martes, enero 31, 2017

Osario bajo la luna (Amalia Jamilis)

Amalia Jamilis fue una gran narradora. Una prueba es este breve cuento publicado en Los días de suerte (Emecé, 1969) bajo el título "Osario bajo la luna". Cuando Jamilis falleció en 1999, estaba trabajando en una novela basada en este relato, novela que por cierto quedó inédita. Gracias a la editorial Eduvim, actualmente podemos leer sus dos primeros libros Detrás de las columnas (1967) y Los días de suerte (1969) agrupados en la publicación El reconocimiento y otros cuentos; aunque aún quedan cuatros libros más por reeditar (incluyendo al espectacular Parque de animales, de 1998).Vaya, pues, este cuento para re-descubrir la maestría narrativa de Jamilis y la misteriosa precisión de sus relatos.


Osario bajo la luna (Amalia Jamilis)

Era absurdo que Costa no reparase en su ausencia, esa línea que le había dejado el anillo sobre la alianza, un poco más clara que su piel ahora, con el sol de octubre; sobre todo teniendo en cuenta que ya hacía veinticinco años que lo llevaba en su anular izquierdo; pero todo era igualmente absurdo esa tarde, probablemente a raíz del hallazgo del osario: que no le molestase la blusa de Melita, con un solo bretel,
que se detuviera a escuchar la melodía esa que salía desde el fondo, detrás de la mesa de entradas: “Diana”, por Harry Roy, la clase de jazz que alguna vez le había entusiasmado, sin alharaca alguna, sin esos sonidos de batería y de trompetas. Los elementos se tendían, se armaban: la melodía, la blusa de Melita, aun el Espasevit en cápsulas, día por medio, que no recordaba si había tomado ya, si debía tomar.
Además se caía de cansancio, y aunque ese orden invertido de valores, moviéndose delante de él era lo que más se parecía a la alegría, empezaba a derivar hacia un proyecto de pieza oscurecida y sábanas frescas y almidonadas.

En ese momento lo miré a papá y me asusté, como si alguien con ese aire tan rústico y sucio pudiese ser papá y tuve miedo, aunque me dije en seguida que con un buen baño y una afeitada quedaría como nuevo
y estaría otra vez presentable, y hasta me animaría a pedirle o haría que mamá le pidiera que bajase a la cancha, porque no hay nada como el tenis para hacerlo olvidarse de todo, y era precisamente eso lo que
Laura y yo queríamos, con ellos dos en la ruta, esperándonos ya un poco impacientes.
—Es increíble que haya conseguido traernos. Nosotras también debemos estar bastante trastornadas —dijo la señora Goya. De pronto veía la cara de Laura haciendo gestos desde el espejo del baño.
—Además estoy muy extrañada. Desde la última vez que lo intentó sin resultados tu padre se ha vuelto grosero. El osario debe ser puro cuento: picaderos por todos lados, pero del osario ni noticias.
Ahora Laura había salido del baño y la señora Goya la miraba sin decirle nada, un poco admirada de las piernas bien torneadas, del busto algo pesado, pero alto y firme, de que todo aquello hubiese salido de su propio cuerpo. “Debe andar arrastrándose con alguno”, se dijo rabiosa, mirándola como para inmovilizarla definitivamente contra la pared, como a un gran pájaro.

Creo que grité y que fui feliz porque acababa de escaparme de su mirada que me desnudaba, que interrogaba el andamiaje de mi virginidad con la que ya hacía tiempo deseaba terminar y que, en efecto, aquella misma tarde perdí. El tiempo escurrióse debajo de nosotros, con papá a la cabeza en busca del osario. Lo veía corriendo y nosotras con él, revolviendo entre huesos calcinados: mamá, Melita, yo misma revolviendo. Haber dejado Buenos Aires, la Facultad, las tardes del bar Fénix, para ir a revolver en un montón de huesos que papá no encontraba, que no conseguía encontrar. Daba lástima, daba risa. Y el viejo estúpido, papá, arrastrándonos a nosotras tres hasta un pueblo perdido entre antiguos picaderos, haciéndonos vadear ríos, hasta que mis piernas y las de Melita y las de mamá, que se me antojaban repulsivas, surcadas como estaban por esas pequeñas venas bermejas, se nos volvieron igualmente rojas y ásperas.

Solamente por cierto tiempo le pareció a Costa que Goya no lo había escuchado. Estaba sentada ante el tocador, que no era un tocador, sino una mesa oscura, pero elegante, llena de potes y frascos de loción, con un espejo ovalado en la pared.
—No entendés hasta qué punto es importante el hallazgo del osario —dijo Costa, sintiéndose idiota: algo así como recitar un poema delante de una planta.
—¡Oh! ese osario —dijo Goya—. Sabía que acabarías encontrándolo. Ahora podés bañarte y tomar un Toddy frío abajo, en la cancha.

Entonces nos hicieron entrar, advirtiéndonos que no hiciéramos ruido, no fuese que los vecinos nos descubrieran y entramos a la salita. Walter dijo que a él le gustaba en su dormitorio y lo miró a Claudio y Claudio se rió y dijo algo de una sirvienta llamada Herminia en ese dormitorio, ciertas noches. Entonces Laura pareció repentinamente irritada con Walter y ni siquiera lo miró mientras subíamos.

Un poco antes de la cena la señora Goya estaba verdaderamente exhausta. Costa había jugado bastante bien: había errado relativamente pocas pelotas, y eso teniendo en cuenta que no hacía mucho que había vuelto a practicar. En realidad tenía la certidumbre de que se había quedado dormida mientras ellos jugaban, sentada en el banco, bajo los plátanos. Ahora, bamboleando levemente la cabeza, en medio de la tarde dulce, excesivamente perfumada, pensaba en el osario. Dentro de un rato los huesos platearían entre las zarzas. Era preciso despojar a esa conjetura de su polvo de toscas, convertirla en un omóplato, con su borde dentado, carcomido por el tiempo, con su color musgoso y húmedo.

—Ya lo hiciste —dijo Claudio—. Lo hiciste y no pasó nada. ¿Te sentís bien?
—Sí —le contesté—. Estoy bien —todavía respiraba y exhalaba el aliento despacio, procurando no hacer ruido—. Ahora tendré que encomendarme a la suerte.
—Tonta —dijo Claudio, resbalando contra mí—. No se tienen con tanta facilidad. Generalmente la primera vez todo se reduce a esto.
Entonces miré la lámpara encendida, me puse boca arriba y tomé un cigarrillo del centro de la mesa de luz.
—Tenés razón —dije sin voz—. Todo se reduce a esto.

Y ahora todo era más horrible que la realidad que estaban viendo. Las pequeñas flechas pulidas de picadero, en el bajo, junto a los tamariscos. El lecho del río seco, con su limo rojo durante el día. El rumor sigiloso de las cresas y las culebras. Y luego el osario, el amplio montículo que Goya iluminaba con la linterna, sorprendida mientras sostenía en su palma el montón de huesos vagamente azules.
Primero Costa reconoció sus propias falanges angostas, carcomidas en algunos sitios, las coyunturas en una gama baja, oscuras. Recién entonces vio su anillo con la piedra blanca, más blanca que los huesos. Se dio vuelta sin querer saber más, pero sabiendo ya que esa pelvis frágil, con destellos cobrizos era la de Laura. Que la clavícula porosa, en cuyos intersticios alguna vez comerían los caracoles era la de Melita. Que Goya era un fémur solitario, de una blancura enharinada y fría. Todo seguía siendo absurdo; le subió nuevamente la melodía de Diana, sin estridencia, como solía hacerlo Harry Roy, en las viejas grabaciones del salón Victorias, de la calle Maipú. Se acordó de pronto del Espasevit y pensó que era una suerte haberlo recordado, después de todo el día no había terminado y eran dos cápsulas día por medio.

Jamilis, Amalia (1969), Los días de suerte, Buenos Aires, Emecé, pp. 49-55.

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