lunes, julio 31, 2017

Estrategias para sembrar el bochorno

Este texto fue nuestra humilde contribución a la muestra Déjalo beat en el Museo del libro y de la lengua durante los meses de mayo y junio de 2017. El catálogo completo con hermosas imágenes y textos de Federico Barea, Reynaldo Jiménez y Tamara Kamenszain se puede leer completo acá.


“Espantar al burgués” [Épater le bourgeois] podía ser una consigna ya obsoleta para la década de 1960, inadecuada para un país ubicado en América del Sur. Típico lema vanguardista en los años 20, se entendía cuando un grupo de dadaístas irrumpía en una galería de arte para provocar con sus acciones irrisorias o, incluso, si un tipo pintaba caras alteradas por la geometría y el color para poner en cuestión la percepción y el gusto... Pero la vanguardia había muerto, había entrado al museo y espantar al burgués en Argentina, cuarenta años más tarde, podía pasar por anacronismo o por travesura infantil.
Y sin embargo, en 1962, en una lectura de poesía por la zona oeste de Buenos Aires, recordaba un hombre memorioso: “Se armó un quilombo infernal. Uno de los poetas que invitamos –Marcelo Fox- empezó a gritar, ‘Soy nazi, soy comunista’. Era un tipo que después lo mató un tren”. ¿Quién era ese loco que gritaba esas cosas por ahí? ¿Cómo reaccionaba ante ese gesto desconcertante una sociedad pacata que asistía molesta al nacimiento de la juventud y de la contracultura?
Ese muchacho, Marcelo Fox, formaría parte un año más tarde de la revista Opium. También, si atendemos a la edición de su primer libro, estaría terminando su opera prima, Invitación a la masacre. En aquella lectura en Moreno, donde Fox provocaba con sus polémicos gritos, compartían la noche otros poetas y escritores como Sergio Mulet, Daniel Giribaldi y José Antonio Barzak. Además de escritor, Mulet fue actor y participó de la película Tiro de gracia (1969), basada en una obra propia y bajo la dirección de Ricardo Becher. Murió acuchillado por su mujer en una aldea de Transilvania en 2007. En el caso de Giribaldi siguió escribiendo hasta fines de los 80 y, entre otros, publicó sus Sonetos mugres (1968), como para seguir espantando burgueses, en los que mezcla la clásica estructura poética con el lunfardo y el bajo fondo. Barzak, quien en los 60 participó de la revista El escarabajo de oro, termina su vida tan abruptamente como Fox: muere en un acantilado de Mar del Plata. Ninguno de estos nombres forma parte del canon literario argentino actual, ninguna de sus obras se ha vuelto a reeditar, casi nadie los recuerda... ¿Por qué? Buena pregunta. Tal vez en esta exposición, organizada por la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, bajo el título Déjalo beat, se vislumbren algunas respuestas.
La provocación de estos escritores beat argentinos, ese ánimo de nadar a contracorriente de la sociedad argentina, también se lee en la frase recuperada por reynaldo mariani (así, en minúsculas) al final de sus 7 poemas grassificantes (1973): “No sé de qué están hablando pero me declaro en desacuerdo”. No por nada el libro de relatos de mariani, uno de los miembros centrales de Opium, se titulaba 7 historias bochornosas (1968). Esa palabra tan porteña y la idea de sembrar el ‘bochorno’ en la literatura argentina parecían ser premisas de estos jóvenes que se reunían en el Moderno o en otros bares del centro a tomarse la noche en discusiones bohemias y proyectos poético-culturales. En esas mesas de café, también se sentaba el crítico literario y psicoanalista Oscar Masotta, como bien lo cuenta Carlos Correas en La operación Masotta (1991); Graciela Martínez, primera bailarina pop, y el maestro Juan Carlos Paz compartían charlas sobre el Instituto Di Tella; e, incluso, Alberto Laiseca conoció a Marcelo Fox y a Ithacar Jalí bajo los hechizos del alcohol y la nicotina. Ese ecosistema cultural, ese circuito también llamado la Manzana Loca, fue, de algún modo, el campo de maniobras de estos jóvenes que se reunían en bares que luego, daban lugar a revistas como Opium y Sunda pero también Eco contemporáneo, Agua viva, La loca poesía o Airón.
En los últimos años, con la aparición de proyectos editoriales independientes como Paradiso, Caja Negra, La comarca ediciones, Instituto Lucchelli Bonadeo y gracias al valiosísimo trabajo de recuperación de Federico Barea, algunas de estas experiencias literarias pueden volver al público lector y buscarse un lugar en la literatura argentina. Es el caso de Néstor Sánchez, quizás uno de los narradores que más gravita sobre los escritores y escritoras nucleados en los grupos de Opium y Sunda, marcando un modo de escritura guiado por el ritmo del jazz, del tango, de la propia respiración. Su historia, reconstruida por una voz original y sincera en Sobre Sánchez (2012), de Osvaldo Baigorria, expone elementos que atraviesan a los muchachos y muchachas reunidos en esta exposición: bochorno, errancia y experimentación. En este sentido, los escritores beat argentinos eran el lado oscuro, contracultural, de fenómenos como el boom latinoamericano (aún cuando la sombra de Julio Cortázar pareciera proyectarse sobre algunos de ellos). El mismo José Peroni, autor de Cuerito viejo verde (1966), lo sintetizaría en esta notable frase que reclamaba desde el pie de página de la revista Sunda: “No se debería escribir aquello que puede contarse por teléfono”.
Si hacia 1960 ya no era posible ‘espantar al burgués’ como lo deseaban los dadaístas de 1920, aún era posible desde los bares de Buenos Aires, gestar dos o tres revistas efímeras como Opium y Sunda, publicar algunos libros perdidos en los vericuetos del tiempo como El búho en el vitral (1967) o Terrazajaula (1967) y reunirse en el Moderno para proclamar a los cuatro vientos porteños: “Aparecimos alguna vez y somos persistentes, sobrenadamos todas las formas del rechazo, la repelencia y las burlas. Continuamos nuestro peregrinaje, aún no llegamos: probablemente nunca llegaremos…”.

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