En 1988, el poeta y escritor argentino Martín "Poni" Micharvegas publica Dichosos los ojos que te ven en Madrid. El libro casi no circuló por nuestro país; sin embargo, entre sus páginas, quedaron grabadas algunas imágenes y recuerdos alrededor de la figura de Marcelo Fox, autor de Invitación a la masacre. De esto me enteré tras contactar a Poni vía mail y mantener un intercambio breve pero fructífero sobre Fox. Lamentablemente, Poni falleció el año pasado. En uno de nuestros últimos diálogos, me envió fotografías de ese fragmento en sus libro Dichosos... en el que evoca a reynaldo mariani (el Poeta), compañero de Fox en Opium, quien a su vez evoca al Gordo y su oscuro brillo. Doble mediación entonces: Micharvegas escribe lo que mariani contaba sobre Fox y lo que él mismo recordaba. Palabras sobre palabras y por debajo los rastros elusivos del autor de Señal de fuego. Va la primera parte del fragmento.
Cualquier rescate. Aún el rescate de su confesión de estar ya totalmente jugado (cosa que nadie iba a dudar): su libertad era un anarquismo indeciso. Prefería merodear el mundillo de los frustrados que venden zapatos de mujer y ropa de temporada… Entendía pésimamente lo que pasaba con todo, con nosotros, con Perón, con la Argentina. Una hubiese olvidado todo lo dicho sin consistencia en esa mesa. Una vez más la sesuda realidad se nos negaba. Pasaba a ser alpistecito de sociólogos, historiadores y políticos: los nuevos dueños de la literatura. Pero su relación con El Gordo era mi intriga.
En algún momento aquello tenía que salir a flote. Daríamos vueltas por los morros llenos de bichas nocturnas que se animan en las escaleritas repletas de ocultos especialistas en la transacción. Y habría que recorrer el mundo del Poeta, con putos melenudos de tetitas insinuantes (hechas con silicones - y decía: yo no creo que eso lo consigan a fuerza de hormonas), en sus histerias y costuras de grandes trajes plateados y coronas de oro falso para las festividades de carnaval. Él también, como yo y el resto de los que fuimos, amábamos lo textual -que es infinito- y la posibilidad profética de entrar alguna vez a la temida trastienda del mundo donde se juegan a los dadas o cartas nuestros destinos. El Poeta esquiceu. Su rescate saludable del cuerpo duró hasta que apoyamos los codos en la dega. Quise hacer abrir una lata de sardinas, pero el Poeta volvió con su vieja palma a golpearse suavemente el mítico hígado. El Poeta bebeu. Un largo trago por su gaznate afónico. Todo el teclado golpeado del mundo. Oh, Jim Ellis, dónde quedó Bird? (el boxeador, lógico, con sus problemitas de isquemia cerebral, no supo qué responder. Solo ensayó un juego de cintura en el cual ninguno de nosotros creyó). De allí, pasamos a un “restaurante baratito de la esquina”. Eran las tres de la tarde en la subida sucia de una calle perpendicular al mar. Hastiados de los días nublados, de las lloviznas de tizne y poeira. Daríamos sentados, una gran vuelta por nombres y recuerdos, sobre kilómetros de olvidos y malos recuerdos, antes de llegar al punto en que hablásemos de El Gordo. Vuelos sobre recuerdos y malos recuerdos: una nueva manía. El Poeta quería decirnos que El Gordo había sido un bebé bello. En el montón quedaban: la fractura del fémur del Yeti y la pálida de la cortada de huevos de Isidro.
Tengo que decírtelo antes de comer. Después podría hacerte mal. I. en el baño de la casa, con una navaja en la mano, agarrando la bolsa por la raíz, pegando el tajo, soltando el alarido.
Pensándolo bien es coherente.
Salvó la vida, parece.
Sus testículos llevados envueltos en una toalla de cara hasta la sala de guardia. La hemorragia a los largo de las piernas, inundando con sus coágulos los mocasines vencidos. Algo más que Vincent.
Algo más lejos que un amor insospechado por una cuñada viúva.
El secuestro de Miguel Ángel, el tiroteo en Mendoza donde caería Paco, la desaparición de Haroldo por manos enmascarados.
Toda una gran vuelta de ronda apocopándose, sintagmáticamente. Quedarías afuera de toda esperanza. Poeta. En tu reloj la hora caía misericordiosa. El tiempo nuestro rebotaba en la tela de tus jeans. Ahora tendremos que mirar hacia adelante donde estaba tu escudilla reasegurada, sujeta con una cadena que en los ratos libres nos colgaríamos al cuello con otras chucherías.
Por lo cual El Gordo no dejaba de brillar, al fondo de su recuerdo, como un lindo mozalbete.
Cómo es eso de cuando uno cree ser y termina siendo lo opuesto a lo que creía? Al Gordo lo deformaron.
Lo conoció en el bar Coto Chico. El Gordo andaba con sus primeros versos mostrables en el bolsillo, con su aire de pavo descomunal (sus anteojos de culo de botella cayéndoseles permanentemente hacia la punta de la nariz), sudado y sucio, hablando de su obra de teatro con monjitas sangrientas. El Poeta se conmovió ante este chico foto lleno de tanta gracia y capaz de despertar tanto repudio. Confesó que lo llevó a la casa:
Y le di de comer y beber como en el Viejo Testamento.
Arriba y abajo, charlando proyectos para impulsar al abismo el féretro con ruedas de la literatura nacional. La hora en que abrían los mitos, narcisos y heroísmos. La hora de las Lauras. Los días de las Tres Marías. De aquel asunto mal fraguado y peor realizado del prostíbulo de hombres con la mayordomía de la Negra Castigadora, la fabulosa ninfa spilimberguiana.
El comienzo de los 60 (mientras el escorpión centelleaba en el cielo con su cola en signo de interrogación). Se iba hacia la escritura que lo contendría todo: disquisición, fanatismo. La hora de la sinceridad rayana en el espanto (juego de la verdad escrita). Tiempo de romper los moldes de la nada. Periodo lleno de declaraciones, de manifiestos, de editoriales para 150 lectores: conferencias hasta el amanecer. De aquel entonces el Poeta conserva resabios en el habla solemne: el uso de arcaísmos. Un detalle fugaz que no le importa en su raíz a nadie. Un retrato de la lengua del poeta ejercitada en la penumbra del balbuceo surreal. Y su odio al barrio.
Pero yo quería saber cómo vivía él. En qué casa? Con qué gente?
Supo por sus cuentos que la Vieja era ciega y que obligaba al Viejo y a él a hacer de la casa un claustro donde no entrara nadie.
Típica familia clase alta decadente: un bisabuelo ministro, un abuelo senador, un padre lleno de ideas que no daba pie con bola en ningún negocio.
Nadie tiene que entrar en esta casa!, dando bastonazos a troche y moche por costillas fantasmales. Orden cerrado con cuerpos a tierra por la violencia de la ciega, repartiendo como un molinete turbo, mandobles a rolete.
Yo tenía mi enigma y quería colaborar en el destronamiento de aquella bruja. Así que forcé al Gordo a llevarme a su casa, un piso grande, roñoso, en Junín y Ayacucho, en pleno gueto. “Vos tan nazi y viviendo en pleno Once, cómo puede ser, Herr Goebels?” Como no tenía respuesta (él también como Martí, y en las antípodas, se sentía vivir en “las entrañas del monstruo”) entrar en su mundo fue más que fascinante. Un salón de aquellos con bustos de mármol caídas de sus peanas y con una alfombra de polvo de cuarenta años de sedimentación. Allí, al trono de la ciega, no entraría nadie. Poder pispiar desde la puerta. Estar casi al alcance de su pelo justiciero (y ella, sentir con ese otro tacto de los ciegos, mi presencia), y El Gordo mintiéndole diciendo que allí estaba él solo. Él solo.
Él solo.
El Poeta reconoció que el asunto del suicidio del Gordo era algo improbable.
Lo que pasa es que nunca salió de los barrios del centro. Tenía su ruletita rusa: cruzar la Nueve de Julio, por ejemplo, sin detenerse, con los ojos fijos, como un ciego, justamente. Me agarraba la cabeza cuando veía los filetes que le hacían los autos. Y El Gordo, inconmensurable, con su mole pesada (elefante unos días, hipopótamo otros) siguiendo adelante con sus trancas de aurora. (...)
Micharvegas, Martín "Poni". Dichosos los ojos que te ven, Madrid, Proletras Latinoamericanas, 1988, pp. 27-30.
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