jueves, febrero 10, 2011

La novela familiar (Entrega 10)

Las malas lenguas (Alan Pauls)

Me gusta Historia universal de la infamia. Quiero decir: me gusta el título Historia universal de la infamia. Es un título digno de figurar en las enciclopedias de la literatura, y por eso es un título en los dos sentidos de la palabra. Título como garantía de unidad de un cierto conjunto de textos, las biografías infames de Borges, pero también título como certificado de nobleza, prueba de sangre azul literaria o blasón heráldico. Así, las enciclopedias de la literatura, género literario que a Borges bien le habría gustado fundar, pero cuyas convenciones debió limitarse a pervertir con elegancia, y también las historias de la literatura, esas enciclopedias, digamos, disimuladas bajo los disfraces de la narración, enciclopedias e historias, decía, no son otra cosa que colecciones de títulos, páginas pacientes y a menudo lánguidas que atesoran no sólo títulos como éste, Historia universal de la infamia, sino también los diplomas que esos títulos, tesaurizados por las enciclopedias y las historias de la literatura, dispensan a quienes se atreven a arrogarse su derecho de propiedad.
"Me gusta Historia universal de la infamia", la frase que inauguró este texto, no es únicamente la afirmación pública de una fruición privada. En todo caso, reconocer y confesar ese regocijo secreto que me provoca el título de Borges implica una pregunta mucho más utilitaria, y por eso menos exhibicionista: ese título, ¿para qué puede servirme? Me sirve, por ejemplo, para sustraerlo del dominio de su propietario legal, para hacerlo emprender un viaje imaginario, para atribuirlo, por fin, y más allá de las reservas que esta arbitrariedad pueda despertar, a otras obras que bien podrían merecerlo. Pienso en la obra de Arlt, cuyo nombre Borges convoca, reconocimiento fugaz que estalla en medio del silencio, en su relato "El indigno", historia de traición que perfectamente hubiera podido llamarse "El infame". Pero pienso también en la obra de Osvaldo Lamborghini. Aunque dudo que esa sagrada palabra, obra, esa sagrada familia, convenga demasiado para designar la red de escritos que, hasta hoy, todavía subrepticia y dispersa, lleva su nombre como firma.
Hablo, aquí, de muertos. O, para abusar del naturalismo: de cadáveres literarios. Uno, el de Borges, cadáver literalmente exquisito. Otro, el de Lamborghini, cadáver un poco pestilante, de equívocas autopsias: incómodo. Una morgue ginebrina, asediada por el periodismo internacional y los improvisados obituarios, acogió el cuerpo de Borges. El de Lamborghini, por su parte, habitó una morgue barcelonesa, solitaria y anónima, porque los flashes no estuvieron ahí para embalsamarlo. Entre estas dos muertes europeas, apenas meses de distancia: un lapso que quizá no baste para arriesgar necrológicas a dos voces, Pero está este título, Historia universal de la infamia, bello título que Borges suscribió y que Lamborghini, tal vez después de desembarazarse del adjetivo universal, y gracias a mi intervención de esta noche, bien hubiera podido elegir para nombrar sus esporádicas infamias literarias.
La sanción desigual que imponen las enciclopedias y la prensa, la profunda disparidad de las biografías y las muertes, el abismo que se abre entre la compacta consistencia de una obra completa y las señales discontinuas de una escritura encaminada hacia la disolución: se ve, me parece, a dónde puede conducirme el recorrido minucioso de estos dos destinos divergentes. Pero si Borges y Lamborghini aparecen mencionados en este texto (y ahora mismo Borges y Lamborghini cruzan por mi boca), no es para convertir a uno en el verdugo del otro, ni para responsabilizar a la gloria del primero de la obstinada marginalidad del segundo. Borges el bendito contra Lamborghini el maldito, o el arte del biendecir contra la práctica de la maldición: esta versión de la literatura, como el reparto de santidades y herejías que exige, es casi espontánea, es inmediata; pero ante todo es teológica, y por lo tanto engañosa.
No es, pues, el reparto inequitativo de los honores, las injusticias que lo rigen y las violencias que desata, lo que me interesa aquí. Sin embargo, si puedo proclamar ahora este desinterés, es porque fue necesario construirlo esforzada, casi penosamente, sobre o quizá contra el primer impulso ciego de reivindicar al muerto indigente e impugnar al opulento. No es difícil reconocer, en el origen de este impulso reivindicatorio (del que por otra parte no estoy seguro de haberme librado del todo), ciertos reflejos condicionados vanguardistas, el eco de una voluntad contestataria o los vestigios de una pasión parricida. Pero hay o hubo en ese impulso inicial algo más, y algo estrictamente personal que me parece necesario decir aquí. La muerte fue en Borges pudorosa; en Lamborghini fue clandestina. Admirable, el pudor borgiano no dejó de ser, sin embargo, la representación de otro gesto magistral, el último. La clandestinidad lamborghianesca, en cambio, despiadada y solidaria con la pulsión de muerte que recorre todos sus textos, no podía ser fuente de admiración. Pero sí de dolor, de esa furiosa forma del dolor que engendra una voluntad enloquecida de degradación.
Más bien me gustaría imaginar, en cambio, una zona aún incierta y lábil, sin duda arbitraria, en la que estos dos muertos, iustres ambos a su modo, se habrían encontrado.
Posible punto de partida para una ficción borgiana póstuma, diré que Lamborghini y Borges se conocieron. Busquen al segundo en los textos del primero: lo encontrarán camuflado en el nombre de un personaje, el Marqués de Sebregondi, que incluye el nombre de Borges apareándolo lateralmente con Witold Gombrowicz, ese rey en el exilio que, huyente de sus ruinas, recaló en las costas de Sebregondi retrocede. En verdad, Borges no aparece allí convocado como personaje, ni siquiera como autoridad. En Sebregondi retrocede, Lamborghini reconstruye un diálogo imposible, el que Gombrowicz y Borges mantuvieron en Buenos Aires hace algunas décadas, conversación ruinosa, habría que decir, en la que la función comunicativa, según la versión que podemos leer en el diario de Gombrowicz, era mucho menos importante que la función malentendido, las comprensiones menos significativas que los equívocos, la fluidez más trivial que el obstáculo. Se trata de Borges, pues, como un interlocutor reducido a la condición de fantasma, pero un Borges leído desde el Bajo de la ciudad, desde lo bajo, por un Marqués que más que hablar balbucea, falla y se equivoca. "Las palabras españolas que sabía", escribe Lamborghini, "pero no recordaba. Urdidamente le enseñamos el lunfardo. Retazos de la condena de hablar, sentida como opresión, como cultura/condena, babeándole el escracho". Y es el Marqués de Gombrowicz el que prolijamente consigna en su diario los efectos, poéticos efectos, de esa condena de hablar con retazos de una lengua que es, siempre, la del otro. Decir quilombo en vez de colimba, por ejemplo, y que no suene como juego de palabras sino como error como el escape que socava toda buena traducción, y de la comunicación: todo delicado idilio.
Merodeamos ya, creo, ese territorio al que quería llegar, territorio extraño, sin duda, del que empiezan a configurarse los componentes y también el drama que tiene lugar en él, Buenos Aires, el extranjero, los despojos de una lengua ajena, el aprendizaje de una lengua mala, el lunfardo, ese diálogo errático y sembrado de trampas con la lengua de la cultura. Sebregondi retrocede no es otra cosa que el relato descompuesto de ese drama irrisorio, la crónica de una traducción y una conversación minadas por el fraude. Y aunque la cuestión de los títulos parezca algo lejana, no la hemos abandonado; le hemos hecho sufrir un ligero desplazamiento, hemos pasado, espero que imperceptiblemente, de los títulos literarios a los títulos lingüísticos, dos clases de nobleza que suelen ser indisociables. Pero las distintas competencias lingüísticas no se rigen por una ley de convertibilidad que las pondría en situación de paridad y equivalencia: allí, en la traducción como disparidad y estigma, está la "condena de hablar", se entiende que en otra lengua que la propia, que acorrala al Marqués de Sebregondi y lo empuja a recurrir a todo un repertorio de torpezas, a su pequeño arsenal de lapsus, a las armas de una jerga mal aprendida que, "quilombo en vez de colimba", siempre está deslizándose hacia la obscenidad del cuerpo.
En 1927, muchos años antes de que Borges conociera a ese polaco de castellano defectuoso, arrastrado por la Argentina como por el pensamiento de una melodía, el Bajo de Buenos Aires se condensaba en una calle prostibularia, el Paseo de Julio, y Borges disertaba sobre el idioma de los argentinos. No voy a reproducir aquí los argumentos que vertebraron su exposición. Voy a recordar, en cambio, que Borges denunciaba las dos influencias, antagónicas entre sí, que militaban contra un habla argentina: el arrabalero de los sainetes y el casticismo. Envalentonado por un enfático optimismo, Borges, con todo, no deja de aludir a esas influencias como a fuerzas que amenazan con arrinconar al castellano. Militar, arrinconar: son verbos demasiado fuertes para tomar al pie de la letra la confianza y el sosiego con que Borges procura disuadir al auditorio del peligro que encierran. Con razones que reaparecerán más tarde en "El escritor argentino y la tradición", Borges opone a esa jerga gremial, especializada en la infamia, un idioma "natural", definido más por la curva de una entonación y las cadencias de una voz que por las invenciones léxicas, avalado por la tradición de los "mayores", a cuya estirpe y a cuya misión está ligado, y que es el idioma de "nuestra pasión, el de nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad". Por una paradoja sólo aparente, es esa relación natural, interior, y habría que decir sanguínea, con el origen criollo y la vocación patriótica de los antepasados, es esa relación, y sólo ella, la que garantiza, dice Borges, la "universalidad" de la lengua argentina, universalidad que no hay que descartar porque sí, "para esconderse en un dialecto chúcaro y receloso".
Esa universalidad, Freud la habría llamado, sospecho, familiaridad, heimlichkeit. ¿Y qué sería esta lengua heimlich? Una lengua propia de la casa, íntima, confidencial; una lengua confiable, protegida, capaz incluso de ocultarse al oído de los otros; una lengua mansa, doméstica o domesticada.
Pero Freud el filólogo dice que no es preciso alejarse del dominio heimlich para que irrumpa lo unheimlich, lo inquietante; no basta atrincherarse en el búnker de la familiaridad para conjurar el avance de lo siniestro. Nos equivocaríamos si creyéramos que uno y otro forman dimensiones autónomas, conjuntos independientes deslindados por una frontera definitiva. Si Borges distingue entre el idioma propio y el otro idioma, decretando así que el primero es el idioma de los argentinos y que el segundo es, antes que otro idioma, un idioma otro, es tal vez porque advierte con claridad que esos territorios distan mucho de respetar un disciplinado catastro lingüístico. Y si la distinción idiomática es históricamente pertinente, es sin duda porque había, siempre hay, en el idioma familiar, un idioma siniestro que lo trabaja desde adentro, una lengua otra que secretamente infiltra su tersura, una jerga de la infamia que, lejos de replegarse, se extiende sigilosamente por sus venas.
Veinte años más tarde, en 1947, Borges escribe un relato singular: "La fiesta del monstruo". No está solo en ese trance; lo acompaña Adolfo Bioy Casares, y el texto se publica firmado por un seudónimo de Honorio Bustos Domeq. Basta remitir la metáfora del título al contexto histórico para dilucidar en qué consiste esa "fiesta", y quién se esconde, eludido a la vez, detrás de la figura del "monstruo". Borges vuelve a enfrentarse, aquí, con la lengua siniestra; pero esta vez no es para asignarle un estatuto lingüístico marginal ("jerigonza matreril"): la lengua mala es la materia misma de la que está hecho el relato. Y ésta podría ser la pregunta que (se) formula "La fiesta del monstruo": ¿cómo escribir lo siniestro si no en la lengua de lo siniestro? Lo unheimlich ya no es, ahora, la sociedad secreta de los ladrones, tampoco la oleada inmigratoria que amenazaba antes con arrinconar al idioma de los argentinos; es, en cambio, el célebre aluvión zoológico, que avanza sobre la sociedad bestializándola, contaminándola de corporalidades desmesuradas, de obscenidad y de violencia.
Esta vez, Borges hace hablar al otro en su propia lengua, la del otro, la que se identifica con el poder si es que todavía no lo ha tomado, y se diría que sólo esa mala lengua es capaz de narrar el mal. Borges parece decidirse a "elegir" la lengua del otro cuando ésta tiende a volverse hegemónica, y cuando lo que hay que decir es lo indecible para la lengua propia, aquello para lo que la lengua propia no tiene palabras. Bilingüismo borgiano en "La fiesta del monstruo", maniobra literaria, lingüística y también política por la cual Borges exaspera la lengua mala del lunfardo, la exhibe como discurso directo de un personaje, pero sólo para sabotearla con pequeñas parodias, irrisiones y celadas, pequeños atentados que delatan que el que habla (no el personaje, no quien dice "yo" en "La fiesta del monstruo", sino, digamos, el sujeto de la escritura), que el que habla hace oír su propio dialecto como en los intersticios de la lengua del otro, dialecto menor, o más bien "minorizado" por la nueva distribución de poderes que la historia está imprimiendo sobre las lenguas.
Y está esa escena, en "La fiesta del monstruo", esa escena emblemática, fantasma atroz que anuda de un modo indisoluble la violencia lingüística con la violencia política, la escena en que el grupo al que pertenece el narrador del relato mata a un otro, en este caso un judío, lo mata a pedradas, se libra luego a una ensañada carnicería sobre su cadáver para, finalmente, prenderle fuego y rematar las pertenencias del muerto: "Fue desopilante", escribe Bustos Domecq, y al parecer sólo un seudónimo podía hacerlo, "el jude se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron las campanas de Monserrat se cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos desfogamos un rato más, con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro, Nelly, pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos se rieran, me hizo clavar la cortaplumita en lo que hacía veces de cara".
Imposible dejar de evocar, porque el texto de Borges la invoca, por otra parte, casi explícitamente, la muerte del unitario en "El matadero", y la amenaza que se oye en boca de uno de sus verdugos: "Te haré cortar la lengua si chistas". Pienso en ese instante de extraña suspensión que, en el texto de Borges y Bioy Casares, instaura el rezo del judío, rezo ausente y proferido en una media lengua que recién se interpone al caer, o al callarse (Borges escribe se cayó, y la grafía de la mala lengua autoriza las dos lecturas). Pero pienso también en esa fiesta que Osvaldo Lamborghini narra en "El Fiord", fiestonga o banquete que concluye con la canibalización del Amo, más precisamente la de su sexo, y cuya última frase parece señalar el lugar mismo donde comienza "La fiesta del monstruo": "Así, salimos en manifestación". O pienso en "El niño proletario", ese relato donde tres niños burgueses violan, carnean y ahorcan a un niño proletario, y que explora con una fuerza inédita la sentencia de muerte —el veredicto fatal— que una lengua puede dictar para el otro. Quizá la literatura argentina nunca haya dejado de representar esta misma escena de verdugos y víctimas, este fantasma originario que enlaza dos lenguas, dos cuerpos y la violencia, para componer con esos elementos una aleación que tiene la persistencia imborrable de una pesadilla.
Comer al otro, cortarle la lengua (y "la lengua" en todos los sentidos que le atribuye la lengua), dinamitar su idioma —idioma del poder o en el poder— con la potencia explosiva de dialectos y jergas en estado residual: la literatura de Osvaldo Lamborghini no tuvo otra pasión. Por eso sorprende, o tal vez no: no debiera sorprender, que en su momento se lo haya leído como un exponente privilegiado de esa inefable virtualidad literaria, la autorreferencialidad, y como aquél que recorrió (y contribuyó a cerrar) el círculo sagrado de la literatura. Es otra, creo, la lectura que necesitamos de las ficciones de Lamborghini, y también de las que responden a otros nombres: Echeverría, Cambaceres, Arlt, Borges, el mismo Gombrowicz. Una lectura documental, por ejemplo, que considere los enunciados que las constituyen como las piezas de grandes máquinas de describir. Para eso, habrá quizá que repatriar a la descripción del imperio del realismo, pensarla no como la adecuación de un enunciado a lo real, sino como la experimentación de lo real en el campo del enunciado o, según la definición que Godard da de la descripción, como la producción y observación de mutaciones. Leer así "El Fiord", por ejemplo, que en 1966-67 describe la mutación profunda del discurso político en discurso de guerra, y documentaliza como nadie las nuevas organizaciones de cuerpos, enunciados y culturas que ese discurso guerrero pone en movimiento.
A diferencia de Borges, que no trabaja las malas lenguas sin construirles una uniformidad artificiosa, Lamborghini abole en su escritura toda ilusión de homogeneidad. La metáfora del idioma no es el origen, las compartidas sangre y conversación: es el exilio, la peste, el tartamudeo. Ni siquiera subsiste, de este lado, una lengua plena que un idioma otro, desde algún otro lado, agrediría por una moción unánime. Todo es media lengua, el desecho es la condición primera del lenguaje. Ruinas de la gauchesca, consignas políticas, siglas: "Oh, sí: en una guerra revolucionaria uno tiene que ser ladino". De este enunciado de "El Fiord", cambien ustedes "ladino" por "clandestino" (pero en clandestino ya está ladino) y comprobarán cómo esta literatura experimental es, en verdad, experimentalmente política, y hasta qué punto la muerte de Lamborghini, esa muerte que antes califiqué como clandestina, aparece trazada, deseada, en su propia escritura.
"Digo", escribió Lamborghini en "Sebregondi", "dicen que dicen las malas lenguas (habrá también que cortarlas) que es por eso y nada más que lo degollamos a ese vago alguien. Que ahora se enhuesa, se encarna. Aquí está. Lo estoy viendo. Comamos, comamos.". Y la escena, como ven, la escena vuelve, nos interroga: ¿de qué lenguas está hecha la literatura argentina? ¿qué es una lengua literaria nacional y qué idiomas absorbe, neutraliza o simplemente extermina para constituirse como tal? O para formularlo en términos más generales: ¿qué representaciones de lo otro sostienen a la literatura argentina? Es justamente la abstracción y quizá la vaguedad de esa pregunta la que me permitió hoy hablar, a la vez, de Borges y Lamborghini, y acompañarlos con un séquito de muertos. Las malas lenguas y los modos de representación de lo otro: estas dos ideas deben ser tomadas como los momentos de emergencia en que lengua, política y violencia se confabulan para fabricar una literatura. En la importancia de esa triple articulación descansan, creo, la contemporaneidad y el interés de las preguntas que acabo de enunciar. Porque en la lenta, crujiente fractura de las jergas y la lengua, la historia del otro (la nuestra) no ha terminado.

Fuente: AA. VV. (1987): Literatura y crítica: Primer encuentro, UNL, 1986, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, pp. 115-122.

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