miércoles, octubre 29, 2008

Ovejita carneada por el aire

“Pero pelear, pelear, en realidad, nadie sabía. El Ejército toma soldados buenos, les enseña más o menos a tirar, a correr, a limpiar el equipo, y con suerte les enseña a cla­var bien la bayoneta, y viene la guerra y te enterás de que se pelea de noche, con radios, radar, miras infrarrojas y en el oscuro y que lo único que vos sabés hacer bien, que es correr, no se puede llevar a la práctica porque atrás tuyo, los de tu propio regimiento habían estado colocando minas a medida que avanzabas. Y las minas son lo peor que hay.

Va la oveja. Olfatea nerviosa. Siente que hay un cristiano cerca. Se hace la idea: "Éste me garcha, me pela la lana o me degüella para comer". Tiene miedo. Se hace la distraí­da. Camina despacito para el lado donde va el viento... Muerde uno o dos pastitos para disimular, para que no la noten yéndose. Pone el hocico contra el viento. Olisquea. A cien metros, antes de oscurecer, el humano la nota que está oliendo. Come ella dos o tres yuyos más y sigue toda disimulo hasta que de repente calcula que ya tiene distan­cia y se larga a correr.
Allí en las islas, las ovejas corren más que los perros y dan saltos. Saltan un alambrado así como así, ¡plac! Suben en el aire y saltan. Y el humano, de lejos, mira la oveja y piensa: "¡Qué animal más boludo: lo único que sabe es ra­jar!". Y la sigue mirando un rato, por mirar algo, a falta de otro entretenimiento mientras espera que se haga oscuro para volver al refugio y de repente el fogonazo: ¡Pac! Suce­dió que abajo de la oveja había una mina y al rozarla ella se hizo como si el sol saliera, una luz fuertísima. En ese mo­mento se la ve completa todavía en el aire, a la oveja. En el aire encoge las patas, levanta la cabeza y mira atrás retor­ciendo el cuello que se vuelve como de jirafa altanera y está volando alto en el aire ella y recién después revienta, justo cuando el humano escucha el ruido de la mina, esa explo­sión que la oveja bien debe haber oído primero. Recién en­tonces se empieza a deshacer la oveja: sigue la cabeza para un lado, una pata se va para el otro, un costillar con la lana chamuscada para el otro, y el lomo -la piel del lomo es lo que menos le quemó el fogonazo- queda liviana sin oveja, sigue flotando por el aire como un tapado sin dueño y tar­da bastante más en volver a tocar el suelo que los otros pe­dazos de la oveja carneada en seco por una mina.
Y las demás ovejas -si hay-, oyen, ven lo que le pasó a la amiga, y corren para otro lado, y en vez de quedarse quietas y separadas, ¡no!, se juntan y van en tropa todas corriendo. Y ése es su error, porque en cuanto se produce un nuevo fogonazo -que alguien pisó una mina- vuela ésa, se desarma como si fuera animal de juguete y después se re­volean las vecinas, de a diez, de a doce, y saltan sin desar­marse -porque estuvieron lejos del fogonazo- pero igual caen muertas, la trompa contra el suelo, después de haber tratado de remontar. Y el humano se acerca, con la bayo­neta en una mano y los ojos clavados en la tierra para ver si no hay minas, pues va a cargarse alguna, o a carnear a una entera, para quitarle lo mejor -trabajo difícil- y las en­cuentra muertas y calentitas por dentro del calor de su pro­pia sangre y calientes de afuera, por el fogonazo y la cha­musquina de la explosión.
El olor a oveja reventada por una mina es parecido al olor de cristiano reventado por una mina: olor a matadero cuando se carnean animales y llegan los peones que les tra­bajan en el vientre para hacer achuras.

Lo mismo: vienen los helicópteros, no se piensa en correr. Primero porque se nota que te alcanzan, de rápidos que son. Después, porque corriendo se hace fácil pisotear una mina y volar ovejita carneada por el aire. Tercero -causa principal- por lo tan feo del ruido y el olor. El olor ahoga; el ruido paraliza. Vienen volando bajo, atacan en montón: cincuenta, sesenta, cien y hasta más helicópteros se han vis­to juntos en el ataque. Llegan echando viento para abajo. ¿Y qué es esto tan hermoso? Esto, tan lindo, es: ¡el escape! La primera impresión del escape es buenísima, porque baja caliente. El viento bárbaro y caliente batido por las hélices pega en el suelo y rebota del suelo y entra por las costuras de las ropas, por las bocamangas de los gabanes y por los pantalones y circula y calienta todo. Es alegría el viento re­calentado de los helicópteros encima. Pero después, cuan­do tratan de respirar, se les termina la alegría: respiran y entra el olor a querosén mal quemado de los motores, eso que ahoga. Entonces quisieran que la nieve y el barro los chupen para siempre y quieren que vuelva el frío, el aire y lo mojado y que se vaya para siempre el olor a helicóptero.
Pero lo peor, y lo que quita definitivamente las ganas de correr, y hasta las de vivir, son los tipos: los tipos se asoman por una puerta grande del helicóptero, miran el terreno, lo eligen y tiran su cintita que cae como una serpentina a la tierra. Por ella, que parece que se fuera a cortar, bajan bri­tánicos -escots o wels- y ver el entusiasmo que traen quita las ganas de correr y pone en su lugar el arrepentimiento de haber nacido en el putísimo año mil nueve sesenta y dos. ¡Si mirando de arriba, antes de bajar, parece que fueran a tirarse en la pileta del club de contentos! Bajan gritando: el griterío tan fuerte tapa el ruido de los helicópteros -que es como de cien locomotoras- y ya bajando se les ven las ca­ras afeitadas, alegres, lisitas, y se les ven los dientes de Kolynos que tienen y se les ven los ojos todos de vidrio celestito que cuando miran al argentino parecen apoyarle cu­bitos de hielo encima del riñón.
Como si fueran a una fiesta bajan: se dan palmadas, riéndose; hacen flexiones en la cintita para caer con gracia como en un circo y cuando tocan el suelo -piedra, pasto, o restos de batalla, fierros fundidos o muertos negros- salen trotando. Si ven al argentino, lo miran y él no lo puede creer; miran a la cara, entornan los ojitos eléctricos y si no tiene armas largas, lo dejan donde está. Uno que otro lo relojea como calculándole el precio de la ropa, pero la ma­yoría hace no más que el gesto de lucir el estado atlético y nunca falta el hombre bajado de helicóptero que mira al ar­gentino de perfil y lo escupe y dice algo en británico que no se entiende, ni falta el que lo pisa. A veces pisa uno y todos se desvían para pasarle en orden por encima al caído y pa­san cinco, diez (hasta treinta pueden salir de un helicópte­ro) clavándole la bota, y el último lo esquiva, mirándolo con lástima y entonces el argentino entiende lo que debió sentir aquella oveja que se iba yendo por el campo con tan­to disimulo.
A los motores de helicópteros los británicos deben po­nerles esos escapes especiales para que hagan más ruido y asusten más. Y a los hombres de los helicópteros los man­dan con una o dos pastillas de pelear adentro y los eligen a propósito con caras de felices, ojos de hijos de puta y me­dio flacos y livianos para que no hagan mucho bulto en la cabina.
Cuando los que habían visto bajar a los hombres de he­licóptero supieron cuánto ganaban de sueldo -más que un general argentino, lo que es mucho decir- justificaron que se tirasen tan contentos por esa cinta fina que parece que en cualquier momento se les fuera a romper, pero les aguanta.”

Fogwill (2006 [1982]): Los pichiciegos: visiones de una batalla subterránea, Buenos Aires, Interzona, págs. 115-119.

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