Serpiente
Una zona era la franja desértica, un arenal salitroso alrededor de una laguna que cambiaba de tamaño según la época del año y las lluvias. Otra eran las tierras de labranza, en general maizales que a veces eran campos de rastrojos y a veces terrenos yermos, según la propiedad donde estaban, según las oscilaciones de la guerra. Después venían los morros, cubiertos por una selva tupida y húmeda y proliferante, estriada de manchas grises: las cicatrices del napalm, las escoriaciones de los explosivos. La selva tenía un gusto violento, invitante, como un sexo abierto. En sus entrañas acechaba el cáncer, Gregorio.
En ese paisaje cambiante, incoherente, había aldeas. Las aldeas eran chozas de barro apiñadas junto a un arroyo o un montón de ruinas, y allí vivían gentes aindiadas, las víctimas de la guerra, hijos de las víctimas de muchas guerras anteriores, guerras entre militares y colonos, entre colonos e indios, entre piratas y colonos, entre militares y militares. Las ruinas eran estatuas de piedra, parapetos, dioses enjoyados, dioses entronados y caídos, dioses que copulaban o defecaban, con una o varias caras grises o pardas. Y una diosa panzona, con pechos que le colgaban hasta el ombligo. Las caras de la gente eran grises o pardas, como las de los dioses, y estaban manchadas de cicatrices violentas, como el paisaje.
En medio de todo corría una carretera de polvo, una línea sinuosa y blanca a veces moteada de verde —vehículos militares— que caracoleaba internándose en los morros, donde se perdía en una contorsión agónica. Los aldeanos emigraban, se refugiaban, saqueaban o se unían al enemigo. A veces se veían hileras que arrastraban los pies por la carretera blanca, el único vínculo, el único contacto en esa mancha arenosa y verde y amarilla de kilómetros cuadrados de extensión. Llevaban chicos, mujeres, pollos, bueyes, muías y carretas. Vestían ponchos, overoles, bombachas y sombreros de ala ancha. Morían quemados, hambreados, violados y mutilados, pero nunca abandonaban el paisaje, el teatro de operaciones. Se aferraban a sus enfermedades, sus antepasados, sus abuelos, los abuelos de sus abuelos, sus dioses, los vientres de sus mujeres hinchadas de trabajo y de opio. Desde el aire, la carretera imponía un orden. Era un enlace, y sus contorsiones parecían premonitorias.
Fósiles
A veces las lluvias barrían las pistas de asfalto cuarteado. Después las calcinaba el sol. Vahos de calor formaban una cortina humosa. En tierra los helicópteros eran siluetas imperturbables, apacibles, recortadas con arrogancia contra el paisaje reptílico. Esperaban, encapsulados en su propio tiempo como insectos cristalizados: una tecnología muda, inerte, verde oliva, contra el escenario convulso y exuberante que acechaba las alambradas, las barracas y las bolsas de arena. Cuando llegaba una orden de ataque, el tiempo encapsulado se derretía. Las máquinas despertaban ronroneando y se remontaban como una plaga devastadora.
El viento soplaba siempre, un remolino de polvo.
Sobre gustos
Los ataques más bellos eran en el crepúsculo, cuando amanecía o atardecía y los aparatos se perfilaban como langostas contra el sol aguachento y las nubes rosadas. El Gato prefería los ataques nocturnos, que eran raros, aunque todo el mundo los maldecía porque eran los más peligrosos y en la oscuridad Gregorio se ensañaba y mataba con más brutalidad. Pero las luces intermitentes se destacaban más nítidamente en la noche. El pestañeo de las luces en la selva era como un código, una señal invitante, y algún día esperaba descifrarla.
Cifras
La escuadrilla era una docena de helicópteros, con seis a ocho hombres por aparato entre personal de combate y pilotos. Pero las cifras eran fluctuantes. El promedio de bajas eran dos aparatos por quincena que tardaban de siete a treinta días en reponerse. El promedio de bajas en el personal eran diez a quince hombres por quincena, entre heridos, desaparecidos y muertos. Los heridos no se reponían si no eran graves, y determinar la gravedad dependía más de criterios burocráticos que clínicos o militares; los desaparecidos se reemplazaban sólo a los dos meses, por si reaparecían antes. Los muertos agilizaban los trámites y reforzaban la eficacia de los operativos.
Ejercicios
A veces tenían apoyo aéreo, y esos días eran una fiesta. Los bimotores panzones cruzaban el cielo trepidando, y los cohetes trazaban estelas rojas y naranjas. La selva ardía, los morros estallaban como volcanes y el napalm se derramaba por las laderas asolando aldeas y árboles. A veces los pilotos hacían acrobacia aérea para divertir a la tropa durante los bombardeos. Los camarógrafos filmaban, y las piruetas salían en televisión y daban la impresión de una guerra alegre.
Los comunicados afirmaban que todo estaba en paz y existía sólo ese foco de violencia, prácticamente una zona de desastre. El teatro de operaciones estaba estrictamente limitado y el gobierno desaconsejaba el uso de medios destructivos demasiado espectaculares. No era una guerra, era un enfrentamiento policial, un ejercicio para mantener en forma a los muchachos, había dicho un general por televisión.
"Los muchachos" de la base ya no eran conscriptos. Lo habían sido y se habían enganchado. Ahora eran expertos en la guerra, en esa guerra. Casi todos tenían por lo menos tres o cuatro años de experiencia y muy pocos escrúpulos, casi todos le conocían las mañas a Gregorio. Algunos estaban en la guerra desde hacía diez años, los menos, los que habían logrado sobrevivir. Venían de todas partes, fábricas, oficinas, universidades. Los que cuestionaban la violencia morían pronto, o cambiaban de parecer.
Madre hay una sola
Una fotografía, de izquierda a derecha, el Baqueano, el Sordo, el Inglés, el Gato, Ojos Brujos, el Pelado y el Sumbo. Fusiles automáticos, ametralladoras, lanzallamas, lanzagranadas.
Detrás, Mamá. Un cielo violento, como retocado, amarillo hiriente en medio de los grises turbios. Todos de pie, sonriendo, esquivando la cámara, o mirándola de frente y con seriedad, una composición perfecta en su apresuramiento, en su falta de deliberación. La clave de un futuro que en el mejor de los casos no entienden ni les importa.
Vidas efímeras
Había unas mariposas en la selva. Eran rojas, color sangre. No les conocían el nombre, si tenían nombre, sólo sabían que eran muy rojas y siempre volaban hacia la luz y el calor intensos. "Coágulos", las llamó una vez Ojos Brujos. "Miren una bandada de coágulos." Y les quedó coágulos. Cada vez que veían llamas volaban hacia ellas y morían abrasadas, confundiéndose con las chispas. Y en la selva casi siempre había llamas.
—Hay cosas que te ponen triste —decía el Sordo cuando las veía quemarse en medio del fuego graneado.
Una vez un guerrillero en llamas salió corriendo de una choza, se revolcó por el suelo, y las mariposas lo perseguían. No se sabía si huía de las llamas o de las mariposas. El Baqueano corrió bajo las balas, se arrojó al suelo frente al moribundo rodeado de mariposas calcinadas y le sacó una foto. "Parece un santo", decía después, señalando la cara crispada y la aureola de coágulos.
A veces, en los momentos de descanso, alguno incendiaba un matorral en las afueras de la base para que el fuego las atrajera y pudieran ver cómo se quemaban. Curiosamente, ese truco nunca daba resultado.
—Nadie quiere morir estúpidamente —comentaba Ojos Brujos.
Ideologías extrañas
Mamá ronroneaba en el aire. Atrás venían los bebés, borrosos en el cielo brillante. Abajo los maizales se quemaban al sol. El Nuevo —por ahora lo llamaban el Nuevo— miraba el paisaje, absorto, fascinado. No hablaba con nadie.
—Descenso en diez minutos —graznó el parlante. Todos se ajustaron las correas, revisaron las armas mecánicamente.
Adelante, en los morros, bocanadas de humo negro subían al cielo —¿Tu primera misión? —le preguntó el Inglés, tratando de ser simpático.
—Y la última —dijo el Nuevo, desprendiéndose una granada del correaje.
El Inglés hizo una mueca, sin entender.
—La última para todos —dijo el Nuevo. Todos lo miraron. Cada cual tenía sus bromas, y con los nuevos no se sabía nunca. A lo mejor terminaban llamándolo el Pibe Granada—. Esta guerra es absurda.
—Como todas —dijo el Sumbo—. Tomalo como un baile.
—Soy un abanderado de la paz —dijo ampulosamente el Nuevo—. Todos vamos a morir, pero en nombre de la paz. —Sacó la espoleta de la granada y la sostuvo pensativamente.
Todo pasó en segundos. El Sordo lo atacó por detrás, le sacó la granada de un manotazo y la arrojó por la escotilla. Explotó en el aire y Mamá cimbró. Todos se habían lanzado sobre el Nuevo, amontonándose sobre él, sofocándolo. Cuando se levantaron, estaba muerto de asfixia. Después todos callaron, apresurándose a revisar el equipo, a prepararse para el ataque. El Baqueano fotografió el cadáver.
—Si tuvieran más práctica —decía más tarde, mostrando la foto—, quién te dice, la paz reinaría en el mundo.
Causas y efectos
Mamá había durado toda la guerra. La dotación había ido cambiando, pero Mamá había durado. Había aparatos más nuevos, más ágiles, mejor artillados, más maniobrables, pero pertenecer a Mamá era un orgullo. Había sido el líder desde el principio, el líder de la única escuadrilla que permanecía relativamente intacta desde el principio. Algunos pensaban que duraba por eso, pero a nadie le importaba demasiado. Vapuleada, pintarrajeada con un enorme sol amarillo en el vientre y franjas blancas y azules a lo largo del casco, Mamá siempre encabezaba los ataques. El Baqueano, cuando estudiaba sus propias fotos de Mamá, opinaba que no la derribaban porque Gregorio la hubiera extrañado, y todos admitían que el argumento tenía su lógica.
Amistades viriles
Algunos hacían mejores migas que otros, otros no se juntaban con nadie. No había reglas, y las decisiones personales en ese sentido se respetaban escrupulosamente. Ojos Bru-jos jugaba solo con los dardos y nadie se entrometía. El Sordo se pasaba la vida enfrascado en sus historietas; tenía el armario lleno de revistas y siempre le llegaban más y más. El Ba-queano tomaba fotos y más fotos, y la oficialidad no lo molestaba. El Gato no tenía prefe-rencias especiales por nadie, le gustaba más bien andar solo. Andar solo y pensar en la guerra, en las señales que creía ver pero no entendía. Pero había simpatizado con el Inglés. Le habían dado pena esa piel tan blanca, esas pecas, esos ojos acuosos y azules. En cualquier otra circunstancia habría preferido una mujer, pero aquí era un alivio poder aflojar tensiones y tener alguien a quien proteger, a quien cuidar, a quien mimar antes de caer dormido y soñar invariablemente con langostas.
Corrección de curso
Ojos Brujos tenía en el dormitorio un juego de tiro al blanco. Era un póster de una mujer desnuda, pechos morenos, pezones morados, caderas grandes, vello púbico abundante y negro, melena hasta la cintura. Estaba de frente, y el centro del blanco era el ombligo. Alrededor se extendían círculos sucesivos con la consabida disminución de puntaje. Ojos Brujos jugaba solo, nunca invitaba a nadie. Tenía la misma mirada obsesiva que cuando ametrallaba la tierra desde Mamá: atento a cada detalle, mataba todo lo que se movía, enemigos, palmeras, chicos, pollos, alimañas. Odiaba esa tierra calurosa, y su guerra era una batalla personal con algo que no entendía y quería destruir, tal vez una fiera escondida en su propio cerebro. Los dardos siempre daban en la periferia del blanco. Él ombligo estaba intacto. Nadie se animaba a hacerle comentarios.
—¿Pero nunca acertaste? —le preguntó una vez el Gato, picado por la curiosidad.
—Siempre acierto —respondió Ojos Brujos, sin mirarlo—. O casi siempre. Lo que pasa es que ese blanco está mal impreso. Tenés que darle a las tetas, siempre a las tetas.
Nomenclaturas
Garra, Gorrión, Gregorio, Golondrina: nombres, modos de calificar lo incalificable, de definirlo. Subversión comunista, decían los comunicados. Pero nunca habían visto volantes ni oído mensajes políticos por radios clandestinas. No los acosaban con propaganda persuasiva ni arengaban a los aldeanos. Los aldeanos a veces se unían al enemigo, pero en general por desesperación o aburrimiento u otras causas incomprensibles, nunca por buscar reivindicaciones, porque nadie se las ofrecía. Guerra de guerrillas, decían los analistas ex-tranjeros, pero más bien parecían ataques de bandoleros, sin ton ni son, destrucción y saqueo y violaciones como una patota en noche de sábado. Ningún movimiento sistemático, ningún frente. Tomaban aldeas y las abandonaban. No avanzaban, pero tampoco retrocedían. Decirles soldados era inconveniente, guerrilleros inexacto, insurgentes demasiado confuso, enemigo demasiado vago. De los nombres en clave el preferido era Gregorio, y para la tropa el enemigo era Gregorio. Le daba cierta familiaridad, y era bueno odiar a Gregorio y no una forma sin forma, algo que ya era alguien y con quien se podía soñar por las noches.
Causas y efectos
A veces se internaban en la selva protegidos por viseras de plástico, empuñando las automáticas y quemando la maleza con los lanzallamas. Las llamas se extendían y los coágu-los se lanzaban sobre ellas como una explosión solar. Los helicópteros los seguían desde el aire, cubriéndolos con artillería liviana y proyectiles. Buscaban a Gregorio, buscaban pri-sioneros, pero nunca los capturaban vivos. Parecían imágenes tomadas de las historietas que leía el Sordo: viajeros del tiempo explorando una geografía maldita protegidos por una tec-nología aséptica. En cualquier momento podía atacarlos un lagarto gigante.
Esa misma confusión, ese trastorno de épocas y lugares, contribuía a aislarlos aún más, a dar a la guerra una pulsación temporal propia. Era una representación cruenta, y en alguna parte alguien observaba fríamente la masacre. No había móviles económicos, políticos, históricos, nada de esa perorata que les habían endilgado durante la instrucción. Sólo móviles estéticos, incorruptos, y los cuerpos mutilados y la tierra sangrante eran en verdad el paraíso.
Subdesarrollo
La guerra a veces era brutal, a veces apacible, a veces monótona, pero sobre todo era pobre. Los campesinos eran pobres, la tierra era pobre, la escuadrilla era pobre. Cuando llegaban los aparatos de reemplazo en aviones de transporte, los oficiales se reunían en círculo y elogiaban tal o cual accesorio nuevo que les indicaba el asesor —sutiles alteraciones en el diseño, lanzamisiles perfeccionados, tablero de mandos más sofisticado— pero eso mismo no hacía más que destacar la pobreza de todo. Cuando los visitaban los generales con galones y uniformes impecables y saludaban a la tropa como generales de otras guerras, guerras repetidas por documentales y series y películas, todo recordaba más que nunca a un circo, un circo de provincias con sus payasos tristes y mal maquillados. Tam-bién el enemigo era pobre y eso a veces era humillante, como zapatos rotos en una escuela de clase media. Era eso, una guerra de zapatos rotos que se libraba contra nadie y tal vez para nada. Y sólo cuando se comprendía eso, cuando se comprendía a fondo, uno podía enamorarse de la pobreza y sentir orgullo, nunca antes.
La otra mejilla
La noche se iluminó de golpe. Mamá tembló y se ladeó y se elevó bruscamente, huyendo del huracán ardiente que había estallado en un costado del cielo. El Inglés vomitó, el Sordo siguió leyendo su revista, alguien tropezó y puteó. Mirando por la escotilla vieron a Bebé Uno temblando en el aire, un flanco partido por una lengua de fuego. Alguien caía envuelto en llamas. Mientras se elevaban alejándose de la cortina antiaérea, entre gritos y estallidos y el chasquido de la cámara del Baqueano, Bebé Uno giró mansamente sobre sí mismo y recibió un impacto en el otro flanco. Desde arriba, lo vieron estallar. Los pedazos de hombres y las planchas de metal al rojo vivo bajaron al suelo grácilmente en una profusión de blancos, naranjas, rojos, amarillos y azules. —Una lección de humildad —dijo Ojos Brujos.
Un canto a la vida
Las sombras se movían, los árboles avanzaban, la oscuridad los envolvía como tinta. Los chorros del lanzallamas lamían ramas, barro, cuerpos inmóviles mientras retrocedían hacia el claro donde los otros helicópteros esperaban paleteando furiosamente. El polvo empañaba las estrellas. No veían a Gregorio, sólo fogonazos y estelas rojas, y en el suelo bultos que eran cadáveres, y allá atrás las hélices vibrantes, y a pocos metros un fulgor plateado que era la cámara del Baqueano, y a la luz del lanzallamas el brazo del Baqueano aferrando la cámara, y el brazo terminaba en un muñón sin cuerpo. Retrocedían, alejándose de Mamá derribada, pero los otros helicópteros no aguantarían mucho más y pronto los abandonarían a su suerte. El Sumbo pidió la radio, pero la radio estaba fundida con el cuerpo del radiotelegrafista. Retrocedían, disparaban, miraban arriba y abajo y a los costados, y de pronto el Inglés se puso histérico y echó a correr hacia Mamá. Una ráfaga lo alcanzó de lleno, y al mismo tiempo el zumbido de los helicópteros se fue alejando y de pronto se hizo un silencio y tuvieron que tragar salivar para acostumbrarse. El Gato se apartó del grupo y corrió hacia el Inglés. Cuando llegó, el cuerpo era una pulpa del diafragma a las ingles. Asombrosamente, vivía. El Gato se le agachó al lado.
—¿Cuándo cuándo cuándo va a terminar? —dijo el Inglés, y era increíble que hubiera articulado tantas palabras seguidas. Debía de ser la voz del alma.
—Pronto —dijo el Gato, y piadosamente le puso el cañón del rifle en la boca. Después cerró los ojos con fuerza.
Lamento
Despertó apoyado contra un árbol. Al lado estaba el cadáver del Inglés, y más allá estaban los cadáveres de los otros. Mamá aún humeaba, colgada entre los árboles de donde habían saltado desesperadamente la noche anterior. Alrededor estaban ellos. En el suelo había morteros, lanzamisiles, bazukas. Dos o tres hombres le apuntaban con metralletas, pero con displicencia, como cumpliendo con una obligación penosa, y la mirada no trasuntaba odio sino respeto. Casi todos eran morenos, corpulentos. Algunos estaban pintarrajeados como pieles rojas, otros se ceñían el pelo negro con tiaras de color. Algunos eran rubios, de tez clara y pecosa como el Inglés. Uno de los que estaban cerca de Mamá derribada, un viejo, se levantó y caminó hacia él. Llevaba un sombrero panamá, vestía de blanco, un blanco sucio, con bandoleras cruzadas sobre el torso. Le recordó viejas películas sobre Zapata o Pancho Villa. El hombre se agachó junto a él y lo abrazó lagrimeando. Después se levantó, caminó hacia Mamá y acarició casi con ternura el metal caliente, la pintura descascarada. Soltó unos sollozos histéricos, rabiosos. Como un coro demente, los otros respondieron, y los llantos recorrieron la selva como graznidos de pájaros. A lo lejos revoloteó una bandada de mariposas rojas, coágulos. Sin saber por qué, él también se sorprendió llorando.
Causas y efectos
—¿Por qué peleaban? ¿Qué buscaban? ¿Cuáles eran sus objetivos?
—¿Y cuáles son los tuyos? ¿Los de tu gente? —dijo el viejo.
—¿Los míos? ¿Los de mi gente? —La pregunta era absurda. Tenía que ser absurda. Y sin embargo buscaba una respuesta y no la encontraba.— Defendemos la libertad... —dijo con timidez.
—Eso no lo decís vos —dijo el viejo, sonriendo.
¿Pero por qué, por qué peleaban ellos?
—La gran madre nos llamó.
—¿La gran madre?
El viejo señaló a Mamá.
—La gran madre ha vuelto, y nos llamó.
El Gato miró a Mamá, desconcertado.
—¿Y piensan que van a ganar? -preguntó, sin entender por qué lo preguntaba.
El viejo sacudió la cabeza. No importaba ganar, pelear era lo importante.
—¿Por qué? —preguntó, pero comprendió que él nunca había pensado otra cosa.
La gran madre había vuelto, y pelear contra ella era un modo de adorarla. El mundo era guerra, destrucción. Cuando se consumiera en sus propias llamas, nacería uno nuevo.
—¿Un mundo de paz?
—Eso solamente ella lo sabe. A vos te enviaron, pero vos no lo sabés. Te enviaron de allá. —Señaló el cielo.— Así son las cosas. Un mundo nuevo, nada más. Este está viejo y consumido.
¿La gran madre? Recordó a Mamá flotando sobre el humo de las aldeas devastadas, escupiendo cohetes y balas de ametralladora. Mensajes del cielo. Señales de un mundo nuevo.
Lapsus
Claro que había un salto lógico, un hiato, una fisura en alguna parte. Era imposible que pelearan sólo por complacer a Mamá, o la gran madre, como decían ellos, porque eran ellos quienes habían empezado la guerra, ¿y entonces por qué habían empezado? Pero era inútil, no podía exigir a las cosas una lógica lineal, ideas que se portaran bien y se pusieran en fila y tomaran distancia. Había otra lógica. La guerra no sólo había quemado la selva, arrasado aldeas, destruido árboles y perros y hombres y máquinas y gallinas, no sólo había envenenado el aire y los ríos y las palabras, sino que el tiempo mismo había sufrido los impactos y no quedaba antes ni después ni ahora. Y entonces sí era posible. Era posible que la gran madre.
Mesías
Ahora la rutina era diferente. Antes era esperar órdenes, remolonear tardes o días enteros en la base, y de pronto despegar y atacar, misiones cortas, contundentes, puñetazos al enemigo. Ahora había un ritmo desigual, agotador. Había que avanzar, retroceder, vadear ríos, trepar montes, un movimiento culebreante, imprevisible. A veces veían patrullas prácticamente indefensas y no las atacaban. Luego atacaban una aldea inocente donde ni siquiera había soldados regulares: rodeaban y tiraban y degollaban y la matanza era espantosa y no se entendía por qué. Casi inmediatamente se alejaban, pero a veces esperaban a los helicópteros. No había ninguna lógica, por lo menos no la lógica de ganar los mayores objetivos al menor costo.
A él no lo maltrataban, al contrario. Le ofrecían las mejores raciones, charlaban con él, le explicaban. Explicar era un modo de decir, porque no eran muy amigos de explicaciones. Lo habían invitado a unirse a ellos, pero él no había aceptado. No soy traidor, dijo. Pero ellos se encogían de hombros, como si esa palabra no tuviera sentido. Él era un mensajero, decían señalando el cielo. Observándolos, no se sabía si eran valientes, temerarios o simples chiflados. No tomaban la muerte como un hecho glorioso, no la buscaban, pero tampoco la rehuían. No odiaban a sus enemigos, pero los atacaban con saña y ferocidad. Adoraban las máquinas, pero no terminaban de entenderlas. Se pasaban horas mirando las armas automáticas que les habían vendido, o los helicópteros que patrullaban la selva.
A veces él decía que no entendía, pero en el fondo sabía que sí, que podía entenderlo. Se acordaba de las historietas del Sordo, de los dardos de Ojos Brujos, de la cámara del Baqueano, y sabía que podía entenderlo, y esa capacidad para entender era lo peor de todo, lo más vergonzoso. Hubiera preferido no entender nada, porque lo contrario significaba que no había límite, que no estaba tan lejos de ellos, que no eran unos simples salvajes, y eso le causaba remordimiento. Ellos no peleaban por la victoria, sino por pelear. Eso los volvía extraños, pero a su vez daba sentido a lo que hasta ahora había parecido inexplicable, los movimientos erráticos, la falta de frentes. Peleaban para prolongar la guerra, y lo habían conseguido.
A veces hubiera podido huir, porque apenas lo vigilaban. Arriesgarse a nadar río arriba, o internarse en la selva, cualquier cosa con tal de volver a una zona amiga. Pero no quería irse. Prefería quedarse allí, observarlos. El Inglés había muerto, habían derribado a Mamá. ¿Para qué volver?
Impacto
El río arrastraba cadáveres que cabeceaban mansamente corriente abajo. En la orilla de enfrente el helicóptero derribado yacía incrustado en el fango, los rotores torcidos abrazados con el ramaje de la selva como en un camuflaje póstumo. En la playa barrosa que bajaba al río, los hombres dormían o remataban heridos. El cielo era brumoso, incandescente, una cúpula de aluminio.
Era la primera vez que participaba en un combate. Había pedido una bazuka, y con el segundo disparo había derribado el helicóptero. No se sentía un traidor. Sentía orgullo, y también exaltación y cansancio. A lo lejos revoloteaban las mariposas rojas, precipitándose sobre el aparato en llamas. Coágulo, pensó, sería un buen nombre para adoptar ahora. Eran como un presagio, la certeza de que la guerra se extendería.
Un viento tibio, acariciante, traía el rumor de explosiones lejanas.
Fuente: Gardini, Carlos (1983): Mi cerebro animal, Buenos Aires, Minotauro, pp. 92-115.
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