sin haber sido identificado de hecho (la batalla de Waterloo no es ninguno de los hechos que la componen, y ni siquiera su suma –y sin embargo no hay nada más que estas cosas). La vida del niño, como resulta, en vez de parecer completamente dividida en pequeños hechos y episodios faltos de sentido e historia (como la vida de los primitivos), permanece inolvidable, la cifra de una historia mayor.
En inglés: “For a Philosophy of Infancy”, in Public, n. 21, 2001, Public Access Collective, Toronto, pp. 120-122.
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