La editorial Las cuarenta publica Deleuze hermético. Filosofía y prueba espiritual, de Joshua Ramey, con traducción y prólogo de Juan Salzano. Para los que hemos leído y disfrutado de la compilación Nosotros los brujos (Santiago Arcos, 2008; un libro agotadísimo en el que participaron desde Héctor Libertella hasta naKh aB rA y que sería bueno digitalizar porque la editorial no parece deseosa de reeditarlo) y de Deleuze y la brujería (Las cuarenta, 2009), la aparición en castellano de este libro central en la exploración del hermetismo y la brujería en el autor de Mil mesetas es un golazo. Por gentileza de Las cuarenta, van algunos fragmentos del prólogo de Juan Salzano.
La Vía de la Inmanencia: El vector hermético del empirismo trascendental (Juan Salzano) (fragmentos)
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El entorno esotérico que rodeaba las actividades de la enigmática editorial Griffon D´Or, en cuya intensa agitación el prólogo fue fraguado, nos pone ya frente a un entramado de fuerzas e irradiaciones propicio para el ejercicio de cierta potencia excedentaria y renegada del pensamiento. Ya desde el año 1943, Gilles Deleuze y su amigo Michel Tournier, guiados por Maurice de Gandillac –su profesor de filosofía y especialista en el pensamiento neoplatónico de Plotino y Nicolás de Cusa–, asisten a los encuentros organizados por Marie-Magdeleine Davy en el castillo de La Fortrelle, cerca de París, por cuyos pasillos desfilaban pensadores y escritores como Michel Leiris, Jean Paulhan, Gastón Bachelard, Jean Wahl, Pierre Klossowski y Jean Hyppolite. Los encuentros funcionaban, a su vez, como fachada para disimular ciertas actividades vinculadas a la Resistencia francesa, una de las cuales consistía en proteger y ocultar refugiados judíos, franceses, ingleses y estadounidenses. Davy, una ferviente espiritualista, de carácter salvaje, rebelde e independiente, conocedora de 10 lenguas vivas y 4 lenguas clásicas, estudiante de filosofía e historia desde muy joven, y Doctora en Teología, se convertirá en una suerte de sacerdotisa iniciadora de Deleuze, quien apenas tres años más tarde le dedicará uno de sus primeros textos: “De Cristo a la burguesía”. Bajo su égida, frecuentará también el salón de Marcel Moré, donde se cruzará con Michel Butor, Georges Bataille, Alexandre Kojève, Roger Caillois, Arthur Adamov y Jean Paul Sartre, entre otras personalidades de la época. En medio de esta ebullición de hibridizaciones entre esoterismo, filosofía, arte y política se cuecen tanto la editorial que dirigirá Davy y que editará el libro de Malfatti acompañado por el prólogo de Deleuze, como el propio temperamento transversal y experimental de este último. Como dijera Deleuze acerca de los filósofos modernos, en comparación con los pintores manieristas: “Dios y el tema de Dios fueron la ocasión irremplazable para liberar aquello que es el objeto de creación en la filosofía, es decir los conceptos, de las coacciones que les hubiera impuesto el hecho de ser la simple representación de las cosas”. Gracias al diagrama de cruces heterogéneos y desviaciones imprevistas (literalmente extra-ordinarias, para-normales) que aquel caldo creador izaba, con total naturalidad, a matriz de pensamiento y de acción, la obra de Deleuze “toma líneas, colores, movimientos que jamás hubiera tenido sin ese rodeo por Dios” o, en este caso, por las complejas y sinuosas avenidas del esoterismo. Cualquiera que haya leído a Deleuze está al tanto de esta lucidez extra-dialéctica: la creación, en él, jamás pasa por las simples oposiciones rígidas e interdependientes del “versus”, sino por el atletismo huidizo del “trans”. (...)
(...) Lo que debería causar perplejidad es, más bien, la ausencia de todo estudio serio acerca de estos aspectos de la obra de Deleuze. Su eventual pero persistente referencia a temas y autores esotéricos (Wronski, Warrain, Court de Gébelin, Castaneda, la brujería, el chamanismo, el Tao, el I Ching, el tantra, etc.) resulta demasiado evidente como para haberla pasado por alto durante tantos años, mientras se fingía, exageraba y alardeaba en su obra un supuesto materialismo chato y meramente desmitificador –finalmente tan ilustrado, tan enamorado de las Luces de la razón– que explotaría el aspecto crítico de Deleuze para, en un mismo gesto higienizante, barrer bajo la alfombra todos sus vectores clínicos (diríase: terapeutas) y creadores, ligados a una noción positiva de las “potencias de lo falso”: la invención de nuevas posibilidades de vida, por fuera de toda referencia a la Verdad (ya lo decía Klossowski al comentar a Nietzsche: “(…) sólo se desmitifica para mistificar mejor”: una mistificación experimental e inmanente).
“Carecemos del más mínimo motivo para pensar que los modos de existencia necesitan valores trascendentes que los comparen, los seleccionen y decidan que uno es «mejor» que otro. Al contrario, no hay más criterios que los inmanentes, y una posibilidad de vida se valora en sí misma por los movimientos que traza y por las intensidades que crea sobre un plano de inmanencia; lo que ni traza ni crea es desechado. (…): nunca hay más criterio que el tenor de la existencia, la intensificación de la vida”.De hecho, el propio imperativo de aventura que dinamiza la filosofía de Deleuze, su apertura a toda una serie de experiencias transformadoras –por impugnadoras de lo reconocible y lo habitual– de la percepción, la afectividad, el pensamiento y la lengua, debería haber bastado para que aflorara la sospecha de que, en su obra, las referencias a las experiencias esotéricas (sean éstas brujas, teúrgicas, alquímicas, etc.) jamás operan como simples recursos retóricos o inocentes metáforas. (...)
(...) La originalidad del libro de Ramey consiste en mostrar cómo el hermetismo, a lo largo de su historia, partió de un impulso y de una inquietud afines, aunque en condiciones completamente distintas y por medios desemejantes. Valiéndose de investigadores poco sospechosos de complacencias como Faivre y Yates, entre otros, Ramey se permite exhumar el carácter experimental y transformador de la aventura hermética. Por medio de una exploración de sus visiones y prácticas concretas, arriesga una aleación de consecuencias insospechadas tanto para la filosofía como para la práctica hermética. Tanto el hermetismo como la filosofía de Deleuze, según Ramey, encararían el pensamiento como una prueba iniciática de transformación de nuestra experiencia ordinaria del mundo. (...)
(...) De ahí que Ramey pueda responder a las críticas que Hallward, Badiou y Žižek (como representantes contemporáneos del Edipo contra-ocultista que antes encarnaban Freud y Adorno) realizaron a la obra de Deleuze, acusándola de “escapista”. La respuesta de Ramey, aunque compleja, puede sintetizarse así: la búsqueda de acceso al nivel virtual de composición del mundo no implica huir de él y de su dimensión actual, formada, sino alcanzar las fuerzas inmanentes e implicadas virtualmente en lo actual, transparentarlas “en” lo actual mismo –bajo condiciones de inmanencia–, para así poder reconfigurarlo e intensificarlo, volverlo sobre su lado creador (línea de fuga, línea de Afuera). Como dice Ramey en este libro:
“Si el “aquí y ahora” de la revolución fuese simplemente la satisfacción de las exigencias del presente, y no la transformación de esas exigencias (y de aquello que resulta posible o concebible exigir o desear), entonces, desde una perspectiva deleuziana, la política habrá limitado de antemano el significado de revolución, restringiéndolo a la satisfacción de la exigencia presente en lugar de desarrollar una operación en el deseo mismo”.Y esta conversión inmanente –lejos del individualismo escapista, atado aún al plano de las formas– instaura una transversalidad colectiva, de grupos inespecificados, aunque singulares, abiertos dinámicamente unos sobre los otros, en bloques intermediales de devenir. (...)
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