Este es probablemente el único texto donde Perlongher reflexiona sobre su obra, si se exceptúan las entrevistas. Fue publicado en El Porteño nº 74, en febrero de 1988.
Si no hay un yo —reza el rizoma de las Mil Mesetas—, si somos todas multiplicidades, verdaderas poblaciones, masas de devenires: nutrias, osos, prostitutas paulistas en la flor de un bretel, Delias de rimmel descorrido, Etheles, rosas a la caza de un Grossman perdido en Luxemburgo, la primera pregunta es: ¿quién escribe? ¿quién habla? O: ¿de parte de quién? Si somos tantos, vamos, lo simple se complica —si hablar de uno es perorar acerca de un irreductible múltiple. Si se me pide que hable —con una gentileza que "yo, la peor de todas" (así firmaba Sor Juana Inés de la Cruz), desmerezco—, entonces, ¿me engomino o me despeino? ¿hago el rabo o la trenza? ¿me rajo en la rabona? —con una irresistible tentación de perderme en el micromar de sílabas. Estamos ahora, hablando— más acá, más acá de las palabras, en el asqueroseante rococó de las sílabas. No es lo que quiero decir, pero me enturbio o me masturbio. Seamos claros: "intenté con Alambres..." la primera mentira: no puedo intentar nada. Si es que no hay yo, el poeta es yoyó. Considerable esfuerzo el de mandar alguna idea más o menos coherente: felizmente, la poesía no tiene esos paliques. Es dejarse llevar. La presión de las yemas en prisión maquinal. Así es que me despisto, pues me piden que hable de los Alambres: ¿sobreescribir lo escrito? ¿reír lo reído? ¿criticar (en purgante autocrítica)? Decir que intenté algo es mentiroso: es lo que me salió, las eses de las heces. Reconozco, con todo, una pluralidad de mambos diferentes: uno de los problemas que más me preocupó al montar Alambres fue, precisamente, la inexistencia de una unidad de estilo, acostumbrado a libros que son como matrices paridoras de idénticos gemelos. Eso, no me salía. Me pasaba empezar a escribir una serie, o un mambo, de poemas —unos cuantos inconclusos—, de los cuales algunos, con suerte, sobrevivían. Reconozco: muy pocos. Escaso rendimiento: una acumulación de cairelitos toscos que, muy de tanto, emitían alguna iridiscencia menos perecedera. Cuando el brillo seguía o resistía a sucesivos desplazamientos de la mirada vigilante por la película tatuada, no había más reme-dio que dejarlos: ya iban, ésos iban, iba el eso en el ello de un descolló. La poesía — pienso ahora— es un ramo del éxtasis. Vale reconocer que para producirlo o inducirlo empleé diversas técnicas: o perder la mirada sobre textos de una historia en polvorosa —los poemas épicos de Alambres: sobre todo Saldías— o dejarme pringar por la emoción del devenir mujer ("Daisy", "Ethel", "Mme. S.") o simplemente reinventar escenas tratando de captar lo que había por abajo o por adentro, o sea, no contentarse con describir lo que "pasaba", sino pescar la intensidad, los fuegos de palabras, siempre desfiguradas, mezcladas, trastornadas, que consiguieran socavar la cárcel del sentido ya dado de antemano —el orden del discurso, intuyendo deliberadamente que lo que nos sofoca, en la cadena de icebergs de los días, es un orden de sílabas. Se trata, al fin y al cabo, de una lucha, solitaria y atroz: deformar todo, desconfiar siempre de los sentidos dados, y, simultáneamente, dejarse... dejarse arrastrar por lo que llega, por lo que nos sacude o nos tremola. Es cierto que se acaba, ése es el riesgo, cayendo en una trampa irresistible e irrisoria: de la escansión, del ritmo, del dejo del dejarse al aludir.
Hay en Alambres dos campos o dos partes: uno, los poemas de la parte "histórica", que cubre aproximadamente la primera mitad del libro y culmina en la catástrofe final, "Cadáveres"; la otra parte, que podría llamarse "deseosa", abarca la segunda mitad y estalla en la proliferación asociativa de "Frenesí". Los límites entre las partes son borrosos: ambos campos de fuerza afectan, en diferente grado y magnitud, al conjunto de los versos, pero toda una tensión se erige. Si ya venía montando, en Austria-Hungría, una especie de épica sensual, creo que Alambres avanza en el sentido de una épica barroca, donde la historia es deseada, alucinada en el deseo.
Sucede que el deseo tiende a instaurar un campo de inmanencia, de pura intensidad, un grado máximo de desterritorialización, donde el sentido va a ser dado por los estallidos del inconsciente, y la impulsión del que teclea no tiene por misión sino dejar pasar —cortándolos— los flujos de un eco de arroyuelo tenaz, que obsede en cierta forma vaporosa del éxtasis. Si ese flujo recurre a los foulards de la historia para anudar u ornar su cuello —para no dispersarse en la porosidad de su delicuescencia—, es como si el delirio se montase a los desfiladeros de Tarija, para desatar en el punto de impregnación un alud de alusiones —picarescas, mordaces, corporales. Pues es del cuerpo que, al final (Nietszche y Artaud), se trata. Se trata en el plano de la escritura, de hacer un cuerpo —y de ahí lo chirriante, lo susurrante, lo fruitivo, el rasguido de las enaguas en el frufrú del rouge, la tensión diminuta del ánade en los tules, los íntimos recovecos del slip, el roce del esmalte en el botón bruñido.
Chispazos de una intermitencia maquinal lían los filamentos sueltos, derraman baldes de sombra en la sucesión y alteración de las palabras.
Fuente: Perlongher, Néstor, Prosa Plebeya: ensayos 1980-1992, Buenos Aires, Colihue, 1997.
2 comentarios:
Gracias por esta referencia. Me sirve porque estoy escribiendo un texto sobre "Cadáveres". Saludos.
De nada, te recomiendo tanto Prosa plebeya (Ed. Colihue, Buenos Aires) como Papeles insumisos (Ed. Santiago Arcos, Buenos Aires) que pueden tener otros textos útiles de Perlongher. Saludos.
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