jueves, octubre 27, 2011

Un teatro tallado en zafiro

El antiguo alimento de los héroes (1988) de Antonio Marimón sería, claramente, uno de mis elegidos para los 200 libros. Hasta hace poco, sólo se conseguía la primera edición, la de Puntosur, ahora me enteré de que lo estaban republicando en Córdoba pero no estoy seguro de que en Buenos Aires pueda hallarse esta nueva edición. ¿Qué tiene de interesante el libro de Marimón? Todo, es decir, su variedad: autobiografía y ficción, relato sobre la última dictadura y relato sobre el Cordobazo, pequeñas crónicas (como la que pego abajo) y reflexiones sobre los héroes, historias arltianas y narraciones subjetivas sobre la posible revolución, autocrítica y utopía. El antiguo alimento de los héroes está compuesto de dos partes: la primera, "Lorera", es una nouvelle sobre la experiencia al borde de la deshumanización de un "chupado" por la última dictadura, relato durísimo, reflexivo y detallista; la segunda, "Pasos, es una colección de textos disímiles, autónomos (como "Un teatro tallado en zafiro") o que continúan (como "Héroe rojo"): ficciones, recuerdos, análisis culturales, estampas del deseo de hacer la revolución, estampitas de héroes exiliados o desaparecidos. Y sin embargo, más allá de la heterogeneidad, todos los textos están conectados por la voz del narrador, por el lirismo de la prosa de Marimón, por la exploración de la propia historia (inventada o real, no importa). En fin, lean lo que copio abajo; si quieren más, ya tendrán. Disfruten! 



Un teatro tallado en zafiro (Antonio Marimón)

Cuando me era posible, tenía la costumbre —diría la necesidad— de leer El Gráfico mientras comía. Buscaba cuidadosamente las ocasiones: solo, en una mesa arrinconada de restaurante, por ejemplo, o con el café con leche y un pan criollo untado de manteca. Pienso que existe un método íntimo hasta para leer El Gráfico. A mí me gustaba empezar por los epígrafes de las fotos, o por las secciones de chismes futbolísticos, o por las notas de vestuario que venían en recuadros a un lado de las principales. Si el mozo había traído ya el plato —ravioles con carne, milanesa napolitana— yo elegía un sector más sólido y de lectura continuada: quizás una entrevista, un reportaje o el comentario de un partido en el que no hubiese jugado Boca (no sé por qué causa, lo que se refería a Boca me sonaba poco atrayente, igual que el azul oscuro en las fichas del ludo, o el bando de los bastos en la escoba de quince). Revisaba hasta encontrar la nota apropiada para leer, ya fuese por el asunto, por la extensión, e incluso porque el diagramado permitía anchos pedazos de texto y no era preciso cambiar de posición la revista entre uno y otro bocado. Había una lábil correspondencia entre la página, apoyada contra el sifón, y el plato del que cortaba trozos con ajustado bienestar. Ambos parecían un mismo objeto. No alcanzo a definir mejor esos momentos porque no tienen definición: diré que la cascada sensitiva compuesta por la lectura y la comida simplemente eliminaba el marco, no había otra cosa como no estuviese asociada a esta apoteosis simultánea en la que a veces un elemento se distinguía ligeramente del otro, pero sin apartarse de la unidad, como es la relación que hay entre un ritmo y una melodía.
Pasaba, acaso, que el paladeo de un sorbo de vino, o de las materias superpuestas en escalón de la milanesa napolitana, se impusiera en un comentario mental de aprobación y hasta de extremo alborozo, dentro de un principio de casi mareo, de cuerpo aligerado en la silla y entre las ropas, cual si estuviera a punto de volar y el secreto consistiera en no hacerlo, en poder y no usar este poder a manera de broma, de silenciosa ironía gastada a costa de los demás comensales. O si no, era el texto el que conquistaba el punto más alto de atención. Se trataba de un interés cuya fuerza me parece inexplicable. No dependía de una naturaleza exclusivamente intelectual, no era tampoco el motivo de una demanda de información (yo podía encontrar en muchos lugares los datos que me proporcionaba El Gráfico). El objeto de la revista jamás cambiaba: me imagino ahora con ella entre las manos y tal vez lo más elemental sea el mejor principio: consistía en una representación a modo de relato y comentario —crónica, biografía, hasta cierto meta-lenguaje— del desarrollo de los juegos deportivos.
Es notable que todo protagonista comprendido en aquella forma entrara en el arquetipo de héroe, aunque después se desglosara en clases: héroes mayores y menores, antihéroes, villanos, individuos laboriosos o mágicos, tristes o alegres, discretos o estentóreos, ganadores o perdedores. De esta dialéctica y sus matizadas variantes se componía el drama que se iba contando. Cuando se abordaban las biografías, la intención era mostrar a los héroes como seres humanos comunes, pero con la finalidad de resaltar entonces aún más sus hazañas. Las únicas novedades en El Gráfico nacían del registro esponjoso de los juegos; cuando Dante Panzeri lo orientó con buen criterio hacia un criticismo moral y estructural sobre las condiciones que los producían, terminó sin lectores, había alterado una esencia. El mito resultaba efímero y constante a la vez, y desplazaba toda otra historia que no fuese la historia cerrada que él iba conteniendo, hecha de campeonatos, torneos, ciclos temporales absolutos y paralelos a la vida.
Desde muy chico conocí el magnetismo de la revista. Tío Aníbal había ganado una carrera en 1948 que atravesó por etapas casi todo el continente. Mi padre guardaba en un cajón los ejemplares de esa época, y yo un día logré sortear sus prohibiciones y los tuve en mis manos. Fue como encontrar un libro de cuentos. Era El Gráfico, debo aclarar, diverso al de mis banquetes. No estoy en situación de precisar los detalles pero existía en los '40, o por lo menos así lo quiere mi memoria, una organización más transparente de los signos. En el orden que vinculaba fotos y texto se adivinaba una concepción donde siempre las primeras ilustraban las notas. Con los años esa forma se hizo distinta: entró en las páginas un concepto de espectáculo, de que éste es inmanente al mensaje. A través de gamas de colores —algunos muy vivos—, de combinaciones gráficas en que las fotos y los títulos componen, junto al texto, un solo signo dinámico y pensado para atraer hipnóticamente al ojo, de rupturas de planas y avisos de publicidad sutilmente incorporados al hecho periodístico, de una escritura codificada por normas, se proyecta una voluntad de abrumar al lector con estímulos. El Gráfico de mi infancia era más neutro, quizás todos los mensajes sociales fueran entonces más inocentes. Uno descubría sin tanta maraña las imágenes, en ocasiones remarcadas de los bordes hacia afuera por una delicada línea de tinta roja o negra. Se me ocurre que eran representaciones sinceras del mito, aunque nada tenga que ver aquí la moral. El cabezazo en palomita de José Manuel Moreno, el dolor de Tucho Méndez cuando un carioca lo quebró en River, la pegada noqueadora de Pascualito Pérez ante un azorado japonés y, sobre todo, el lirismo que oscilaba del sepia a tonos de diluidos contrastes en los autos del Turismo de Carretera, con sus misteriosas colas de lona y capots hebillados, apartados del globo del tiempo por los fotógrafos mientras transitaban en las rectas y los caminos de cornisa, lívidos por la envoltura del polvo y una brumosa madrugada. Hoy me resultan imágenes de una llaneza que convocaba algo eterno, o bien quizás sea mi mirada la que sigue cubierta por la infancia en que yo las descubrí. Y los reportajes de Borocotó, Dante Panzeri, Frascara siguiendo a las caravanas de ciclistas, a los atletas en las olimpíadas, a los pilotos en Le Mans, Silverstone o Bari, contenían aguafuertes, en ocasiones pequeñas novelas abiertas a lo entrañable como después fueron para mí los anaqueles de una librería de viejo. Eran páginas que se integraban a una demanda de realidad, creo que de realidad maravillosa. No hay narración sin un efecto de vacío, de que algo falta entre las cosas y tal incertidumbre será colmada por un tiempo que inauguran, mediante infinidad de fórmulas, tres palabras mágicas: había una vez. Tampoco la hay sin credulidad: ya sea que represente a la ficción o a la historia — la cual nunca deja de ser ficción— nosotros depositamos una dosis de fe en lo narrado, que en tanto materia de lenguaje es y será real. ¿Cómo Caballo Loco aniquiló a Custer? ¿Cómo Oscar Gálvez ganó en Palermo y Robin Hood escapó a los bosques de Sherwood? ¿Cómo eran ciertos los goles de Picot y Benavídez narrados en la radio por Veiga o Fioravanti? ¿Por qué Errol Flynn pasó a ser eternamente el Capitán Blood, y Alan Ladd la sombra en fuga de Shane? Es una fe única, irreductible; dentro del abismo que salta esa masa de lenguajes y nuestra voluntad de aceptarlos se impone la ligadura simbólica. Desde entonces nuestra vida transcurre en un ramificado bosque de símbolos. Yo aprecio esta condición y compruebo que con las experiencias que fundaron en nosotros el proceso del relato, se extiende un vínculo de amor copioso como el pastel de chocolate. Al mismo tiempo uno sabe, aunque no sea "verdad", que tales historias las conocimos no ya en las convalecencias del invierno, en la primera página leída de corrido o en el cuento susurrado al pie de la cama por la madre o por la abuela, sino en una esfera anterior al nacimiento, y que por ella nacimos hace cientos de siglos, en un escenario de telón blancuzco donde todos nuestros héroes ya vivían y nos hacían compartir la eternidad, en el que reinaba una tramoya de dicha. Luego Dios organizaría la primera narración triste de la niñez. Recuerdo algunas viejas tapas de El Gráfico, una en particular: era el rostro de Eusebio Marcilla ocupando toda la superficie mientras asomaba por la ventanilla de su Chevrolet azul; el logotipo de la revista se estiraba superpuesto al listón de la puerta del auto. Se veía debajo un pedazo del volante marrón, la curva inclinada del parabrisas y luego la zona superior del número. Yo imaginaba que la butaca, el piso, los instrumentos detrás de la cara sonriente y discreta del "caballero del camino", eran fragmentos de una casa en miniatura. Luego las tapas perdieron esa jerarquía mítica, las llenaron de avisos y de fotos en acción. Es decir, ya son parte de la noticia, del dinamismo hipnótico del medio y de la época, abandonaron la posibilidad de abstraer a los héroes por encima del acontecer. Sin duda, los periodistas de antaño trabajaban mejor la trivialidad.
Hay quienes opinan que el relato se constituye en oposición a la muerte; quizás sea cierto pero yo creo en algo mucho más simple: el relato, a mi modo de ver, se opone a la intemperie, al frío, la soledad y la noche. Me parece impensable sin un espacio tibio, sin una metáfora del calor del fuego y un recogimiento expectante que reúne al narrador y a los escuchas, o sus símiles culturales: el libro, el lector y la lámpara, para que nazca entre las paredes de la habitación un teatro celestial tallado en zafiro. De este modo el relato nos ayuda a creer en el mundo, a amar el mundo. Por eso me veo en la cocina de la casa paterna, cobijado del granizo invernal, con mi madre y los abuelos sentados ante la mesa mayor, con la radio encendida, y yo ante una mesa pequeña, redonda, copiando figuras en papel canson. Un placer implícito, y entonces seguro como un filo, me llevaba a detener la punta del lápiz —la minucia del grafismo— en los detalles del modelo: los escudos vikingos rodeando la cubierta de los barcos de Thule; el empedrado de un callejón en Londres; la morada de la familia Conejola, en forma de barril y con cortinas de volados. Y además Tex de la Policía montada, el León de Francia, Paul Temple, Fangio, la trompa del Gordini de Maurice Trintignant. Dibujaba todo eso con lentitud y me preocupaba por que las figuras fueran tan verosímiles como mis originales, sacados de El Tony, El Gráfico o la Colección Vigil. A la vez que leía y jugaba, que empezaba a escribir, mi mano ensayaba el trazo, copiaba y trataba de interpretar el ritmo interior de la línea. Los signos me tomaban con amabilidad y poder, igual que un abanico; y yo los buscaba con paciencia y concentración. Sacaba punta al lápiz; el sacapuntas era una pequeña herradura cromada a la que se adhería una cuchilla filosa e inmóvil. Pienso que de cada detalle de los dibujos que iba consiguiendo, como los que más tarde leería del tocador de Amalia o el vestido de Odette, se desprendía un efecto de realidad doblada: era el milagro de la representación, pero sobre todo un fenómeno más asombroso: vivía el instante en que se capta el signo, en que uno sabe algo que no conocía antes y un lenguaje significa ese saber como los pies de una bailarina, tiempo irreductible al estado anterior porque el salto es tan secreto como el primer equilibrio sobre los pedales de una bicicleta, cuando nuestro cuerpo se convierte en velocidad, volumen y espacio llevándonos en alas del aire. Sin comprenderlo —sin que todavía lo comprenda— yo había entrado a la situación de relato, era un operador de historias y mi vida empezaba a convertirse en lenguaje, en manía poética.
Ocurrieron distintas circunstancias respecto a mis lecturas de El Gráfico. Estuvo la época en que vi los ejemplares que eran un tesoro familiar; luego los que le sacaba a mi padre cuando él ocasionalmente traía alguno a casa; más tarde el período en que yo mismo compraba la revista. Durante mi época de universitario dejé de leerla, desapareció de mis preocupaciones; pero fui regresando a ella, en especial desde que ingresé al oficio: en la redacción del diario esperábamos que llegara turnándonos para llevarla, como si fuera pan caliente. Con naturalidad nunca dejo de detenerme cuando cruzo por los puestos de periódicos; rastreo una foto, una portada, los titulares, y me permito la sorpresa ante ese fugaz mosaico multicolor. Me gusta hacerlo. Por ese collage escucho el ruido proteico de los días y a veces creo que hay en ello una intención segunda: la de restituir un paisaje de signos, que pueda yo encontrar El Gráfico y entrar a un restaurante, comer y aproximar la letra junto con los alimentos al calor del cuerpo. Como si todo consistiera en envolverme en jugos y palabra.

Fuente:
Marimón, Antonio (1988): El antiguo alimento de los héroes, Buenos Aires, Puntosur, pp. 114-121.

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