“Pero pelear, pelear, en realidad, nadie sabía. El Ejército toma soldados buenos, les enseña más o menos a tirar, a correr, a limpiar el equipo, y con suerte les enseña a clavar bien la bayoneta, y viene la guerra y te enterás de que se pelea de noche, con radios, radar, miras infrarrojas y en el oscuro y que lo único que vos sabés hacer bien, que es correr, no se puede llevar a la práctica porque atrás tuyo, los de tu propio regimiento habían estado colocando minas a medida que avanzabas. Y las minas son lo peor que hay.
Va la oveja. Olfatea nerviosa. Siente que hay un cristiano cerca. Se hace la idea: "Éste me garcha, me pela la lana o me degüella para comer". Tiene miedo. Se hace la distraída. Camina despacito para el lado donde va el viento... Muerde uno o dos pastitos para disimular, para que no la noten yéndose. Pone el hocico contra el viento. Olisquea. A cien metros, antes de oscurecer, el humano la nota que está oliendo. Come ella dos o tres yuyos más y sigue toda disimulo hasta que de repente calcula que ya tiene distancia y se larga a correr.
Allí en las islas, las ovejas corren más que los perros y dan saltos. Saltan un alambrado así como así, ¡plac! Suben en el aire y saltan. Y el humano, de lejos, mira la oveja y piensa: "¡Qué animal más boludo: lo único que sabe es rajar!". Y la sigue mirando un rato, por mirar algo, a falta de otro entretenimiento mientras espera que se haga oscuro para volver al refugio y de repente el fogonazo: ¡Pac! Sucedió que abajo de la oveja había una mina y al rozarla ella se hizo como si el sol saliera, una luz fuertísima. En ese momento se la ve completa todavía en el aire, a la oveja. En el aire encoge las patas, levanta la cabeza y mira atrás retorciendo el cuello que se vuelve como de jirafa altanera y está volando alto en el aire ella y recién después revienta, justo cuando el humano escucha el ruido de la mina, esa explosión que la oveja bien debe haber oído primero. Recién entonces se empieza a deshacer la oveja: sigue la cabeza para un lado, una pata se va para el otro, un costillar con la lana chamuscada para el otro, y el lomo -la piel del lomo es lo que menos le quemó el fogonazo- queda liviana sin oveja, sigue flotando por el aire como un tapado sin dueño y tarda bastante más en volver a tocar el suelo que los otros pedazos de la oveja carneada en seco por una mina.
Y las demás ovejas -si hay-, oyen, ven lo que le pasó a la amiga, y corren para otro lado, y en vez de quedarse quietas y separadas, ¡no!, se juntan y van en tropa todas corriendo. Y ése es su error, porque en cuanto se produce un nuevo fogonazo -que alguien pisó una mina- vuela ésa, se desarma como si fuera animal de juguete y después se revolean las vecinas, de a diez, de a doce, y saltan sin desarmarse -porque estuvieron lejos del fogonazo- pero igual caen muertas, la trompa contra el suelo, después de haber tratado de remontar. Y el humano se acerca, con la bayoneta en una mano y los ojos clavados en la tierra para ver si no hay minas, pues va a cargarse alguna, o a carnear a una entera, para quitarle lo mejor -trabajo difícil- y las encuentra muertas y calentitas por dentro del calor de su propia sangre y calientes de afuera, por el fogonazo y la chamusquina de la explosión.
El olor a oveja reventada por una mina es parecido al olor de cristiano reventado por una mina: olor a matadero cuando se carnean animales y llegan los peones que les trabajan en el vientre para hacer achuras.
Lo mismo: vienen los helicópteros, no se piensa en correr. Primero porque se nota que te alcanzan, de rápidos que son. Después, porque corriendo se hace fácil pisotear una mina y volar ovejita carneada por el aire. Tercero -causa principal- por lo tan feo del ruido y el olor. El olor ahoga; el ruido paraliza. Vienen volando bajo, atacan en montón: cincuenta, sesenta, cien y hasta más helicópteros se han visto juntos en el ataque. Llegan echando viento para abajo. ¿Y qué es esto tan hermoso? Esto, tan lindo, es: ¡el escape! La primera impresión del escape es buenísima, porque baja caliente. El viento bárbaro y caliente batido por las hélices pega en el suelo y rebota del suelo y entra por las costuras de las ropas, por las bocamangas de los gabanes y por los pantalones y circula y calienta todo. Es alegría el viento recalentado de los helicópteros encima. Pero después, cuando tratan de respirar, se les termina la alegría: respiran y entra el olor a querosén mal quemado de los motores, eso que ahoga. Entonces quisieran que la nieve y el barro los chupen para siempre y quieren que vuelva el frío, el aire y lo mojado y que se vaya para siempre el olor a helicóptero.
Pero lo peor, y lo que quita definitivamente las ganas de correr, y hasta las de vivir, son los tipos: los tipos se asoman por una puerta grande del helicóptero, miran el terreno, lo eligen y tiran su cintita que cae como una serpentina a la tierra. Por ella, que parece que se fuera a cortar, bajan británicos -escots o wels- y ver el entusiasmo que traen quita las ganas de correr y pone en su lugar el arrepentimiento de haber nacido en el putísimo año mil nueve sesenta y dos. ¡Si mirando de arriba, antes de bajar, parece que fueran a tirarse en la pileta del club de contentos! Bajan gritando: el griterío tan fuerte tapa el ruido de los helicópteros -que es como de cien locomotoras- y ya bajando se les ven las caras afeitadas, alegres, lisitas, y se les ven los dientes de Kolynos que tienen y se les ven los ojos todos de vidrio celestito que cuando miran al argentino parecen apoyarle cubitos de hielo encima del riñón.
Como si fueran a una fiesta bajan: se dan palmadas, riéndose; hacen flexiones en la cintita para caer con gracia como en un circo y cuando tocan el suelo -piedra, pasto, o restos de batalla, fierros fundidos o muertos negros- salen trotando. Si ven al argentino, lo miran y él no lo puede creer; miran a la cara, entornan los ojitos eléctricos y si no tiene armas largas, lo dejan donde está. Uno que otro lo relojea como calculándole el precio de la ropa, pero la mayoría hace no más que el gesto de lucir el estado atlético y nunca falta el hombre bajado de helicóptero que mira al argentino de perfil y lo escupe y dice algo en británico que no se entiende, ni falta el que lo pisa. A veces pisa uno y todos se desvían para pasarle en orden por encima al caído y pasan cinco, diez (hasta treinta pueden salir de un helicóptero) clavándole la bota, y el último lo esquiva, mirándolo con lástima y entonces el argentino entiende lo que debió sentir aquella oveja que se iba yendo por el campo con tanto disimulo.
A los motores de helicópteros los británicos deben ponerles esos escapes especiales para que hagan más ruido y asusten más. Y a los hombres de los helicópteros los mandan con una o dos pastillas de pelear adentro y los eligen a propósito con caras de felices, ojos de hijos de puta y medio flacos y livianos para que no hagan mucho bulto en la cabina.
Cuando los que habían visto bajar a los hombres de helicóptero supieron cuánto ganaban de sueldo -más que un general argentino, lo que es mucho decir- justificaron que se tirasen tan contentos por esa cinta fina que parece que en cualquier momento se les fuera a romper, pero les aguanta.”
Va la oveja. Olfatea nerviosa. Siente que hay un cristiano cerca. Se hace la idea: "Éste me garcha, me pela la lana o me degüella para comer". Tiene miedo. Se hace la distraída. Camina despacito para el lado donde va el viento... Muerde uno o dos pastitos para disimular, para que no la noten yéndose. Pone el hocico contra el viento. Olisquea. A cien metros, antes de oscurecer, el humano la nota que está oliendo. Come ella dos o tres yuyos más y sigue toda disimulo hasta que de repente calcula que ya tiene distancia y se larga a correr.
Allí en las islas, las ovejas corren más que los perros y dan saltos. Saltan un alambrado así como así, ¡plac! Suben en el aire y saltan. Y el humano, de lejos, mira la oveja y piensa: "¡Qué animal más boludo: lo único que sabe es rajar!". Y la sigue mirando un rato, por mirar algo, a falta de otro entretenimiento mientras espera que se haga oscuro para volver al refugio y de repente el fogonazo: ¡Pac! Sucedió que abajo de la oveja había una mina y al rozarla ella se hizo como si el sol saliera, una luz fuertísima. En ese momento se la ve completa todavía en el aire, a la oveja. En el aire encoge las patas, levanta la cabeza y mira atrás retorciendo el cuello que se vuelve como de jirafa altanera y está volando alto en el aire ella y recién después revienta, justo cuando el humano escucha el ruido de la mina, esa explosión que la oveja bien debe haber oído primero. Recién entonces se empieza a deshacer la oveja: sigue la cabeza para un lado, una pata se va para el otro, un costillar con la lana chamuscada para el otro, y el lomo -la piel del lomo es lo que menos le quemó el fogonazo- queda liviana sin oveja, sigue flotando por el aire como un tapado sin dueño y tarda bastante más en volver a tocar el suelo que los otros pedazos de la oveja carneada en seco por una mina.
Y las demás ovejas -si hay-, oyen, ven lo que le pasó a la amiga, y corren para otro lado, y en vez de quedarse quietas y separadas, ¡no!, se juntan y van en tropa todas corriendo. Y ése es su error, porque en cuanto se produce un nuevo fogonazo -que alguien pisó una mina- vuela ésa, se desarma como si fuera animal de juguete y después se revolean las vecinas, de a diez, de a doce, y saltan sin desarmarse -porque estuvieron lejos del fogonazo- pero igual caen muertas, la trompa contra el suelo, después de haber tratado de remontar. Y el humano se acerca, con la bayoneta en una mano y los ojos clavados en la tierra para ver si no hay minas, pues va a cargarse alguna, o a carnear a una entera, para quitarle lo mejor -trabajo difícil- y las encuentra muertas y calentitas por dentro del calor de su propia sangre y calientes de afuera, por el fogonazo y la chamusquina de la explosión.
El olor a oveja reventada por una mina es parecido al olor de cristiano reventado por una mina: olor a matadero cuando se carnean animales y llegan los peones que les trabajan en el vientre para hacer achuras.
Lo mismo: vienen los helicópteros, no se piensa en correr. Primero porque se nota que te alcanzan, de rápidos que son. Después, porque corriendo se hace fácil pisotear una mina y volar ovejita carneada por el aire. Tercero -causa principal- por lo tan feo del ruido y el olor. El olor ahoga; el ruido paraliza. Vienen volando bajo, atacan en montón: cincuenta, sesenta, cien y hasta más helicópteros se han visto juntos en el ataque. Llegan echando viento para abajo. ¿Y qué es esto tan hermoso? Esto, tan lindo, es: ¡el escape! La primera impresión del escape es buenísima, porque baja caliente. El viento bárbaro y caliente batido por las hélices pega en el suelo y rebota del suelo y entra por las costuras de las ropas, por las bocamangas de los gabanes y por los pantalones y circula y calienta todo. Es alegría el viento recalentado de los helicópteros encima. Pero después, cuando tratan de respirar, se les termina la alegría: respiran y entra el olor a querosén mal quemado de los motores, eso que ahoga. Entonces quisieran que la nieve y el barro los chupen para siempre y quieren que vuelva el frío, el aire y lo mojado y que se vaya para siempre el olor a helicóptero.
Pero lo peor, y lo que quita definitivamente las ganas de correr, y hasta las de vivir, son los tipos: los tipos se asoman por una puerta grande del helicóptero, miran el terreno, lo eligen y tiran su cintita que cae como una serpentina a la tierra. Por ella, que parece que se fuera a cortar, bajan británicos -escots o wels- y ver el entusiasmo que traen quita las ganas de correr y pone en su lugar el arrepentimiento de haber nacido en el putísimo año mil nueve sesenta y dos. ¡Si mirando de arriba, antes de bajar, parece que fueran a tirarse en la pileta del club de contentos! Bajan gritando: el griterío tan fuerte tapa el ruido de los helicópteros -que es como de cien locomotoras- y ya bajando se les ven las caras afeitadas, alegres, lisitas, y se les ven los dientes de Kolynos que tienen y se les ven los ojos todos de vidrio celestito que cuando miran al argentino parecen apoyarle cubitos de hielo encima del riñón.
Como si fueran a una fiesta bajan: se dan palmadas, riéndose; hacen flexiones en la cintita para caer con gracia como en un circo y cuando tocan el suelo -piedra, pasto, o restos de batalla, fierros fundidos o muertos negros- salen trotando. Si ven al argentino, lo miran y él no lo puede creer; miran a la cara, entornan los ojitos eléctricos y si no tiene armas largas, lo dejan donde está. Uno que otro lo relojea como calculándole el precio de la ropa, pero la mayoría hace no más que el gesto de lucir el estado atlético y nunca falta el hombre bajado de helicóptero que mira al argentino de perfil y lo escupe y dice algo en británico que no se entiende, ni falta el que lo pisa. A veces pisa uno y todos se desvían para pasarle en orden por encima al caído y pasan cinco, diez (hasta treinta pueden salir de un helicóptero) clavándole la bota, y el último lo esquiva, mirándolo con lástima y entonces el argentino entiende lo que debió sentir aquella oveja que se iba yendo por el campo con tanto disimulo.
A los motores de helicópteros los británicos deben ponerles esos escapes especiales para que hagan más ruido y asusten más. Y a los hombres de los helicópteros los mandan con una o dos pastillas de pelear adentro y los eligen a propósito con caras de felices, ojos de hijos de puta y medio flacos y livianos para que no hagan mucho bulto en la cabina.
Cuando los que habían visto bajar a los hombres de helicóptero supieron cuánto ganaban de sueldo -más que un general argentino, lo que es mucho decir- justificaron que se tirasen tan contentos por esa cinta fina que parece que en cualquier momento se les fuera a romper, pero les aguanta.”
Fogwill (2006 [1982]): Los pichiciegos: visiones de una batalla subterránea, Buenos Aires, Interzona, págs. 115-119.
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