Según se comprobó más tarde, habría descubrimientos para todos los gustos. No precisamente sobre Pierce Inverarity o sobre Edipa Maas; sino sobre lo que faltaba, pero que, en cierto modo, antes de aquello, había quedado al margen. Dominaba en conjunto un no sé qué de amortiguamiento, de aislamiento, la misma Edipa había comprobado que faltaba allí cierto sentido de la definición, como cuando se ve una película un tanto desenfocada que el operador no acaba de ajustar. Y que la había llevado amablemente de la mano a interpretar el extraño papel rapunzeliano de muchacha pensativa mágicamente prisionera, hasta cierto punto, entre los pinos y nieblas saladas de Kinneret, en busca de alguien que le dijera: vamos, suéltate el pelo. Como resultó que se trataba de Pierce, ella se había quitado las horquillas y los rulos con alegría, y la cabellera se había desplomado cual murmurante y exquisita cascada, pero cuando Pierce había escalado más o menos la mitad, la cabellera encantadora se transformó, mediante infausto sortilegio, en una gigantesca peluca sin elásticos, y él se dio una culada de miedo. No obstante, intrépido como era, y sirviéndose tal vez de una de sus muchas tarjetas de crédito a modo de palanqueta, había forzado la cerradura de la puerta de la edípica torre y subido los conquiformes peldaños, cosa que, de haber tenido un poco más de picardía natural, habría hecho desde el principio. Pero nada de cuanto había sucedido entonces entre ellos había salido jamás de los muros de la torre. En Ciudad de México, sin darse cuenta, habían acabado por entrar en una exposición de cuadros de la guapa española exiliada Remedios Varo; en el panel central de un tríptico titulado Bordando el manto terrestre había una serie de niñas delgaduchas con cara de corazón, ojos grandes, cabellera de oro en rama, encerradas en el habitáculo superior de una torre circular, bordando una especie de tapiz que se salía por las troneras y caía al vacío, tratando inútilmente de llenarlo: pues los demás edificios y criaturas, olas, barcos y bosques de la Tierra estaban dentro del tapiz y el tapiz era el mundo. Edipa, con morbo, se había detenido ante el cuadro y se había echado a llorar. Nadie se había dado cuenta; llevaba gafas semi-esféricas de color verde oscuro. Durante un instante se había preguntado si la goma que las ajustaba alrededor de las cuencas estaría lo bastante prieta para dejar que fluyesen las lágrimas y llenaran los cristales semiesféricos sin secarse nunca. De este modo podría llevar eternamente consigo la tristeza del momento, ver el mundo refractado por las lágrimas, por aquellas lágrimas concretas, como si indicaciones no descubiertas aún variasen significativamente entre un llanto y otro. Se había mirado los pies y sabido entonces, gracias a un cuadro, que el punto en que aquéllos se apoyaban se había tejido apenas a tres mil kilómetros de distancia, en su propia torre, que por pura casualidad se llamaba México, y que Pierce, en consecuencia, no la había sacado de ninguna parte, que no había habido huida. ¿De qué deseaba tanto huir? Una doncella cautiva de esta índole, con tiempo de sobra para pensar, advierte muy pronto que la torre, su altitud y formas arquitectónicas son como el ser de la doncella casualidad pura: y que lo que en realidad la mantiene donde está es la magia, sin nombre, perversa, que le cayó encima desde el exterior y sin el menor motivo. Al no tener más instrumental que miedo instintivo y astucia femenina para analizar esta magia sin forma, para comprender su funcionamiento, medir su radio de acción, contar sus líneas de fuerza, puede caer en la superstición, o adoptar una distracción aprovechable como el arte de la aguja, o volverse loca, o casarse con un pinchadiscos. Si la torre está en todas partes y el caballero libertador es impotente frente a su magia, ¿qué más puede hacerse?
Fuente: Pynchon, Thomas ([1964] 2010): La subasta del lote 49, Buenos Aires, Tusquets, 19-21.
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