"De estas ciudades sólo quedará lo que una vez pasó a través de ellas: el viento."
Bertolt Brecht
"Sobre el pobre B.B.", Manual de piedad
"Everubody knows these cities were built to be destroyed..."
Caetano Veloso
Maria Bethania
1
Mi padre ejercía la reprobación moral de las especias: «Si el alimento es bueno no necesita ninguna de esas macanas»; también: «Tenían sentido en la época en que la gente debía comer carne podrida». Sin saberlo, respetaba así una ideología dominante en la vida argentina, que la clase media sorbió mansamente de sus superiores. Tan esforzada confianza en las bondades del sustantivo, más bien de unos pocos sustantivos, me revelaba una desconfianza no menos tenaz ante la modificación, el simple matiz que puede inocular un adjetivo: versión, perversión, inversión.
Tales manifestaciones no impedían a mi padre gustar de la vainilla en el flan, del azafrán en el arroz, del orégano en el tomate; pero el bife y la ensalada iluminaban su gastronomía con autoridad casi mosaica. Aún hoy, paladares y olfatos argentinos que no aspiran al esnobismo rehúsan gozar del ajo, cuyas connotaciones de pobreza inmigrada (así como la capacidad de hacer presente al cuerpo con todos sus poros) ostracizan socialmente: una niña de buena familia modifica el itinerario de su visita a España y no se detiene en un pueblo andaluz porque huele a ajo; un señor menos costoso lamenta que su cuñada genovesa no sepa prescindir del ajo en la hebdomadaria invitación a cenar.
2
Raros, lejanos, disputados objetos de deseo, las especias debían convertirse en dinero. Impuestos y justicia por igual serían medidos y pagados por su peso en pimienta. Esta capacidad simbólica había de desatar cruzadas menos sangrientas, más tenaces que las supuestamente dirigidas a liberar el Santo Sepulcro. A medida que, siguiendo a las capitales del comercio, los centros del poder político se desplazaban hacia occidente, caminos cada vez más intrincados y aventurosos para alcanzar la riqueza fueron tramados con rapacidad siempre renovada: la ruta de la seda cedió lugar a la ruta de las especias, a Marco Polo sucedió Cristóbal Colón, nuevos y belicosos imperios fueron construidos sobre los escombros sucesivos de imperios previos. Franceses e ingleses pulularon sobre ruinas holandesas que una vez fueron construidas por portugueses. Elevadas, suntuosas arquitecturas de la ley y el idioma, estos imperios no resultaron menos frágiles y perecederos, ni su naturaleza menos simbólica, que la del papel moneda, pasado de mano en mano como un chisme, su única identidad una mera convertibilidad.
(Clavo de olor y nuez moscada perfumaban el viento que orientaba a las naves. Malabar, Malacca, Bengala, Colombo, Martabán, Batavia... nombres encantatorios de puertos y factorías prefiguraron los de las islas de especias, las deliciosas Molucas: Ternata, Motir, Timor, MaMan, Matchian...)
Si es cierto que el oro americano con que Cristóbal Colón llenó las arcas españolas serviría para pagar las especias hindustanas descubiertas por Vasco de Gama, el pimiento, única ofrenda del nuevo mundo al paladar europeo, iba a ser despojado de su identidad americana al borrarse su nombre original, latinizado en pigmentum, vulgarizado como pimienta española, turca, india, de Calicut o de Guinea, occidente y oriente mismos confundidos en el nombre de esas indias para las que se halló lugar en los mapas mucho después de implantadas en la imaginación que alimenta el deseo.
La conversación de trata de esclavos y comercio de especias comunicó a los pueblos de África occidental ese pimiento transatlántico por el que hoy pagan sus descendientes en los mercados de Belleville y Menilmontant: ya no esclavos sino mano de obra inmigrada en la tierra prometida del Mercado Común europeo; sus patrias ya no colonias sino tercer mundo, ficción de estadistas e intelectuales ávidos de exportar tecnología, diplomacia o revolución, sólo atentos a ese esquivo gesto de asentimiento que la Historia suele conceder demasiado tarde y nunca definitivamente.
Nuevos amos, nuevos nombres. Siempre: descubrir, cubrir, encubrir.
3
Recuerdo que el 18 de abril de 1974, entre las estaciones Tribunales y Callao del subterráneo de Buenos Aires, de pronto me pareció evidente la fundamental hipocresía de toda operación ideológica. Mientras las llamadas sociedades capitalistas alientan una imagen idealista de la Historia, que proteja la maquinaria social y sus groseras operaciones materiales de las poco halagüeñas candilejas de la escena pública (¿a qué escolar se le enseñan, aun sumariamente, los principios de la actividad bancaria y de la economía de rendimiento?), en el llamado mundo socialista el materialismo ha sido entronizado como fatum filosófico sólo para imponer la rígida moralidad de un evangelio proletario, con la Historia en el papel de redentor y la igualdad, esa deslustrada Edad de Oro, como dudosa recompensa.
También recuerdo que al anochecer del 13 de enero de 1967, en mi primera visita a Berlín, reconocí con emoción muchos nombres luminosos: Bahnhof Zoo, Kurfürstendamm, Marmorhaus, Fasanenstrasse, Kempinski. Me daban la bienvenida a una ficción que mi memoria había compuesto por su cuenta, con recortes de Döblin e Isherwood. (A la mañana siguiente vería por primera vez el muro y lo cruzaría en Checkpoint Charlie. Aún no conocía Kreuzberg, aún no había oído una palabra de turco.)
Al llegar a Lehniner Platz me asaltó un vaho de fritura y cardamomo. Algunos hombres, que no formaban un grupo, se agitaban sin desplazarse, daban pasos en el mismo sitio, alzaban reiteradamente los hombros, se frotaban las manos, giraban en torno a un centro de luz y calor en medio de la nieve: el primer Schnell-Imbiss que veía, mucho antes de familiarizarme con los hoy ubicuos MacDonald's, de preferirles los Taco Rico de Nueva York. Ofrecía gulasch y shaschlik. Tan atraído por esta modesta encarnación de cocinas y fonemas que en Buenos Aires investía un prestigio exótico, como por ese esbozo de sociabilidad (no menos contaminado de literatura) en medio del desamparo urbano, me animé a una de esas brochettes de origen supuestamente tártaro, cuya popularidad, como las huestes de sus antepasados, se detuvo en la Europa central. «Curry oder Senf?» Una amplia señora sin edad, envuelta en un guardapolvo manchado de rojo y ocre, me conminaba a elegir una de las salsas, humeantes en tachos metálicos, esperando la inmersión del fierro que ensartaba algunos trozos de cebolla, de ají y de carne no identificada. «Natur» sugerí, pero su réplica, inmediata, cortante, más que responderme parecía corroborar a través de los años las más pesimistas convicciones de mi padre: «Natur gibt's nicht. Curry oder Senf?»
(1979)
Cozarinsky, Edgardo ([1985] 2002): Vudú urbano, Buenos Aires, Emecé, págs. 143-147.
1 comentarios:
dos cosas.
1) hebdomadario, ria.
(De hebdómada).
1. adj. semanal.
2. m. y f. En los cabildos eclesiásticos y comunidades regulares, semanero, persona que se destina cada semana para oficiar en el coro o en el altar.
3. m. semanario.
(de la RAE, no se vos, pero yo no conocía la palabra)
2) "¿curry o mostaza?" "al natural" "la naturaleza no está allí. ¿curry o mostaza?" es lo mejor que pude sacar con el google translator. estará bien?
muy bueno el texto. jamás había leído a este señor.
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