Hace un tiempo atrás, en los encuentros de Pan y circo, dedicados a la obra del platense Gabriel Báñez, un amigo de esta casa, su eminencia el Sr. José Retik, nos compartió un prólogo. Se trataba de las palabras preliminares de Báñez al libro del poeta Osvaldo Ballina, Ceremonia diurna, publicado en 1983 por la editorial Ramos Americana editora.
Me entusiasma la intimidad y el humor, la ironía y la atención a las palabras, Báñez siempre me deleita. Además en las líneas que digitalizo más abajo, el novelista deja asentados algunas notas sobre el proceso de creación de Góndolas, un texto inolvidable, pretexto de Hacer el odio (aunque se publicó después) y probablemente más arriesgado, más atrevido, muchísimo más gracioso.
Si no saben nada de nada sobre tal autor, recomiendo esta nota comprometida y lúcida de Ana Regina publicada en la revista Bache.
Van pues estos párrafos de puño y letra del gran francotirador de la literatura argentina, Gabriel Báñez.
Prólogo a Ceremonia diurna, de Osvaldo Ballina (Gabriel Báñez)
Cuando conocí a Ballina ocurrió una circunstancia doblemente interesante: él se aprestaba a partir por segunda o tercera vez a Europa y yo, más modestamente, iniciaba un texto de características eróticas o pornográficas, no lo sé. Ambos iniciábamos un viaje.
Cuando él regresó, nuestro reencuentro fue tan casual como las licencias que de tan en tanto, ese relato había ido otorgándome. Así nos vimos una mañana de lunes en la estación terminal de ómnibus de la ciudad: él todavía deslumbrado por el sol veneciano y sus mareas de luz; yo, es verdad, bastante más opaco por las derivaciones de un texto que no alcanzaba a definir y que, casualmente, se titulaba Góndolas. Ballina, en cambio, tenía la luz en el cuerpo y sus únicas relaciones, hasta ese mañana de marzo, continuaban el designio de una vía romana, alguna inexpugnable puesta de sol mediterránea o las penumbrosas lápidas con que transitoriamente se había fotografiado junto a quienes decimos celebridad.
Fue así como en el micro me enteré de las imágenes del cementerio que guardaba los restos de Pound y del cuidador que, ignorante, posaba junto a la lápida, Más tarde, no en ese viaje sino en posteriores, me enteraría de otras cosas más trascendentes de la vida de Ballina: por ejemplo, de la penitente conversación que había mantenido con Eugenio Montale y hasta del café que recordaba las eclosiones de Ernest Hemingway cada vez que, de paso, invitaba a los parroquianos con algunas copas. Me hablaría asimismo de otros muertos ilustres y juntos celebraríamos la impunidad de ciertas frases y la declinación de algunos verbos. Pero, en fin, esa mañana de abril el verbo de Ballina era el también penitente volver.
Recuerdo que había un sol tibio y que durante el trayecto —ambos íbamos a nuestros trabajos en la Capital
Federal— Ballina consagró todo su esfuerzo a ese infinitivo, volver. Por mi parte ninguna conjugación me parecía útil. Menos la que hablaba de cosas tan incomprensibles como un carnaval veneciano, una pareja de gays paseándose sin obscenidad por no sé dónde o una manifestación a favor del aborto organizada por no sé quiénes. Para mí, estábamos atravesando primero Berazategui, luego Quilmes o Ezpeleta, y finalmente Constitución. Además, estaba el sentimiento promiscuo de la guerra.
Luego, es cierto, vinieron la guerra y nuestros periódicos encuentros en el tren rápido de las 19.50 que nos regresaba a la ciudad, a veces con demora y otras no. Ese mes, si mal no recuerdo, sucedieron otras cosas importantes: yo le conté de Góndolas, de algunos pasajes inciertos que aún continúan emocionándome y poco o casi nada de mi mujer e hijos. Eso consolidó nuestra amistad y Ballina, a cambio, continuó mostrándome Venecia por las ventanillas.
Alguna vez le he dicho que viajar juntos poco más de una hora diaria ya es compartir la vida. Aunque no nos une la literatura, jamás hemos hablado de ella porque creo que muy en el fondo ambos nos respetamos, en más de una ocasión he leído sus poemas y he participado con algún punto o alguna cesura. Es un privilegio que me ha llenado de orgullo y de felicidad, máxime porque Ballina es de esos seres que rara vez se dan, o casi nunca en calidad de poetas.
Ha tenido la virtud de jamás mostrarse como tal, sino como un hombre de este mundo que escribe. Me ha enseñado que todavía se puede beber un vaso de vino sin más excusas que la simple necesidad; me ha mostrado que no es necesario pelearse por los lugares que van detrás de la coma porque eso es vano. Ignoro si su poesía tiene algún sentido.
Creo más bien que no. El asunto de sus libros es el mundo, en esto parece inobjetable. Alguna vez lo hablamos, posiblemente a la altura de Ringuelet, y estuvimos de acuerdo en que ése era el tema de todos los libros de este mundo. Lo es entonces, y por suerte, nada original lo suyo; y si tiene algún mérito, eso ha de decidirlo con los años Sebastián, que es su hijo. El público, todos los lectores al fin y al cabo, es pura nada.
De todas estas cosas hablamos en el tren de las 19.50. También fumamos, o leemos el mismo diario que se edita todos los días, o buscamos alguna referencia deambulando por el pasillo. A veces, claro, nos desencontramos y pensamos en el otro con cierto afecto. Así pues, hemos colaborado en un afecto con cosas muy llanas. Todas estas cosas están relatadas en su poesía, que es de lo más descifrable que se pueda concebir. Se la puede leer bajo el sol, se puede con ella jugar tiernamente porque aún es virgen y siempre quedan resquicios y, sin duda, puede uno creer que está puesta allí para algo.
Muchas circunstancias han pasado desde que conocí a Ballina. Por lo pronto, han habido en el país suficientes exilios internos. Los vaciamientos económicos se suceden y la desesperanza de fin de mes continúa inalterable. Muchas cosas. La defunción cívica de numerosos argentinos prosigue y también prosigue la sujeción moral de un pueblo. Habrá, claro, más de un infinitivo que diga volver cuando todavía nadie ha partido. Es raro, pero es así: en el tren de las 19.50, en el último vagón, alguien sin embargo todavía revisa originales, busca melancólico algunas palabras y espera crédulamente el paso del inspector para que le perfore el abono en señal de estar vivo.
Es raro pero es así.