Fragmentos anteriores de Lo más oscuro del río de Luis Gusmán: El hombre de los gansos (I)
“Tal vez fuese una señal, un coro que Maci necesitaba para la conversación que íbamos a mantener porque desde la estación tan cercana al zoológico se puede oír el chillido de algunas aves nocturnas; aunque yo espero que el rugido de alguna fiera interrumpa esta selva sonora en medio de la ciudad. En una de las bocas del subte ya han colocado las rejas, y la sombra de un caballo de mármol ha quedado presa entre ellas.
Miro el paisaje que los murales me ofrecen. Vasijas abandonadas, indios de labios groseros, la boca del conquistador apoyada santamente sobre la tierra conquistada, la espada al lado de la cruz. En un río que se mezcla con el mar, las velas flotan tensas. Unos hombres que se acercan o se alejan en un bote, según desde donde uno los mire. Jesús es sólo una herida sangrienta y el color de su carne mortificada se confunde con el color de las velas. El oro, la plata, los frutos del paraíso parecen estar al alcance de la mano. Pero esa arboleda de chozas que rodea la costa ya hace pensar que los salvajes han traído todas sus riquezas hasta la playa y que más allá de esta arboleda sólo se abre un descampado inmenso. Que todo el secreto y todo el poder residen en la boca de ese lenguaraz que en su relato insinúa conocer lo oculto, lo secreto de esa tierra, que ese marinaje descastado ha venido a buscar de manera desesperada, impulsado por un catolicismo ferviente y una ambición desmedida. Y desde el fondo de ese paisaje, como surgiendo de una de esas armaduras de latón, la figura de Maci, caminando al son de La dama de las camelias en tiempo de marcha, como si otra vez, como cuando formaba parte de la banda militar, tocara el trombón dorado, transformándose de repente de antiguo burócrata en la sombra de un imponente guerrero que atraviesa a paso lento el campo de batalla, y avanza hacía donde estoy sentado, trayendo extraños ruidos de pájaros en la cabeza, él también como un lenguaraz que viene a contar su propia versión del balazo que disparó contra mi hermano.” (“El fondo de las cosas”, 82-83)
“Temo encontrarme con un Néstor farsesco, envejecido, cubierto con un abrigo de piel, descendiendo operísticamente por la escalera, haciendo gestos ampulosos, impostando la voz, maquillado de manera grosera, defendiendo su piel hasta el último resquicio del frío y de la muerte. Cubriendo su garganta con un pañuelo de seda gitano de modo que al verlo no se pudiese evitar pensar en su garganta tomada por la enfermedad, imponiendo una senilidad perversa para dominar teatralmente la situación y, como hace años e imitándose a sí mismo, pronunciar aquella frase que le otorgó celebridad.
La voz de Néstor, la que escuchó Agamenón en su sueño anunciarle el destino de Troya. Cuando el caballo de madera todavía era un artificio lejano en la memoria de los hombres. Su voz sentenciosa imponiéndose entre los hombres y los héroes. ¿Con qué parte de ese Néstor me encontraría en el instante en que descendiese al escenario del mundo interponiendo su figura a mis sueños, interrumpiendo bruscamente mi adolescencia perdida?
Quizás nunca sabré lo que estuvo primero, si la muerte de esa mujer o la voz de Néstor anunciando su muerte. Sumidos en la perplejidad por un desenlace que se prolongaba demasiado tiempo. Atónitos ante esa crueldad que se ensañaba con ese cuerpo bello y delicado. La voz de Néstor sacándonos del trance que nos produjo aquella muerte para sumirnos quizás en un trance más profundo hasta que la realidad nos arrojó de golpe hacia los restos de aquella mujer. Después fue una ceremonia rutinaria que oíamos durante la cena. Los días se iban sucediendo unos a otros y el recuerdo de aquella muerte se iba reduciendo a un aniversario. Cada vez que oíamos la voz de Néstor se reinstauraba, aunque fuese por un instante, todo el duelo y el fasto de aquel día. Por eso yo esperaba secretamente ese tono fúnebre y épico a la vez que desmentía esas voces familiares entusiasmadas por el fervor de una derrota momentánea. Murmurando a espaldas de Néstor la infamia, el escarnio y el impudor. Tentado ahora de preguntarle cuándo fue la última vez que lo dijo, ignorando si le podría exigir a su memoria la precisión de una fecha.” (“La razón principal”, p. 98-99)
“Tal vez fuese una señal, un coro que Maci necesitaba para la conversación que íbamos a mantener porque desde la estación tan cercana al zoológico se puede oír el chillido de algunas aves nocturnas; aunque yo espero que el rugido de alguna fiera interrumpa esta selva sonora en medio de la ciudad. En una de las bocas del subte ya han colocado las rejas, y la sombra de un caballo de mármol ha quedado presa entre ellas.
Miro el paisaje que los murales me ofrecen. Vasijas abandonadas, indios de labios groseros, la boca del conquistador apoyada santamente sobre la tierra conquistada, la espada al lado de la cruz. En un río que se mezcla con el mar, las velas flotan tensas. Unos hombres que se acercan o se alejan en un bote, según desde donde uno los mire. Jesús es sólo una herida sangrienta y el color de su carne mortificada se confunde con el color de las velas. El oro, la plata, los frutos del paraíso parecen estar al alcance de la mano. Pero esa arboleda de chozas que rodea la costa ya hace pensar que los salvajes han traído todas sus riquezas hasta la playa y que más allá de esta arboleda sólo se abre un descampado inmenso. Que todo el secreto y todo el poder residen en la boca de ese lenguaraz que en su relato insinúa conocer lo oculto, lo secreto de esa tierra, que ese marinaje descastado ha venido a buscar de manera desesperada, impulsado por un catolicismo ferviente y una ambición desmedida. Y desde el fondo de ese paisaje, como surgiendo de una de esas armaduras de latón, la figura de Maci, caminando al son de La dama de las camelias en tiempo de marcha, como si otra vez, como cuando formaba parte de la banda militar, tocara el trombón dorado, transformándose de repente de antiguo burócrata en la sombra de un imponente guerrero que atraviesa a paso lento el campo de batalla, y avanza hacía donde estoy sentado, trayendo extraños ruidos de pájaros en la cabeza, él también como un lenguaraz que viene a contar su propia versión del balazo que disparó contra mi hermano.” (“El fondo de las cosas”, 82-83)
“Temo encontrarme con un Néstor farsesco, envejecido, cubierto con un abrigo de piel, descendiendo operísticamente por la escalera, haciendo gestos ampulosos, impostando la voz, maquillado de manera grosera, defendiendo su piel hasta el último resquicio del frío y de la muerte. Cubriendo su garganta con un pañuelo de seda gitano de modo que al verlo no se pudiese evitar pensar en su garganta tomada por la enfermedad, imponiendo una senilidad perversa para dominar teatralmente la situación y, como hace años e imitándose a sí mismo, pronunciar aquella frase que le otorgó celebridad.
La voz de Néstor, la que escuchó Agamenón en su sueño anunciarle el destino de Troya. Cuando el caballo de madera todavía era un artificio lejano en la memoria de los hombres. Su voz sentenciosa imponiéndose entre los hombres y los héroes. ¿Con qué parte de ese Néstor me encontraría en el instante en que descendiese al escenario del mundo interponiendo su figura a mis sueños, interrumpiendo bruscamente mi adolescencia perdida?
Quizás nunca sabré lo que estuvo primero, si la muerte de esa mujer o la voz de Néstor anunciando su muerte. Sumidos en la perplejidad por un desenlace que se prolongaba demasiado tiempo. Atónitos ante esa crueldad que se ensañaba con ese cuerpo bello y delicado. La voz de Néstor sacándonos del trance que nos produjo aquella muerte para sumirnos quizás en un trance más profundo hasta que la realidad nos arrojó de golpe hacia los restos de aquella mujer. Después fue una ceremonia rutinaria que oíamos durante la cena. Los días se iban sucediendo unos a otros y el recuerdo de aquella muerte se iba reduciendo a un aniversario. Cada vez que oíamos la voz de Néstor se reinstauraba, aunque fuese por un instante, todo el duelo y el fasto de aquel día. Por eso yo esperaba secretamente ese tono fúnebre y épico a la vez que desmentía esas voces familiares entusiasmadas por el fervor de una derrota momentánea. Murmurando a espaldas de Néstor la infamia, el escarnio y el impudor. Tentado ahora de preguntarle cuándo fue la última vez que lo dijo, ignorando si le podría exigir a su memoria la precisión de una fecha.” (“La razón principal”, p. 98-99)
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