sábado, febrero 26, 2011

El relato indefendible (Edgardo Cozarinsky)

Este ensayo de Edgardo Cozarinsky, escrito en 1973 pero recopilado en Museo del chisme recién en 2005, es una delicia no sólo por su estilo y por sus finísimas apreciaciones sobre Proust, James y Borges, entre otros, sino que, además, se presenta como una suerte de proyecto de obra encubierto, si aceptáramos que los textos del autor de Vudú urbano se sostienen, básicamente, en el chisme como punto de partida, como excusa para la escritura. Póngase, entonces, en circulación virtual este hermoso texto y recupérese el arte del chismorreo como forma imprescindible de la narración.


El relato indefendible (Edgardo Cozarinsky)

Nuestra admirable princesa estudiaba los deberes de quienes compusieron la Historia con su vida: allí perdía insensiblemente el gusto por las novelas y sus héroes incoloros; cuidadosa de atender a lo verdadero, despreciaba esas ficciones peligrosas y sin vida.
Bossuet, 1670 1

Cierta vez, una niña argentina proclamó que aborrecía los chismes y que prefería el estudio de Marcel Proust; alguien le hizo notar que las novelas de Marcel Proust eran chismes, o sea (aclaro yo, tardíamente) noticias particulares humanas.
Borges, 1935 2

I

El chisme y la novela (o, menos taxativamente, los relatos de ficción) se han encontrado con tanta frecuencia en la indignación de las mentes serias y las almas nobles que no parece injustificado estudiar cuáles pueden ser los rasgos compartidos que hicieron posible esa coincidencia.
A la virtud de quien busca ejemplos en la narración de la historia, Bossuet opone el gusto por las novelas, que tal vez no consideraba más peligrosas que cualquier otro estímulo irreprimible de la fantasía; al juzgar que esas ficciones carecen de vida y sus héroes son incoloros, es probable que no criticara los valores literarios de la Clélie o del Grand Cyrus de Mademoiselle de Scudéry, o de la Astrée de Honoré d'Urfé; censuraba, más bien, que esos relatos fueran obras de una imaginación ociosa, complacida por su capacidad de enhebrar peripecias inventadas, y que tal vez hallara un placer propio en la tarea de procurar el del lector.
"Los deberes de quienes compusieron la Historia con su vida", sin embargo, tal vez despertaran en Enriqueta de Inglaterra una curiosidad no demasiado diferente de la que el chisme suscita en criaturas menos distinguidas. Las más tempranas hagiografías tanto como las crónicas cortesanas de Saint-Simon ilustran una concepción del relato histórico que se articula en dos tiempos claramente diferenciados, aunque en el texto puedan entrecruzarse: en el primero, los hechos se despliegan con toda esa riqueza de menudas observaciones de conducta y transcripciones "de la realidad" cuya referencia oral suele merecer la censura tradicionalmente reservada para el chisme; en el segundo, la reflexión moral o la filosofía política cubren (justifican) aquel soporte insoslayable con su autoridad respetada.
Pero ese relato que suele llamarse con cierta ligereza "la Historia" es, las más de las veces, historiografía, y cada época la ejerce según las reglas que la novela que le es contemporánea ha sancionado para esa práctica narrativa.
Stevenson advirtió que el arte de narrar es uno solo, ya se aplique a "la selección e ilustración de una serie real de acontecimientos o a la de una serie imaginaria. La Vida de Johnson de Boswell (...) debe su éxito a las mismas maniobras técnicas que, digamos, Tom Jones: la concepción nítida de algunos rasgos del hombre, la elección y representación de algunos incidentes entre la cantidad mayor que se ofrecía, y la invención (sí, invención) y conservación de cierto tono en el diálogo"3.
La "verdad", que tanta dignidad confiere a la historia, es apenas la ausencia de contradicción entre las versiones recibidas de un hecho; pero ningún hecho es inmune a la interpretación, ni puede eludir su carácter de función, cuyo valor se modifica según el contexto histórico de cada nueva lectura. El relato ficticio deriva su condición híbrida, tal vez espuria, sin duda saludable, de ser un mero "posible": a tanta distancia de la crónica verídica, cuya autoridad exige una referencialidad irreprochable, como del juego declarado en que el lenguaje poético festeja sus propiedades autotélicas, la ficción instaura un ámbito de "como si", donde el lenguaje, precariamente sostenido entre la transparencia perfecta y la opacidad absoluta, descubre en esa vacilación una particular riqueza.
Bossuet, cuya imparcialidad ante Cromwell estaba libre de toda simpatía, no se hubiera molestado, sin embargo, por una involuntaria coincidencia con los puritanos. Es que el desprecio, la más espontánea desconfianza por el ejercicio verbal que no satisfaga un fin práctico y parezca agotarse en el placer de su frecuentación, posee una genealogía ilustre en el pensamiento occidental. Casi dos siglos después que aquellos puritanos hubiesen hallado en la Nueva Inglaterra un escenario dócil para su rigor, uno de sus descendientes pudo escribir en la Introducción a una novela propia: "Cualquiera de estos severos puritanos de negras cejas habría considerado castigo suficiente para sus pecados que después de tantos años el viejo tronco del árbol familiar, cubierto por tanto musgo venerable, hubiese dado como retoño más alto un ocioso como yo. Ningún propósito que yo haya atesorado podría parecerles elogiable; ningún éxito mío, si mi vida, más allá del horizonte doméstico, se hubiera visto iluminada por el éxito, podría parecerles otra cosa que desdeñable, si no decididamente vergonzoso. '¿Qué es?' murmura la sombra gris de uno de mis antepasados a otra. '¡Un escritor de libros de cuentos! ¿Qué tipo de ocupación en la vida, qué forma de glorificar a Dios, de prestar servicio a la humanidad de su día y su generación, puede ser ésa? ¡El pobre degenerado bien podría haber sido violinista!' Ésos son los elogios intercambiados entre mis abuelos y yo a través del golfo del tiempo..."4.
En esta intemperie social Hawthorne decidió dedicarse a la literatura. Henry James, al evocar ese páramo, no sólo lamenta la ausencia del sedimento que la historia deposita en las costumbres y las relaciones personales tanto como en un idioma o un paisaje, no sólo enumera las muchas complejidades que hacen más dramática y matizada la vida cotidiana dondequiera que anide la disidencia, donde no impere, unánime, un ideal de vida que la sociedad debe realizar; imagina, también, que en la Nueva Inglaterra de tiempos de Hawthorne no existía un grupo considerable de gente que se hubiese propuesto gozar de la vida:
"Digo que él debe de haberse propuesto gozar, sencillamente porque se propuso ser artista, y porque esto entra inevitablemente en los planes del artista. Hay mil maneras de gozar de la vida, y la del artista es una de las más inocentes. Pero a pesar de ello se vincula con la idea de placer. El artista se propone dar placer, y para darlo primero debe obtenerlo. Dónde lo obtiene es algo que depende de las circunstancias, y las circunstancias no fueron un estímulo para Hawthorne"5.
Henry James, que casi seguramente ignoró la existencia de Freud, no sólo había descubierto en el ejercicio de su método narrativo que el campo de la imaginación se forma al margen del doloroso pasaje del "principio de placer" al "principio de realidad", donde hallan compensación aquellas satisfacciones que fue necesario abandonar en la vida real. El autor de "The Private Life" también sabía que si bien el artista, como el neurótico, puede retirarse de una realidad insatisfactoria al mundo de la imaginación, a diferencia del neurótico recupera el terreno sólido de la realidad: aunque sus obras, como los sueños, sean una satisfacción imaginaria de deseos inconscientes, son fabricadas para interesar y cautivar; para que el placer circule, como una impalpable moneda, entre las fantasmales figuras del "destinador" y el "destinatario". ¿Y qué es el chisme sino la circunstancia más modesta en que el relato cumple esa misión?

II

Estas censuras tenaces van definiendo un espacio condenado, que es el de esa narración que ningún propósito aleccionador disculpa; por lo tanto, el de esa forma plebeya, incipiente, de literatura (la anomalía estética de Rabelais, Cervantes y Fielding; el entre-tenimiento popular, hijo del periodismo, de Balzac y Dickens) que fue la novela hasta que Flaubert le descubrió reglas no menos estrictas que las de la poesía; por lo tanto, el de la novela en cuanto se vincula con el chisme. Y, espacio de ambos, el de la mujer.
En inglés, la palabra gossip, chisme, designa en una acepción arcaica a cualquier mujer, y también, más precisamente, a la charlatana y transmisora de novedades; otra acepción de la misma palabra es la composición literaria con forma libre sobre personas o incidentes sociales. (Stevenson dio ese nombre a uno de sus ensayos.) En francés la palabra potin, donde pot, olla, está visibilísima, deriva de ésta por intermedio de potine, término acuñado en Normandía para un calentador portátil que las mujeres llevaban a sus reuniones invernales; de allí potiner, hablar alrededor de la potine, y finalmente el fruto de esa conversación: el potin, el chisme.
En español existe una Enciclopedia Universal Ilustrada, de Espasa Calpe, que seguramente no es irrefutable, donde se aventuran para "chisme" dos etimologías germánicas sumamente atractivas: la primera, navaja; la segunda, partes genitales de la mujer. La primera no es contradictoria con el latín schisma y el griego sxisma, discordia, disensión, hendidura, es decir "cisma", de donde también proviene "esquizofrenia". Los dos sentidos aceptados por la Real Academia están allí, el relato transmitido y el "trasto insignificante". La segunda coincidiría con la acepción arcaica de gossip al vincular una vez más ese relato transmitido con el sexo femenino.
Es que la mujer, sexo "segundo", "hombre incompleto" o mutilado, siempre se ha visto agobiada por la parte subjetiva y la parte prohibida que el hombre arroja lejos de sí. El cristianismo medieval somete a la mujer a un doble proceso: por una parte, enaltecimiento que prescinde del sexo, o lo descorporeiza mediante el sistema del amor cortés, que parte de la nobleza en su doble sentido de cualidad moral y condición social, hasta llegar a la identificación de esa mujer puramente ideal con la Virgen; por la otra, denigración de la mujer vulgar hasta convertirla en Bruja.
Michelet ha descrito admirablemente la condición de la mujer vulgar, que guarda el fuego y atiende a los niños mientras el hombre hace la guerra o practica la caza. En sus largas horas vacías, estudia el cielo y la tierra, las volubles formas de las nubes tanto como las propiedades humildes de las hierbas y las flores. Mientras la mente desocupada establece relaciones entre los fenómenos de esa naturaleza próxima pero ajena, la memoria recupera leyendas legadas por madres a hijas, donde hallaron una supervivencia frágil pero pertinaz los dioses de la antigüedad pagana: a pesar de las persecuciones eclesiásticas, en el siglo VIII los campesinos europeos todavía honraban con procesiones a esos dioses abolidos, representados en toscos muñecos de tela o de harina.
Y la vieja creencia sobrevivía como cuento, relato trasmitido, transformado a su vez en cuento de hadas. La mujer rescató para sí el conocimiento de esa misma naturaleza que el hombre combatía: bella donna es el nombre agradecido dado a la planta cuyo veneno aliviaba los dolores del parto.
Muy pronto el pueblo no conoció otra medicina que la que podía administrar esa mujer, bonne femme, que más tarde sería denominación temerosa para la bruja. ¿Y qué es esa bruja sino una mujer que habría avanzado empíricamente en el estudio de la homeopatía? "Emperadores, reyes, papas, los barones más ricos, tenían algunos doctores de Salerno, moros, judíos, pero la masa de cualquier condición (...) sólo consultaba a la sage femme" 6.
Hay una hermosa justicia en ese encuentro de etimologías dispares en una forma semejante: la mujer que sabe, la sabia, que más tarde ha de ser la prudente —sage a partir del latín sagio, discernir— y el relato histórico y mitológico escandinavo, saga a partir del antiguo noruego saga, decir... ¿Acaso en el latín narrator no está el narus, el que sabe, ese gnarus que se opone al ignarus?7
También es justo que el chisme y la novela vuelvan a encontrarse como predicados de la mujer: actividad y lectura de un ocio que el hombre necesita y desprecia por necesitarlo, objeto de burla porque oscuramente es objeto de temor. En el fondo, constantes, se agitan dos rasgos recurrentes: la transmisión del relato, la actividad que se agota en el placer que procura. El relato es el vehículo temible del conocimiento profano. El placer es esa alquimia peligrosa que la mujer administra en cuanto Bruja, que ignora en cuanto Virgen.

III

El chisme es, ante todo, relato trasmitido. Se cuenta algo de alguien, y ese relato se transmite porque es excepcional el alguien o el algo: puede concebirse que se cuente una trivialidad de un alguien prestigioso, o un algo insólito de un sujeto oscuro; difícilmente, una trivialidad de un desconocido, y no es frecuente que coincidan personaje y proeza.
Esta disyunción, sin embargo, es más plausible que verificable. "¿Qué es el personaje sino la determinación del incidente? ¿Qué es el incidente sino la ilustración del personaje?" se preguntaba Henry James8, y sus intrincadas novelas, tanto como el chisme, valen por una cierta relación, viva, orgánica, entre los elementos que las componen, y que sólo el examen crítico, una instancia ulterior, puede aislar.
Porque el relato del chisme es un relato puesto en escena. Destinador y destinatario (en términos lingüísticos), narrador y narratario (en términos de la teoría literaria), celebran mediante el chisme la ceremonia de la transmisión del relato, representan visiblemente esa relación que el texto impreso mediatiza entre un autor y un lector igualmente ausentes. "La literatura en muchas de sus ramas no es otra cosa que la sombra de la buena conversación", observaba Stevenson9, y la novela, que no se hubiera convertido en el género representativo de los tiempos modernos si no hubiese tenido la imprenta a su servicio, sanciona la intersección del habla y la escritura: los materiales del relato oral acceden a la autoridad del texto inmutable, que les estaba vedada, en el momento mismo en que éste, mediante la reproducción mecánica, desacraliza esa misma autoridad10.
El relato no podría respirar fuera del ámbito precario de un tránsito. Sin tensión entre los términos que definen su arco, incesantemente impugnado, sucesivamente restablecido, la narración se extinguiría en un sueño elegante de formas sin riesgo. Walter Benjamín creyó que sólo se relatan cuentos para que se los repita, que se deja de contarlos cuando esos cuentos no se conservan y que si no se conservan es porque, al escucharlos, se ha dejado de hilar y de tejer11. El chisme participa de esa condición transitoria, eslabón de una cadena cuyos demás eslabones lo reiteran sólo aproximadamente. Relato como transitoriedad pura, el chisme también pone en escena la imposibilidad de una repetición idéntica, lo inevitable de una incesante transformación. Reproducir sin cambio es impensable: atisbo de locura, presencia de la muerte. El relato, al transmitirse, también instaura una tensión entre lo invariado, cuya persistencia permite advertir el margen de cambio y exorciza la amenaza de una repetición idéntica, y lo modificado, que a su vez permite reconocer el respaldo idéntico, pensar el cambio y no la diferencia absoluta.
Pero esas transformaciones que el chisme pone en escena no son solamente las de toda narración al transmitirse.
Son, también, las de un mismo relato en el proceso de su formación: lo que Henry James llamó "el notorio, inevitable desvío (...) que la exquisita traición aun de la ejecución más fiel siempre habrá de infligir hasta al plan más maduro"12. La imposibilidad de "ilustrar" ese plan sin alterarlo aun mínimamente, sin enriquecerlo en el acto mismo de "realizarlo" mediante la escritura, ilustra la economía interna del hecho narrativo y delata una alucinación del vocabulario estético: lo verdaderamente imposible es aislar las ideas de relato y de transformación, así como es imposible conferir una existencia que no sea fantasmal, meramente retrospectiva, a ese estado anterior: "plan", "proyecto", "idea", sólo concebible porque existe un texto escrito, única materialidad a partir de la cual es posible postular una prehistoria. Al conjugarse "personajes" y "anécdota" como en el borgiano jardín de senderos que se bifurcan, la posibilidad pura se ofrece más numerosa que la capacidad de elección del narrador. Es en la transmisión del relato donde se recupera una parte de esa riqueza inabarcable, enajenada en la elección cumplida por el texto; y el chisme, que tampo-co puede transmitirse sin retoque, representa con su tránsito esa condición.
El chisme ocupa un lugar privilegiado en la práctica novelística de Henry James y Marcel Proust. En el preciso momento en que el género había alcanzado una espléndida plenitud, y se asomaba a esa conciencia crítica de la propia naturaleza que precede irrecu-sablemente a la disolución, James y Proust derivaron del chisme el impulso inicial para urdir sus complejos edificios narrativos; pero en vez de cancelarlo discretamente, como a un antepasado impresentable, o aun de sepultarlo como a la piedra basal regada con la sangre de un sacrificio propiciatorio, lo exhiben, lo canonizan en un método y reconocen en su aparente trivialidad la clave de todo conocimiento.

IV

El método que consagra al chisme dentro de la literatura procede con movimientos opuestos en Proust y en James. Para Proust el chisme impugna esa superficie demasiado accesible que se da en llamar realidad; quebrándola, permite al novelista revelar vínculos insospechados, reordenar los fragmentos que su intervención ha producido en figuras inédi-tas, elocuentes, veraces. El chisme procedería como las ciencias positivas en su combate por dominar los "datos" y poseer una "verdad".
Escribe Proust: "...aun esa cosa universalmente difamada, que en ninguna parte hallaría defensor, el chisme, también él, ya tenga por objeto a nosotros mismos, y de ese modo se nos torne particularmente desagradable, ya nos informe sobre un tercero algo que ignorábamos, tiene su valor psicológico. Impide que la atención se adormezca sobre la visión falsa que tiene de lo que cree que son las cosas y que sólo es su apariencia. Con la destreza de un filósofo idealista, da vuelta esa apariencia y nos presenta rápidamente un aspecto insospechado del revés de la trama"13. ¿Qué es ese chisme sino el único avatar accesible a la novela de aquella "agudeza" que, para Gracián, permite comprender que se ignoraba lo que se creía conocer?
Proust exige del escritor que se ocupe de esa frágil corteza de trivialidades sólo para romperla, que persiga en ella los indicios de una verdad siempre mediata. Su paradójica labor no aspira a significar sino por el trayecto cumplido: aquella elusiva verdad, como mero objeto intelectual, no podría aspirar a un lugar dentro del sistema literario. Para Proust, escribir "obras intelectuales" es una "grosera tentación", y una obra donde hay teorías "es como un artículo sobre el que se deja la etiqueta con el precio"14. Esa disciplina es necesaria —requisito exigido tanto por Proust como por James— para que el escritor derrote la dispersión implícita en el simple hecho de vivir: "Ese trabajo del artista que procura advertir bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso al que minuto a minuto, cuando vivimos sin prestarnos demasiada atención, el amor propio, la pasión, la inteligencia y el hábito también operan sobre nosotros, acumulando sobre nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas por completo, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida"15.
Cuando el narrador de À la recherche du temps perdu finalmente reconoce en las mil circunstancias anodinas de su vida un diseño parecido a una vocación, admite: "Era necesario que restituyera a los signos más ínfimos que me rodeaban (...) el sentido que la costumbre les había hecho perder para mí"16. Polaridad de superficie y profundidad, de lo declarado y lo tácito, de evidencia falaz y verdad elusiva, este juego instaura su erotismo metonímico en la posibilidad misma de conocer. El objeto conocido, despojado de la oculta trascendencia con que el deseo lo investía, desplaza aquel infatigable valor hacia un espacio siempre ajeno, que se torna significante precario de fantasmales significados.
Valéry —cuya desconfianza por ese "arte casi inconcebible" del novelista no le impidió rendir a Proust, de quien confesaba haber leído sólo un tomo, un homenaje cuyas nueve páginas anuncian todos los temas que en décadas siguientes iban a explorar la crítica y la teoría de la narración— reconoce entre el universo novelístico y el "mundo real" un vínculo semejante al del trompe-l'oeil con las cosas tangibles entre las que circula el especta-dor. No es escandaloso, por lo tanto, que Proust haya trabajado sobre un cuerpo social cuya superficialidad no sólo es deliberada sino también necesaria: las figuras que en el escenario mundano representan a la belleza, al dinero, al talento y otras entele-quias, son meros soportes físicos de un valor fiduciario, como la hoja de papel para el billete de banco17. La única relación que Proust concibe entre la superficie de la experiencia y la verdad mediata a la que esa superficie puede conducir es un mecanismo de redención, y para que funcione es necesario que el escritor opere como oficiante. Aquella verdad sería llanamente inválida si pretendiera iluminar por sí sola la obra literaria, sin que la precediera esa minuciosa investigación que sólo la literatura es capaz de conducir.
En esa relación pueden reconocerse, en posiciones modificadas, los dos momentos de la narración histórica tradicional. El chisme se agita en el escenario; la idea, invisible, laboriosa, rige esa puesta en escena; ninguno de ambos podría prescindir del otro: el chisme garantiza la noción de literatura, la idea garantiza la seriedad de ese ejercicio.

V

En James, en cambio, el chisme es la clave de un arte combinatoria que, una vez puesta en movimiento, arrebata al narrador y a su tarea en un vértigo cuya única recompensa es la complejidad creciente de hallazgos siempre discutibles. La señora sentada a su lado, en una comida de Nochebuena, deja caer en la conversación un "germen". "El germen, dondequiera que haya sido recogido, siempre ha sido para mí germen de una 'historia', y la mayoría de las historias que pugnan por formarse bajo mi mano han surgido de una sola y pequeña semilla, una semilla tan diminuta y llevada por el viento como esa alusión casual para The Spoils of Poynton que mi vecina dejó caer involuntariamente, una simple partícula flotante en la corriente de la conversación."18
Las metáforas se reiteran a lo largo de los prefacios de James, redactados con la sabiduría retrospectiva de la madurez, a partir de los cuales pudo promulgarse un estatuto para el arte y el oficio de narrar19. Ya sea la anécdota referida, verdadero relato aun cuando rudimentario, ya sea esa partícula de realidad donde late un relato incipiente, las metáforas para el chisme y su tratamiento son constantes: "gérmenes" (germs), "semillas" (seeds), "hallazgos" (finds), que requieren "desarrollos" (developments), "variaciones" (variations), "relaciones" (relations), "extensiones" (extensions), "aumento necesario" (needful accretion), "complicaciones exactas" (right complications), según un "principio de crecimiento" (principle of growth), según un "cambio químico" (chemical change); son "granos que crecen" (grains growing), otro ejemplo "del crecimiento del 'gran roble' a partir de la pequeña simiente"20.
Constante es, también, el acento de goce anticipado ante un atisbo que permitirá un desarrollo: allí "podría haber algo" 21 para la tarea del narrador. "La novela, por su misma naturaleza, es un 'enredo', un enredo en torno a algo, y cuanto más grande sea la forma que tome, mayor desde luego será el enredo. Por lo tanto, de manera consciente, estábamos tra-bajando para eso: para organizar francamente un enredo en torno a Isabel Archer"22.
Obsesiva, inocultable, la pasión de James por el chisme invade su método narrativo y es codificada minuciosamente en una teoría de los puntos de vista, en un desdén por los hechos expuestos sin un cronista reconocible, no reflejados a través de una concepción individual. Todo un elenco de reflectores de ficelles entra en escena para cumplir con los requisitos de esa novela ideal donde, como consecuencia, será lo ignorado, la omisión, el hiato, la narración tácita imperfectamente disimulada (es decir: coquetamente delatada) por la narración escrita lo que hace las veces de centro ausente de la composición. "Dramatise! Dramatise!": la voz de orden resuena, impaciente, a lo largo de esos prefacios. La refracción febril a que el chisme somete cualquier hecho es necesaria para eludir, como en Proust, la acción destructora de la mera vida, "la torpe vida una vez más en su estúpida tarea", "la vida que es todo inclusión y confusión, y el arte que es todo discriminación y selección"23.
Y "dramatizar", para James, significa delegar la narración, nunca exponer o declarar sino articular un juego de percepciones fragmentadas entre las cuales el lector deberá avanzar, descubriendo un metódico placer en los accesos indirectos y la iluminación oblicua. "Dramatizar" implica el cultivo de puntos de vista privilegiados: personajes "reflectores" primero de una sensibilidad adiestrada para intuir los matices de conducta y relación conjurados por James, más adelante (la telegrafista de "In the Cage", la institutriz de The Turn of the Screw, el huésped de The Sacred Fount), con una capacidad mutilada de acceso a los hechos —esos hechos que sólo importan, en el sistema de James, como ausencia (motivo pretérito o meta inalcanzable) que suscita la orgía complicatoria—, carencia que aquellos "reflectores" compensan con un ejercicio enérgico de la hipótesis y el recelo.
También, paralelamente, supone la proliferación de esas figuras secundarias a las que James gusta llamar "ficelles" como si prefiriera relegarlas al nivel de Sardou en vez de otorgarles un aura de tragedia neoclásica con el nombre de confidentes; instrumentos encargados de transmitir al lector una información que el autor no desea entregar directamente, y que el "reflector" principal debe ignorar, pueblan, diligentes, los insterticios de la narración. Muy pronto el autor ya no necesitará disimular su dependencia de ellas, pues le ofrecen la ocasión de nuevas, imprevisibles complicaciones: el matrimonio Assingham, en The Golden Bozal, refiere, comenta, interpreta (con un variable margen de error), las pasiones más nobles de los protagonistas y contribuye discretamente a subvertir la comprensión que de ellas podía haber alcanzado el lector a través de los "reflectores" principales que manipula James. "Reflectores" o "ficelles", su intervención está presidida por un mismo terror: el del autor ante su propia voz; por una sola manía: la de escamotear la persona de ese autor a través de los obstáculos serviciales que él mismo ordena para dirigir el curso de su narración.
La novela como forma literaria tiene para James un premio muy alto: "su poder (...) de resultar más fiel a su índole en la medida en que fuerza, o tiende a romper, con latente extravagancia, su molde"24. Esta paradoja de una forma definida por las tensiones que procuran quebrarla también fue reconocida como propia de la novela por Valéry, quien la vinculó con el sueño antes que con el chisme: "la novela se aproxima formalmente al sueño; es posible definir a ambos mediante la consideración de esta curiosa propiedad: todos sus extravíos les pertenecen"25.
La imagen que James propone para ilustrar su idea de la novela como forma rigurosa es una apoteosis posible del chisme: "La casa de la ficción (...) no tiene una ventana sino un millón, más bien una cantidad de ventanas posibles que no puede calcularse; cada una de ellas ha sido perforada, o aún puede ser perforada, en su vasto frente, por la necesidad de una visión personal y por la presión de la voluntad personal.
Esas aberturas de forma y tamaño disímiles cubren de tal modo, entre todas, el escenario humano, que habría podido esperarse de ellas una igualdad mayor que la presente en sus informes. En el mejor de los casos son apenas ventanas, simples agujeros en una pared muerta, inconexos, colgados en el vacío; no son puertas con goznes que se abren sobre la vida. Pero tienen este rasgo propio: detrás de cada una de ellas hay una figura con un par de ojos, o por lo menos con prismáticos, que una y otra vez demuestran que son instrumentos únicos para la observación, asegurándole a la persona que los usa una impresión diferente de cualquier otra. Él y sus vecinos contemplan el mismo espectáculo, pero uno ve más donde el otro ve menos, uno ve negro donde el otro ve blanco, uno ve grande donde el otro ve pequeño, uno ve groseramente donde el otro ve con sutileza"26.
Con esta imagen James eleva la parcialidad de la percepción y la fragmentación del conocimiento a categoría de principios de (su) (todo) arte narrativo. En ella también se entrecruzan los divergentes caminos que James y Proust siguieron en el cultivo del chisme: el narrador de Le Temps retrouvé también invoca esa parcelación como instrumento y riqueza final del arte narrativo; para él, el estilo de un escritor es "la revelación, que sería imposible por medios directos y conscientes, de la diferencia cualitativa que hay en la forma en que el mundo nos aparece, diferencia que, de no existir el arte, permanecería como el secreto eterno de cada uno. Por el arte solamente, podemos salir de nosotros, saber lo que otro ve de este universo que no es el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes habrían permanecido tan desconocidos para nosotros como los que puede haber en la luna. Gracias al arte, en vez dé ver un mundo solo, el nuestro, lo vemos multiplicarse y tenemos tantos mundos a nuestra disposición como artistas originales existen..."27.
Si Proust divide —la observación es de Valéry— y da la sensación de poder dividir infinitamente lo que los demás escritores se han habituado a atravesar28, también el método de James suscita en el espacio de la percepción, y vindica como sistema literario, una especie de vértigo racional: así como la paradoja de Zenón impugna la noción de movimiento, el chisme, ese relato que no osa decir su nombre, subvierte ante el narrador la ilusión realista, le descubre innumerables aspectos de una realidad que el hábito o la pereza habían dilapidado. Al hacerlo, disgrega esa misma noción de realidad (una, precisa, tangible) y abandona al novelista, tímido, deslumbrado, ante su libertad de escritor.

VI

Esa libertad, sin embargo, no vale (en el dominio de lo que se conviene en llamar arte) sino por la enajenación discreta que de ella se haga. Toda forma mansamente acatada engendra monotonía apenas menguan los módicos placeres del decoro; en cambio, la pura posibilidad, sin límite, es ingobernable: exige la entrega del místico o del demente. Ignorar esa disyunción, jugar con sus términos sin invocar un ideal de equilibrio sino más bien una suerte de malabarismo intelectual, es la disciplina del narrador: al borde del puro azar, descubrir en la elección que lo suprime el diseño de una forma general, sólo para subvertir en esa forma todo lo que pueda hacerla definitiva, para contaminarla de precariedad. Si el chisme halló una ambigua consagración en los últimos, espléndidos frutos de la novela del siglo XIX, ese reconocimiento no pudo sino serle fatal. Infatigable, humilde, había alimentado obras tan dispares como las de Cervantes, Lacios, Austen, Balzac; expuesto por James y Proust a las enceguecedoras candilejas del proscenio, su imagen, como una mariposa en ámbar, se perpetúa mediante la supresión de lo que le es más propio: la impermanencia. Apenas la novela se propone acceder a estructuras no menos dignas y severas que las de la poesía, debe rehusar esa disponibilidad sin trabas que le vedaba la dignidad del arte y le permitía confundirse con la vida.
En ese género agreste, anterior a Flaubert, anterior a James, piensa Valéry cuando escribe: "No debe haber ninguna diferencia esencial entre la novela y el relato natural de las cosas que hemos visto y oído. No se le imponen ritmos, ni figuras ni formas, ni siquiera una composición determinada (...) Es notable —se lo podría ilustrar fácilmente mediante el ejemplo de las novelas populares— que un conjunto de indicaciones del todo insignificantes y que parecen nulas en sí (ya que se las puede transformar, una por una, en otras de igual facilidad) produzcan el interés apasionado y el efecto de la vida"29. Es lo que Borges habría de llamar "postulación de la realidad" mediante la "invención circunstancial": "Sé de dilatadas obras —las rigurosas novelas imaginativas de Wells, las exasperadamente verosímiles de Daniel Defoe-— que no frecuentan otro proceder que el desenvolvimiento o la serie de esos pormenores lacónicos de larga proyección"; "la morosa novela de caracteres finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real"30.
Desplazado en una novela que se quiere obra literaria, evaporado en el momento mismo en que se pronuncia su nombre, el chisme encuentra sin embargo un nuevo avatar narrativo, posible tal vez porque tácito. Objeto y sujeto de una circulación no menos abstracta que la del dinero, más preocupado por la transmisión misma que por lo transmitido, impaciente con las identidades fugaces que asume —máscaras de una ausencia central que es su única índole, una mera posibilidad— su transitoriedad reaparece, tema y procedimiento, en la erudición de Borges, quien, menos ascético que Valéry, puso en práctica su desdén por la novela.
Cuentos y ensayos de Borges exhiben una misma, indisimulable condición narrativa. "El pudor de la historia" expone el método y los fundamentos de esa práctica, la necesidad de leer, detrás de las dóciles informaciones cuya acumulación compone el simulacro histórico, otro texto no necesariamente más verídico pero siempre más elocuente porque encubierto. Esa lectura enlaza una réplica recogida en una saga con el asombro de Goethe, el palacio de Kubla Khan con el poema de Coleridge, Kafka con Zenón; entre ellos, Borges propone el vínculo de un discurso alternativo, francamente imaginario, tal vez ficticio: operación intelectual y formal que relatos y ensayos ponen en escena por igual.
¿Qué obliga a leer como obra de ficción la "Historia del guerrero y la cautiva" o "La busca de Averroes", y como ensayos "La muralla y los libros" o "El sueño de Coleridge" sino el contrato de lectura suscrito, tal vez irreflexivamente, por el lector al abrir un libro (que se le ofrece como) de cuentos y otro (que se le ofrece como) de ensayos? Ni siquiera puede alegarse la índole ficticia de los referentes: abuela inglesa y guerrero lombardo, tal vez documentados en forma no menos comprobable que el emperador chino o el poeta alemán. Herbert Quain, Kafka, Averroes, Pierre Ménard son agentes de una misma puesta en escena: la de un tránsito y una transformación de todo dato que ingresa en la cadena del discurso, proceso que ilustra una forma particular de comercio llamada narración.
En ese teatro no menos inmaterial que el escenario deseado por Mallarmé, Borges cultiva una forma de escepticismo: no hay argumentos nuevos, no hay metáforas nuevas —repite— sino esa "diversa entonación de algunas metáforas"31 que es la historia. La erudición se convierte en residuo motor de ese proceso. "En cuanto a los ejemplos de magia que cierran el volumen, no tengo otro derecho sobre ellos que los de traductor y lector. A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores (...) Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual"32. También: "el oficio de traductor es más sutil, más civilizado que el de escritor: el traductor viene evidentemente después del escritor. La traducción es una etapa más avanzada"33. De sus primeros cuentos Borges escribe que "son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar ajenas historias"34. Leer, traducir, falsear, tergiversar: etapas de la práctica narrativa, cuya asociación no es escandalosa: se explayan sobre pretextos que no son necesariamente de ficción para reproducir con ellos, en ellos, el proceso del chisme.
Una frase atribuida a Bioy desencadena, si no la aparición, sí la interpretación (es decir: la aparición en el plano del conocimiento) de una serie de indicios que conducen a la usurpación de este mundo por otro ("Tlön, Uqbar, Orbis Tertius"); una nota de Croce y una anécdota familiar, asociadas por la memoria como un eco demorado, permiten una hipótesis sobre el funcionamiento de la inteligencia divina ("Historia del guerrero y la cautiva"). Detrás de la entonación legendaria y erudita de "El inmortal" funciona el mismo mecanismo que anima el naturalismo falaz de "Emma Zunz": ejemplos aparentemente distantes cuyo rasgo común es una manera de señalar su propia organización: el variable sentido de una transmisión incesante, de una serie de relatos enmarcados, que reproponen al infinito el acto narrativo, al mismo tiempo referencia y mentira, testimonio e intriga.
La enciclopedia, libro privilegiado en el sistema de Borges, se convierte de este modo en su signo más completo: inventario de los hechos y el saber del hombre cuyo principio ordenador es la mera contigüidad alfabética ¿indicio de una complicidad metonímica, narrativa? Como en sus páginas adustas, en la prosa de Borges un mismo vértigo simula ordenar batallas y poemas, teología y "sucedidos" del barrio de Palermo; en ese proceso pierden todo sentido las antinomias maniqueas que oponen lo alto a lo bajo, lo serio a lo trivial, lo noble a lo vulgar, la literatura al chisme, la escritura a la transmisión oral, categorías cuya misma interdependencia las valoriza y devalúa mutuamente, incesantemente: al valorar esa misma devaluación porque viola las jerarquías de una cultura entendida como conservación, al devaluar esa valoración insidiosa que rescata en el plano cultural aquella violación.
De ese proceso que Borges ilustra no surgen (no deben surgir) jerarquías nuevas. Se define más bien un campo de relaciones donde no hay equilibrio que no sea elocuente, productivo, igualmente transitorio y transitivo. Para los requisitos de toda lógica ajena a las propiedades del hecho literario, se trata de ilusionismo, de equívoco. Ya Roland Barthes había observado que la narración procede mediante el cultivo sistemático de lo que es, técnicamente, un error lógico: el "post hoc, ergo propter hoc", elevado a categoría de "lengua del Destino"35.
En su circulación, en su modificación, el chisme reproduce el movimiento general de la historia y el conocimiento humano, así como del de esa práctica narrativa que es una parcela de este conocimiento y una metáfora de aquella historia.

Notas

1. Bossuet: "Oraison funèbre d'Henriette d'Angleterre, duchesse d'Orléans" (1670).
2. Jorge Luis Borges: "La vuelta de Martín Fierro", La Prensa, 24 de noviembre de 1935. (Artículo no recogido en volumen por el autor.) El 17 de febrero de 1927, Alfonso Reyes almuerza con Jules Romains en París y le oye decir que Marcel Proust era "très concierge" (A. R.: Diario 1911-1930, Guanajuato, 1969.)
3. Robert Louis Stevenson: "A Humble Remonstrance" (1884), en Memories and Portraits, Londres, 1887.
4. Nathaniel Hawthorne: Introducción a The Scarlet Letter, 1850.
5. Henry James: Hawthorne, 1879.
6. Jules Michelet: La Sorcière, París, 1862. Que estas ideas, aun sin los fundamentos históricos de Michelet, latían en el aire intelectual de su tiempo lo demuestra Georg Simmel en "Lo masculino y lo femenino", 1898, incluido en la edición en español de Weibliche Kultur (Cultura femenina, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1939): "A pesar de los desprecios y malos tratos, las mujeres, desde los tiempos primitivos, han sido objeto siempre de un sentimiento peculiar: el sentimiento de que no son sólo mujeres, es decir, entes correlativos del hombre, sino algo más todavía; y que en tal sentido deben tener comercio con las potencias ocultas, deben de ser sibilas o brujas, seres, en suma, capaces de transmitir las ben-diciones o las maldiciones de los abscónditos senos cósmicos; seres, por tanto, que debemos reverenciar místicamente, evitar cuidadosamente o maldecir como a demonios. Ninguna de estas brutalidades o poéticas transfiguraciones se funda en una propiedad o actividad de la mujer, y aunque sin duda alguna todas ellas se refieren a un motivo profundo y uniforme, no hay medio de descubrirlo y denominarlo históricamente".
7. Jean-Pierre Faye: Théorie du récit, París, Hermann, 1972.
8. Henry James: "The Art of Fiction" (1884), en Partial Portraits, 1888.
9. Robert Louis Stevenson: "Talk and Talkers" (1882), en Memories and Portraits, 1887.
10. Véase Julia Kristeva: Le Texte du roman, París, Mouton, 1970.
11. Walter Benjamín: "Der Erzähler" (1936), en Schriften, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1955.
12. Henry James: Prefacio a The Ambassadors, en The Art of the Novel, 1934.
13. Marcel Proust: Sodome et Gomorrhe, II, cap. III, 1922.
14. Marcel Proust: Le Temps retrouvé, 1927.
15. Id.
16. Id.
17. Paul Valéry: "Hommage" en Variétés, 1924.
18. Henry James: Prefacio a The Spoils of Poynton, en The Art of the Novel, 1934. Compárese con una observación de Joseph Conrad: "Solitary life makes a man reticent in respect to anything in the nature of gossip, which those to whom chatting about their kind is an everyday exercise regard as the commonest use of speech" ("La vida solitaria hace al hombre reticente ante cualquier cosa que se parezca al chisme, algo que para quienes conversar sobre sus semejantes es un ejercicio cotidiano resulta el uso más común del habla.") ("The Planter of Malata", en Within the Tides, 1915).
19. James escribió los prefacios para la "New York Edition" de sus obras entre 1907 y 1909. Aparecieron reunidos, con un estudio previo, exhaustivo, de R. P. Blackmur en The Art of the Novel, Nueva York, Scribners, 1934. El "estatuto" aludido es el que formarían ese estudio de Blackmur y el libro de Percy Lubbock: The Craft of Fiction, Nueva York, Scribners, 1921.
20. Henry James: Prefacio a What Maisie Knew, en The Art of the Novel, 1934.
21. Henry James: Prefacio a "The Altar of the Dead", en The Art of the Novel, 1934.
22. Henry James: Prefacio a The Portrait of a Lady, en The Art of the Novel, 1934.
23. Henry James: Prefacio a The Spoils of Poynton, en The Art of the Novel, 1934.
24. Henry James: Prefacio a The Portrait of a Lady, en The Art of the Novel, 1934.
25. Paul Valéry: op. cit.
26. Henry James: Prefacio a The Portrait of a Lady, en The Art of the Novel, 1934.
27. Marcel Proust: Le Temps retrouvé, 1927.
28. Paul Valéry: op. cit. Vale la pena señalar que ya en 1912, en un ensayo sobre Stevenson (recogido en Grata Compañía, 1948), Alfonso Reyes veía The Sacred Fount de James como ejemplo de una nueva novela "crítica", "obra maestra de la carencia absoluta de asunto (en el sentido subrayado de la palabra), libro construido como una serie de conjeturas y análisis psicológicos a veces torturantes".
29. Id.
30. Jorge Luis Borges: "La postulación de la realidad" (1931), en Discusión, Buenos Aires, Gleizer, 1932.
31. Jorge Luis Borges: "La esfera de Pascal", en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Sur, 1952.
32. Jorge Luis Borges: Prólogo a la primera edición (1935) de Historia universal de la infamia, Buenos Aires, Emecé, 1954.
33. Georges Charbonnier: Entretiens avec Jorge Luis Borges, París, Gallimard, 1967.
34. Jorge Luis Borges: Prólogo a la edición de 1954 de Historia universal de la infamia, Buenos Aires, Emecé.
35. Roland Barthes: "Introduction à l'analyse structurelle des récits" en Communications 8, París, 1966.

Fuente: Cozarinsky, Edgardo (2005): Museo del chisme, Buenos Aires, Emecé, pp. 14-44.

2 comentarios:

J.J. Bustos dijo...

Se dice que resignados ante la fuerza del chisme, los hombres debimos inventar, para intentar domesticarlo, la idea de autor.
Gracias por traernos esta re-edición.

Matías dijo...

De nada, "Museo del chisme" es un libro hermoso y me resultó imperioso que ese artículo introductorio fuera conseguible de forma digital. Saludos!

 

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