Hace unas semanas buscando otros textos en la reciente publicación subida por AHIRA, El Ciudadano, que salió entre 1988 y 1989, me topé con esta lectura de Chitarroni de la traducción del poeta Girri de The Waste Land, de Eliot.
Me gustó bastante. Por un lado, porque habla más sobre Eliot y sus lecturas y su importancia en la poesía moderna que sobre La tierra yerma de Girri (lo que me produjo algo de gracia); por otro lado, porque me parece un texto ágil, erudito y a la vez menos críptico que otros textos a los que Chitarroni nos tenía acostumbrados.
Vaya pues este artículo perdido para quien quiera leerlo. ¡Salú!
El uso de la traducción
Escribe Luis Chitarroni
En su versión de La tierra yerma, de T. S. Eliot, Alberto Girri ha rescatado la unidad crucial del poema, ausente en otras ediciones
Según el crítico Hugh Kenner, el punto de partida de La tierra yerma, aparte de From Ritual to Romance, de la antropóloga Jessie Weston, fue un libro que le enviaron a Eliot para reseñar en el Times Literary Supplement: The Poetry of John Dryden, de Mark Van Doren. De acuerdo con este preciso informe, que parece acentuar ya inútilmente el carácter de centón de La tierra yerma, el poema Annus Mirabilis de Dryden —que establece un paralelismo entre la Roma de Ovidio y la ciudad de Londres dos décadas después de la Restauración— proporciona tal vez el modelo inicial para esas ideas que Eliot tenía en la cabeza y que empieza a esbozar en 1921 en Lausana, “ese alicaído agujero entre montañas”.
Pero la información ofrece un mínimo de interés. Con sólo atisbar Annus Mirabilis cualquier lector advierte algo que de todos modos habría advertido: de qué modo Eliot se valía de la tradición para encarar su trabajo poético, Annus Mirabilis está escrito con pulcras y conclusivas antífrasis en un inglés marcial y latinizante, rimado a partir del esquema abab (tan perdurable en los oídos ingleses gracias a la Elegy in a Country Churchyard de Gray), y perfecciona hasta el tedio la prudente analogía antedicha. De modo que su lectura sólo pudo ofrecer un débil impulso (aunque tal vez fuera el que Eliot necesitaba) para la ejecución de The Waste Land.
Cuando calló su mención en las notas que acompañan al poema, Eliot debió prever con singular preciencia esa ventaja. En términos de traducción en la propia lengua, podríamos decir que la relación entre el modelo y la versión tal vez se inscriba en esa categoría de “calculado fracaso” de la que habla Steiner en Después de Babel. “El poema moderno —escribe Steiner— es por definición una contemplación activa de la imposibilidad total o casi total de un nacimiento ‘al ser’. La poesía del modernismo consiste en organizar los escombros: nos lleva a contemplar, a oír el poema que pudo haber sido, el poema que será cuando el mundo sea hecho de nuevo, si es que llega a serlo”. El modelo, por lo tanto, consigna una serie de direcciones que el traductor posterior conduce hacia desenlaces diferentes. Entre uno y otro, el vertiginoso desafuero de la versión coloca también los silencios distanciados que permiten habituarnos a la precedencia de una voz y al orden que, en rigor de esa precedencia, el eco impone.
Hoy, el mundo y la literatura pueden parecernos imposibles sin el verso que designa a abril como el mes más cruel, pero acaso sólo se trate de una superstición creada por el gran arte. Del mismo modo que el talante de Eliot nos persuade cuando en su ensayo sobre Alighieri discute la validez de las aserciones rotundas en poesía —justificando “la sua voluntad de è nostra pace” (su voluntad es nuestra paz) de Dante y “Ripeness is all” (la madurez es todo) de Shakespeare, y descalificando “Beauty is truth, truth is beauty” (la belleza es verdad; la verdad, belleza) de Keats, su inscripción en un sistema clásico hace invulnerable la indiscreta voluntad asertiva que atribuye un adjetivo moral a una puntualidad calendaria.
Eso, sin tener en cuenta la maledicencia de quienes hacen recaer sobre el poeta de St. Louis y su mentor de Idaho, el señor Pound, una campaña de proselitismo nefasta para la modernidad (alguien la definió, parafraseando a Shakespeare, como “a tale, told by und eliot, full of pound and fury, signifying nothing”), puede deberse a que el siglo, imperceptiblemente. se ha eliotizado. La importancia de La tierra yerma para el lector contemporáneo es fundamental, y su influencia en la poesía escrita en castellano, en poetas tan diferentes como el propio Girri, Basilio Uribe y Leónidas Lamborghini, por ejemplo, merece atención.
Octavio Paz, cuyo conocimiento de la poesía angloamericana resulta siempre revelador, opina que no hay un solo Eliot: “A mí me interesa más el segundo Eliot que los otros. Porque hay tres Eliot: el primer Eliot, todavía muy influido por algunos simbolistas franceses, sobre todo por Laforgue; después viene el gran período, que culmina con The Waste Land; y después viene el tercer Eliot. que se vuelve hacia el anglicanismo en religión. Es ‘el que menos me interesa’”, ha dicho. Con cautela, creo que deberíamos disentir. El poeta que escribe en un francés frivolo “Mélange adultére de tour” no desmiente a la voz apodíctica y dispersa de La tierra yerma ni al sedentario compositor de los Cuatro cuartetos: lo completa. En Eliot, la calidad clásica aparece aboliendo casi al sujeto para consagrar a la obra en razón de un cumplimiento que tiene que ver tanto con la relación que el poeta entabla con los precursores (parecida a la que Borges ejemplifica en su ensayo sobre Kafka) como con esa condición que Eliot tanto valoraba: la impersonalidad. El esbelto volumen de sus poemas completos no tiene muchas más que doscientas páginas. Esa economía que en otros podría considerarse exigüidad, produce en su caso un esforzado valor sustantivo: concentración.
La traducción de Alberto Girri de The Waste Land es un acontecimiento importante en este reino del desinterés que parece banalizarlo todo. El ajustado tono con que Girri ha trabajado apunta también a otorgar la significativa atención que se merece la unidad crucial del poema de Eliot. Puesto que Eliot descartó para su poema los dos elementos unificadores que podrían haberlo beneficiado superficialmente —contar un solo relato y encontrar una pauta métrica para todo el poema—, hay que considerar esta aclaración que Girri incluye en su nota introductoria: “La voz del poema es siempre, la del Rey Pescador, arquetipo de todos los personajes, cada cual confundiéndose con el que sigue, cada cual en el brete de una experiencia negativa comparable”.
Las traducciones anteriores de The Waste Land (al menos las que conozco) no habían reparado en esa unidad. Son tres, de las cuales se han consultado sólo dos: la de Ángel Flores (La tierra baldía y otros poemas, Emecé, 1954) y la de Agustí Batrá (Antología de la poesía norteamericana, UNAM, Nuestros Clásicos, 1972). La tercera es de José Ma. Valverde para Alianza Editorial. Refiriéndose a estas o a otras, Girri ha dicho en un reportaje: “...acabo de terminar la versión con notas de The Waste Land, que en la Argentina no se había hecho sino parcialmente y en otros países de habla hispana, criminalmente”. Si bien ni la versión de Flores ni la de Batrá (vaya a saber uno qué ocurre con la de Valverde) pueden compararse con la suya, el adverbio final parece un poco exagerado. Algunos botones de muestra. Girri traduce con estricta literalidad y gusto el pasaje inicial de “A Game of Chess” (Una partida de ajedrez), encuentra en español algo así como una tesitura casi equivalente a la que le permite a Eliot intercalar sin incomodidad un verso de Shakespeare en el pasaje de Madame Sosostris (“Those are pearls that were his eyes” / “perlas son éstas que fueron sus ojos”). En “The Fire Sermon” (El sermón del fuego), donde Flores encuentra “perezosos empleados municipales” y Batrá “indolentes herederos de los potentados”, Girri opta por una modesta sensatez: “ociosos herederos de los directivos de la City” (“loitering heirs of city directors”). Esa ahogada virtud deja oír de verdad el poema de Eliot a los lectores argentinos, si bien se podría también, en aras de la contextualidad, insinuar un reproche a la elección de “yerma” por “waste”. Cierto que “yerma” es más exacta, pero “baldía” está indestructiblemente ligada a nuestra memoria, con su énfasis innecesario y su vocación de potrero.
La tierra yerma (The Waste Land), de T. S. Eliot. Edición bilingüe, versión y notas de Alberto Girri. Buenos Aires, Fraterna, 1988. 72 páginas.
Fuente: El Ciudadano, n. 20, 07/03/1989, Buenos Aires, p. 26.

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