viernes, julio 28, 2017

Una gota de sangre

Por las vueltas de la lectura, este año terminé fascinado por las memorias de uno de los hijos de Natalio Botana y de Salvadora Medina Onrubia. El libro en cuestión se llama Memorias. Tras los dientes del perro, fue escrito por Helvio Botana y publicado en 1977. Entre las muchas anécdotas jugosas que narra, hay una, trágica y contundente, que no quería dejar de citar por acá:

Sería el 8 ó 9 de enero. Almorzábamos con nuestra madre, quien escuchaba silenciosa los delirantes comentarios de Pitón desbordante de amor por Natalio. Mi madre, sin medir palabra ni razón alguna, se levantó y le rompió una fuente de cristal verde en la cabeza. Quedamos muy asustados pues nunca habíamos visto castigar a nadie ni haber sido castigados.
Pitón, con la frente sangrando se levantó en silencio, perseguido por la voz de mi madre que le gritaba: "¡Qué tanto amor por tu padre! ¡Ya hablaremos a solas de eso!". Pitón se fue a la casa de los González Lobo, contándoles que había chocado con el auto y no quería que en casa se asustaran.
El 17 de enero de ese año, Salvadora estaba por subir al auto cuando se cruzó con Pitón y le dijo que quería hablarle a solas.
Tito y yo volvimos del colegio a eso de las 17 y ellos aún seguían reunidos.
De pronto, sentimos el auto de Salvadora que partía -como de costumbre sin despedirse-. Pitón entró en nuestro cuarto y me contó que Salvadora le acababa de probar que no era hijo de Natalio. Ella lo había parido cuando tenía 16 años, antes de conocerlo a papito. Él, aseguró Salvadora, era hijo del doctor Pérez Colman. Natalio le había dado su apellido y lo había hecho su predilecto solamente para quitárselo a ella.
Entonces mi hermano Pitón riéndose nerviosamente nos abrazó con esa fuerza de boa constrictora que le dio el sobrenombre. Nos besó y se pegó un tiro con un revólver niquelado.
Su sangre me salpicó en la cara y una gota cayó sobre el puño izquierdo de mi camisa blanca.
A Tito y a mí nos confinaron a un cuarto en espera de la llegada de Natalio. Salvadora reción volvió entrada la noche.
Con papito llegó un señor gentilísimo. Años después supe que era el Comisario Viancarlos, con quien charlamos hasta que se nos pasó el susto. Recién ahora comprendo que nos interrogaron con tal habilidad que parecía que ni él ni papito querían saber lo que había pasado y tampoco tenían deseos de saber lo que nosotros queríamos contar.
Viancarlos nos recomendó que nunca habláramos de esto porque era triste y lo triste no debe comentarse. Y papito, mi papito, nos recomendó que debíamos cuidar a Salvadora que estaba muy enferma.
Borré fácilmente a Pitón muerto, de mi mente. Lo que tardé en quitarme fue la imagen de su frente sangrando por el golpe con la fuente de vidrio verde, pero toda mi vida he seguido buscando en el puño blanco de mi camisa una gota de sangre.
Horas después, entre sueños, oí aullar a mamita que recién llegaba. Aullidos horrorosos que jamás volví a escuchar ni en las bestias ni en los seres humanos.
Durante largos años tuve con ella un trato gentil pero distante. Más que juzgarla la había condenado.
Botana, Helvio (1977), Memorias. Tras los dientes del perro, Buenos Aires, A. Peña Lillo editor, pp. 36-37.

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