Ante las imágenes que ve en el espejo, la muchacha también siente el placer de un operador de cine, pero además sabe lo que él no puede saber: que dentro de sí misma, debajo de la superficie soignée, de hermosa tela y células muertas, ella es corrupción y cenizas; pertenece, cruelmente, de un modo que ninguno de ellos puede imaginarse, al Horno..., al Der Kinderofen, al Horno de los Niños... Recuerda ahora los dientes de él, largos, terribles, manchados de lustrosa podredumbre marrón, mientras dice esas palabras en alemán..., los dientes del capitán Blicero, la ristra de hendeduras manchadas que, en su respiración nocturna —ella también lo recuerda—, en el oscuro horno de sí mismo, siempre dejan oír el murmullo de la podredumbre... Ahora ella recuerda sus dientes más que cualquier otro rasgo, aquellos dientes que se beneficiaron tan directamente del Horno: de lo que se planea para ella y para Gottfried. Él nunca lo mencionó de forma clara como una amenaza ni se dirigió directamente a ninguno de ellos, sino que lo hizo a través de los entrenados muslos de raso de ella, o bajando a lo largo del dócil espinazo de Gottfried («el Eje Roma-Berlín», lo llamó la noche en que estuvo el italiano, cuando todos se hallaban en la cama redonda, el capitán Blicero enchufado en el agujero del culo levantado de Gottfried y recibiendo, al mismo tiempo, al italiano en su bonita boca), Katje sólo pasiva, atada y amordazada, con sus pestañas postizas, sirviendo aquella noche de almohada humana a los rizos perfumados y canosos del italiano..., cada palabra una flor cerrada, susceptible de exfoliación y de revelación infinita (ella piensa en una función matemática que se expandirá para ella como un capullo al abrirse, en una serie de potencias sin término general, progresando infinitamente, oscuramente, aunque jamás del todo por sorpresa)..., su frase “Padre Ignacio”, exponiéndose al inquisidor español, sotana negra, morena nariz maliciosa, el asfixiante olor a incienso + confesor/verdugo + Katje y Gottfried, ambos arrodillados, el uno al lado del otro ante un oscuro confesonario + niños del viejo Marchen, el cuento alemán, arrodillados, rodillas frías y doloridas, delante del Horno, susurrándole secretos que no pueden contar a nadie más + paranoia de brujo del capitán Blicero, sospechando de ambos, de Katje a pesar de sus credenciales satisfactorias + el Horno como oyente/vengador + Katje arrodillada ante Blicero en un esfuerzo supremo, terciopelo negro y tacones altos, su pene aplastado, invisible bajo un suspensorio de cuero color carne sobre el que lleva un piloso pubis y una vagina de piel de marta cebellina falsos, ambos hechos a mano por la famosa Madame Ophir, los simulados labios y el clítoris púrpura brillante modelados —Madame ha sido mezquina, pretextando escasez—, caucho sintético y Mipolam, el nuevo cloruro polivinílico..., diminutas hojas de acero inoxidable se erizan desde la rosada humedad casi natural, centenares de éstas, contra las que Katje, de rodillas, está obligada a cortarse en los labios y la lengua, para luego besar, esparciendo residuos sanguinolentos, el dorado trasero de su «hermano» Gottfried. Hermano en el juego, en la esclavitud... Ella nunca lo había visto antes de ir a la casa requisada cercana a la zona de lanzamiento de cohetes, oculta en el bosque y parque natural de esta ordenada franja de pequeñas granjas y fincas que sale hacia el este desde la ciudad real, entre dos extensiones de pólder, hacia Wassenaar; pero el rostro del chico, esa primera vez, visto bajo la luz del sol otoñal a través de la gran ventana occidental del salón, arrodillado, desnudo con excepción de un collar tachonado de perro, masturbándose metronómicamente según las órdenes gritadas por el capitán Blicero, toda su delicada piel manchada por la luz de una tarde de color naranja sintético, tono que ella nunca había asociado con la epidermis, su pene hecho un monolito de sangre, cuyo glande, pegajosamente jadeante, resulta audible en el alfombrado silencio, su rostro levantado a veces, más que hacia alguno de ellos, hacia algo que parece ver en el techo, o en el cielo que en su visión pueden representar los techos, aunque, al parecer, permanece la mayor parte del tiempo con los ojos bajos, con su rostro que se vuelve tenso y se endurece, que viene hacia ella, que al llegar tan cerca de lo que la muchacha ha visto durante toda su vida en los espejos, su propia mirada estudiada de modelo, le hace contener la respiración, le hace sentir por un momento la acelerada percusión de su corazón, antes de volver exactamente esa mirada hacia Blicero. Éste queda encantado.— Quizá te corto el pelo —dice Blicero a Katje, sonriendo—, o quizás hago que él se lo deje crecer.La humillación sería buena para el muchacho, cada mañana, en los cuarteles, formando con los de su batería cerca de la plataforma de lanzamiento 3, para ese chico que fracasó una y otra vez en las inspecciones pese a estar protegido de la disciplina del ejército por su capitán. En cambio, entre los lanzamientos de día o de noche, falto de sueño, a horas intempestivas, sufría los sádicos castigos del capitán. ¿Pero llegó Blicero a cortarle el pelo a ella? Ahora la muchacha no puede recordarlo. Sabe que, una o dos veces, se puso los uniformes de Gottfried (recogiéndose el pelo hacia arriba, sí, dentro de la gorra de visera, y que pasó fácilmente por su doble, que se hospedó esas noches «en la jaula», tal como ordenaban las reglas de Blicero, mientras que Gottfried tenía que ponerse las medias de seda de ella, su delantal de encaje y su cofia, todo su raso y su organdí con lazos). Pero, después, el chico tenía que regresar a la jaula. Así era la cosa. El capitán de ambos no se permitía dudar de cuál, hermano o hermana, era en verdad criada y cuál ganso de engorde.¿Hasta qué punto seguía ella seriamente el juego? En un país conquistado, el propio país ocupado, es mejor, creía ella, adaptarse a una versión formal, racionalizada, de lo que ocurría en el exterior sin forma ni límite razonable durante el día o la noche, como las ejecuciones sumarias, las palizas, los subterfugios, la paranoia, la vergüenza... Aunque nunca se había hablado abiertamente del tema entre ellos, parecía que Katje, Gottfried y el capitán Blicero estaban de acuerdo en que vivir esta antigua narración septentrional (Hänsel y Gretel), que todos conocen y en la que se encuentran a sus anchas —los niños extraviados, la bruja de la casa comestible, el cautiverio, el engorde, el Horno—, sería su rutina protectora, su refugio contra lo que, en el exterior, ninguno de ellos podía soportar: la Guerra, la ley absoluta de la casualidad, su lamentable contingencia en aquel lugar, en medio de ella...
Pynchon, Thomas (2002[1973]): El arco iris de gravedad, Barcelona, Tusquets, pp. 148-150.
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